Authors: Morton Rhue
—Todo esto me parece muy bien. Pero creo que no es lo que te conviene, Laurie. Cariño, nosotros te hemos educado para que tengas tu propia personalidad.
El señor Saunders se dirigió a su mujer.
—Cielo, ¿no crees que estás tomando todo esto demasiado en serio? Es fantástico que los chicos tengan una pizca de espíritu de comunidad.
—Papá tiene razón, mamá —asintió Laurie sonriente—. ¿Acaso no has dicho siempre que yo era demasiado independiente?
La señora Saunders no tenía ganas de reír.
—Cariño, sólo te pido que no olvides que lo más popular no es siempre lo más acertado.
—¡Ay, mamá! —exclamó Laurie, cansada de que su madre no quisiera comprender su punto de vista—. O eres muy cabezota o no has entendido ni una sola palabra.
—Es verdad, cielo —añadió el señor Saunders—. Estoy seguro de que el profesor de historia de Laurie sabe muy bien lo que hace. No hagas una montaña de un grano de arena.
—¿No te parece peligroso permitir que un profesor manipule de esta manera a sus alumnos?
—El señor Ross no nos está manipulando —afirmó Laurie—. Es uno de los mejores profesores que tengo. Sabe lo que hace y, que yo sepa, lo que está haciendo es por el bien de la clase. Ya quisiera yo que los otros profesores fueran tan interesantes como él.
Su madre parecía dispuesta a continuar la discusión, pero su marido cambió de tema.
—¿Dónde está David? —preguntó—. ¿No va a venir hoy?
David solía pasarse por allí a última hora de la tarde, generalmente con el pretexto de que iba a estudiar con Laurie. Pero siempre acababa metiéndose en el estudio con el señor Saunders para hablar de deportes o de ingeniería. Como David quería estudiar ingeniería y el señor Saunders era ingeniero, tenían mucho de que hablar. El señor Saunders también había sido jugador de fútbol americano en el instituto. Una vez, la madre de Laurie le había dicho que era una bendición que se llevaran tan bien.
—No va a venir —dijo Laurie—. Está en casa, haciendo los deberes de historia de mañana.
El señor Saunders se quedó muy sorprendido.
—¿David, estudiando? Esto
sí
que es preocupante.
Como Ben y Christy Ross trabajaban todo el día en el instituto, se habían acostumbrado a compartir muchas de las tareas domésticas: cocinar, limpiar y hacer los recados. Aquella tarde, Christy tenía que llevar el coche al taller para que le cambiaran el silenciador y Ben había dicho que cocinaría él. Pero después de la clase de historia estaba demasiado preocupado para cocinar. Por eso, de regreso a casa, entró en un restaurante chino y compró unos cuantos rollitos rellenos de huevo y huevos foo yung.
Cuando llegó Christy, ya casi a la hora de cenar, vio que la mesa no estaba puesta y continuaba llena de libros. También vio las bolsas de papel marrón encima del mármol de la cocina.
—¿A esto le llamas tú una cena?
Ben levantó la cabeza de la mesa.
—Lo siento, Christy. Es que estoy muy preocupado con esta clase. Y tengo que preparar tanto material que no he querido perder el tiempo cocinando.
Christy asintió. Como no lo hacía cada vez que le tocaba cocinar, por esta vez, se lo perdonaría. Empezó a desempaquetar la comida.
—¿Y cómo va tu experimento, doctor Frankenstein? ¿Ya se han vuelto contra ti tus monstruos?
—Todo lo contrario —contestó su marido—. De hecho, se están convirtiendo en seres humanos.
—¡No me digas!
—Pues sí; ninguno de ellos va atrasado con la materia. Incluso hay algunos que van adelantados. Es como si de repente les gustara ir bien preparados a clase.
—O como si de repente les diera miedo no ir preparados —comentó Christy.
Pero Ben no hizo caso del comentario.
—No, creo que de verdad han mejorado. Por lo menos, se portan mejor.
Christy movió la cabeza.
—No podemos estar hablando de los mismos chicos que tengo yo en música.
—Por supuesto, es asombroso, pero están mucho más contentos contigo cuando eres tú el que toma las decisiones.
—Claro, porque eso implica menos trabajo para
ellos
. No tienen que pensar por sí mismos —dijo Christy—. Pero ahora deja de leer y aparta unos cuantos libros para que podamos cenar.
Mientras Ben hacía sitio en la mesa, Christy empezó a poner la comida. Al ver que su marido se levantaba, creyó que iba a ayudarle, pero empezó a ir de un lado a otro de la cocina, muy pensativo. Christy siguió poniendo la mesa, pero ella también estaba pensando en La Ola. Había algo que no le gustaba, algo relacionado con el tono de voz de Ben cuando hablaba de su clase, como si ahora sus alumnos fueran mejores que los del resto del instituto.
—¿Hasta dónde te propones llegar con esto, Ben? —preguntó, al sentarse en la mesa.
—No lo sé —contestó Ross—. Pero creo que podría ser emocionante descubrirlo.
Christy miró a su marido, que continuaba pensativo, yendo de un lado para otro de la cocina.
—¿Por qué no te sientas? Se te enfriarán los huevos foo yung.
Ben se acercó a la mesa y se sentó.
—¿Sabes? Lo gracioso es que yo también me estoy dejando llevar por el experimento. Es contagioso.
Christy asintió. Lo que había dicho era evidente.
—A lo mejor te estás convirtiendo en un conejillo de Indias de tu propio experimento.
Se lo dijo como una broma, pero tenía la esperanza de que Ben se lo tomara como una advertencia.
David y Laurie vivían cerca del Instituto Gordon. David no tenía que pasar por delante de la casa de Laurie, pero desde que tenía quince años siempre había cogido esa ruta. Cuando se fijó en ella por primera vez, en el segundo año de instituto, solía ir por su calle todas las mañanas para ir al colegio, con la esperanza de pasar por delante de su casa justo en el momento en el que ella saldría para ir al instituto. Al principio, sólo conseguía encontrarse con ella una vez a la semana. Pero, a medida que pasaba el tiempo y se conocieron mejor, empezó a encontrársela con más frecuencia y, en primavera, ya iban juntos casi todos los días. Durante mucho tiempo, David pensó que era casualidad y tenía suerte porque calculaba bien la hora. Nunca se le había ocurrido que, desde el principio, Laurie le esperaba detrás de la ventana. Al principio, Laurie hacía que «se lo encontraba» sólo una vez a la semana. Luego, «se lo encontró» mucho más a menudo.
Al día siguiente, cuando David pasó a buscar a Laurie para ir al instituto, estaba emocionadísimo.
—Te aseguro, Laurie, que esto es lo que necesita el equipo de fútbol americano —explicaba mientras caminaban por la acera hacia el colegio.
—Lo que necesita el equipo es un quarterback que sepa pasar, un corredor que no sea tan patoso, un par de linebackers que no tengan miedo a placar, un tight-end que...
—¡Para! —gritó David, furioso—. Estoy hablando en serio. Ayer metí al equipo en La Ola. Eric y Brian me ayudaron. Y los chicos respondieron bien. Bueno, no es que mejoráramos mucho con sólo una sesión, pero lo sentí. Se podía sentir el espíritu de equipo. Incluso Schiller, el entrenador, estaba impresionado. Dijo que parecíamos un equipo nuevo.
—Pues mi madre dice que le parece un lavado de cerebro.
—¿Qué?
—Dice que el señor Ross nos está manipulando.
—Está loca. ¿Cómo puede saberlo? Y además, ¿qué te importa lo que diga tu madre? Ya sabes que se preocupa por todo.
—No he dicho que estuviera de acuerdo con ella.
—Pero tampoco has dicho que no lo estuvieras —dijo David.
—Sólo te estaba explicando lo que me dijo —contestó Laurie.
David no quería darse por vencido.
—¿Y ella qué sabe? Es imposible que entienda lo que es La Ola si no ha estado en la clase para ver cómo funciona. ¡Los padres siempre se creen que lo saben todo!
De repente, Laurie sintió unas ganas tremendas de llevarle la contraria, pero se contuvo. No quería pelearse con David por una cosa tan tonta. Se ponía de muy mal humor cuando discutían. Además, quizá La Ola sí fuera precisamente lo que necesitaba el equipo de fútbol americano. Lo que estaba claro era que necesitaba
algo
. Decidió cambiar de tema.
—¿Has encontrado a alguien para que te ayude con el cálculo?
David se encogió de hombros.
—No, los únicos que saben algo son los de mi clase.
—¿Por qué no les pides que te ayuden?
—Ni hablar —contestó David—. No quiero que sepan que me cuesta.
—¿Por qué no? —preguntó Laurie—. Estoy segura de que alguien te ayudaría.
—Seguro que sí. Pero no quiero que me ayuden.
Laurie suspiró. Era verdad que había montones de chicos que competían por las notas y por tener la mejor reputación en clase. Pero eran pocos los que se lo tomaban tan a pecho como David.
—Bueno, ya sé que Amy no se ofreció durante la comida, pero si no encuentras a nadie, yo creo que ella te ayudaría.
—¿Amy?
—Es un fenómeno en matemáticas. Me apuesto lo que quieras a que le das un problema y te lo saca en diez minutos.
—Pero ya se lo pregunté en la comida.
—Es que se hizo la tímida —explicó Laurie—. Creo que le gusta Brian y tiene miedo de intimidarle pareciendo demasiado intelectual.
David se echó a reír.
—No creo que tenga que preocuparse, Laurie. Sólo podría intimidarle si pesara cien kilos y llevara una camiseta del Clarkstown.
Ese día, cuando los alumnos entraron en clase, vieron que en la pared del fondo había un gran cartel, con el símbolo de una ola azul. El señor Ross se había vestido de una forma distinta. Normalmente llevaba ropa informal, pero hoy llevaba un traje azul, camisa blanca y corbata. Los chicos se sentaron enseguida y su profesor empezó a repartir unas tarjetas pequeñas, de color amarillo.
Brad le dio con el codo a Laurie.
—Pero si las notas aún no tocan —susurró.
Laurie miró la que le había dado a ella.
—Es un carné de socio de La Ola —susurró.
—¿Cómo? —susurró Brad.
El señor Ross dio una palmada ruidosa.
—Bien. Silencio.
Brad se colocó bien en la silla. Laurie entendía por qué se había sorprendido. ¿Carné de socio? Tenía que ser una broma. El señor Ross, que ya había terminado de distribuirlas, se dirigió hacia su mesa.
—Bueno, ahora todos tenéis vuestro carné —anunció—. Si le dais la vuelta, veréis que algunos están marcados con una X roja. Si tenéis una X roja seréis supervisores y me comunicaréis directamente a mí si hay algún miembro de La Ola que no obedece nuestras reglas.
Todos los chicos estaban dando la vuelta a sus tarjetas para ver si tenían la X roja. Los que la tenían, como Robert y Brian, estaban sonriendo. Los que no, como Laurie, parecían menos contentos.
Laurie levantó la mano.
—Dime, Laurie.
—¿Para qué sirve esto? —preguntó la chica.
Hubo un silencio en la clase y el señor Ross tardó un poco en contestar.
—¿No se te ha olvidado algo?
—¡Ah, sí! —dijo Laurie, levantándose y poniéndose al lado del pupitre—. Señor Ross, ¿para qué sirven estas tarjetas?
Ben esperaba que alguien le hiciera esa pregunta. No quedaba claro a primera vista.
—No es más que un ejemplo de cómo un grupo puede vigilarse a sí mismo —se limitó a explicar.
Laurie no tenía más preguntas y Ben se acercó a la pizarra para añadir otra palabra a las consignas de los días anteriores, «
Fuerza mediante disciplina
» y «
Fuerza mediante comunidad
». La palabra de hoy era «
acción
».
—Ahora que ya entendemos lo que es disciplina y comunidad, nuestra próxima lección será la acción. A la larga, la disciplina y la comunidad no significan nada sin la acción. La disciplina nos da derecho a pasar a la acción. Un grupo disciplinado que tenga una meta puede pasar a la acción para alcanzarla.
Tiene
que pasar a la acción para alcanzarla. Chicos, ¿creéis en La Ola?
Hubo un segundo de vacilación, pero la clase entera se puso en pie y contestó a coro.
—Señor Ross, sí.
El señor Ross asintió.
—Entonces, debéis pasar a la acción. No tengáis nunca miedo de actuar por lo que creéis. Como grupo, los miembros de La Ola tienen que actuar conjuntamente, como una máquina bien engrasada. Trabajando mucho y siendo fieles unos a otros, aprenderéis más deprisa y conseguiréis más resultados. Pero sólo podréis asegurar el éxito de La Ola, si os apoyáis y trabajáis conjuntamente, y obedecéis las reglas.