Llamó a Livia para decirle que no llegaría a tiempo para la cena y se tragó su irritada reacción sin replicar porque no tenía tiempo para discutir.
—¿Es que no hay manera de cenar a la hora en esta casa?
Volvió a sonar el teléfono: era Gallo. Los médicos del hospital de Montelusa habían decidido mantener a Mimì en observación.
Llegó a las ocho en punto, con precisión de reloj suizo, al primer surtidor de gasolina de la carretera de Fela, pero no había ni rastro del doctor Mistretta. Al cabo de diez minutos y dos cigarrillos, el comisario empezó a preocuparse. De los médicos nunca puede fiarse uno. Cuando acudes a su consultorio para una visita, te hacen esperar una hora como mínimo; y si te citas con ellos fuera, también se presentan una hora después con la excusa de que un paciente ha llegado en el último momento.
El doctor Mistretta detuvo su todoterreno al lado del automóvil de Montalbano con un retraso de sólo media hora.
—Perdone, pero en el último momento un paciente...
—Comprendo.
—¿Me sigue?
Se pusieron en marcha, uno delante y el otro detrás. Y circulando así avanzaron y avanzaron, abandonaron la nacional, luego la provincial y se adentraron por senderos que rápidamente iban dejando a su espalda. Al final llegaron a la entrada de un chalet apartado, mucho más grande y mejor conservado que el del hermano geólogo. Un muro muy alto rodeaba la finca. Pero ¿es que estos Mistretta se sentían inferiores al resto si no vivían en casas de campo? El médico bajó, abrió la verja y entró con el automóvil, haciendo señas a Montalbano para que lo siguiera.
Aparcaron en el jardín, que no estaba tan descuidado como el de su hermano, aunque le faltaba poco.
A la derecha se veía una especie de almacén de techo bajo, tal vez unos antiguos establos. El médico abrió la puerta de la casa, encendió las luces e hizo pasar al comisario a un espacioso salón.
—Un momento, voy a cerrar la verja.
Era evidente que vivía solo. El salón estaba bien amueblado. Una rica colección de objetos de vidrio pintados ocupaba toda una pared. Montalbano contempló aquellos brillantes colores, signos ingenuos y refinados a la vez. Otra pared estaba parcialmente cubierta por estantes de libros. No de medicina o científicos, como él había supuesto en un principio, sino novelas.
—Disculpe —dijo Mistretta al entrar de nuevo—, ¿puedo ofrecerle algo?
—No, gracias. ¿No está usted casado, doctor?
—De joven jamás se me pasó por la mente casarme. Y después tenía demasiados años para hacerlo.
—¿Vive solo aquí?
El médico esbozó una sonrisa.
—Comprendo lo que quiere decir. Esta casa es demasiado grande para una persona. Antiguamente había viñedos y olivares alrededor. En el almacén de al lado hay ruedas de molino, cubas, almazaras inservibles... Y el piso de arriba está cerrado desde tiempo inmemorial. Sí, hace años que vivo solo. De las tareas domésticas se encarga una asistenta que viene tres días a la semana. Para las comidas, me las arreglo yo... —Hizo una pausa—. O si no, voy a comer a casa de una amiga mía... Sí, no me importa que lo sepa, tarde o temprano iba a averiguarlo. Es una viuda con la que mantengo una relación desde hace más de diez años. Y eso es todo.
—Le agradezco su franqueza, doctor, pero el motivo de querer hablar con usted es averiguar algo acerca de la enfermedad de su cuñada, siempre y cuando usted quiera y pueda...
—Mire, señor comisario, aquí no hay ningún secreto profesional que deba guardar. Mi cuñada fue envenenada. Un envenenamiento irreversible que está llevándola inexorablemente a la muerte.
—¿La envenenaron?
Un mazazo en la cabeza, una piedra caída del cielo, un tortazo en pleno rostro. El golpe repentino y violento de aquella revelación hecha con tanta serenidad y casi sin la menor emoción afectó físicamente al comisario hasta el extremo de que las orejas le hicieron «riiing». ¿O acaso aquel brevísimo «riiing» había sonado de verdad? ¿Quizá habían llamado al timbre de la puerta? ¿Tal vez el teléfono que estaba encima de la consola había hecho amago de sonar? Pero el médico no parecía haber oído nada.
—¿Por qué utiliza el plural? —preguntó Mistretta sin alterarse, como un maestro que señalara un pequeño error en una redacción—. Quien la envenenó fue un solo hombre.
—¿Y usted sabe quién fue?
—Por supuesto —contestó sonriendo.
No, bien mirado no era una sonrisa lo que había tomado forma en el rostro de Carlo Mistretta, sino más bien una mueca. O más exactamente una risa maliciosa.
—¿Por qué no lo denunció?
—Porque no es legalmente perseguible. Quien desee denunciarlo sólo podrá hacerlo ante Dios Todopoderoso, el cual, por lo demás, ya debe de estar al corriente de todo.
Montalbano empezó a comprender.
—Cuando dice que la señora fue envenenada, habla usted de manera metafórica, ¿verdad?
—Digamos que no me atengo a términos estrictamente científicos. Utilizo palabras y expresiones que, como médico, no debería usar. Pero usted no ha venido aquí para escuchar un parte médico.
—¿Y con qué fue envenenada la señora?
—Con la vida. Como ve, sigo utilizando conceptos inaceptables en un diagnóstico. Con la vida. O, mejor dicho, alguien la forzó a emprender una travesía por un camino poco transitable de la existencia. Y Giulia, en determinado momento, se negó a seguir adelante. Abandonó toda defensa, toda resistencia, y se hundió por completo.
Carlo Mistretta sabía hablar muy bien. Pero el comisario necesitaba hechos concretos, no frases bonitas.
—Disculpe, doctor, pero me veo obligado a formularle más preguntas. ¿Fue su marido, tal vez involuntariamente. ..?
Los labios de Carlo Mistretta dejaron entrever los dientes. Era su manera de sonreír.
—¿Mi hermano? ¿Bromea? Daría la vida por su mujer. Y cuando usted conozca toda la historia, comprenderá que esa suposición es absurda.
—¿Un amante?
El médico lo miró aturdido.
—¿Cómo?
—Quería decir otro hombre... un desengaño amoroso. Perdone, pero...
—Creo que el único hombre en la vida de Giulia ha sido mi hermano.
Y ahí Montalbano perdió la paciencia. Se había cansado de jugar a las adivinanzas. Además, la verdad era que Carlo Mistretta no le caía demasiado bien. Estaba a punto de empezar a hacer preguntas menos respetuosas cuando el doctor, como si hubiera advertido su cambio de actitud, levantó una mano para detenerlo.
—El hermano —dijo.
¡Jesús! ¿De dónde salía ahora ese hermano? ¿Y hermano de quién?
Presentía que entre tantos hermanos, tíos, cuñados y sobrinos acabaría perdiendo la cabeza.
—El hermano de Giulia —añadió el médico.
—¿La señora tiene un hermano?
—Sí, Antonio.
—¿Y cómo es posible que no...?
—No ha dado señales de vida, ni siquiera en esta dramática circunstancia, porque hace tiempo que no se tratan. Mucho tiempo.
Y entonces a Montalbano le pasó una cosa que le sucedía a menudo en el transcurso de las investigaciones, y era que en su cerebro se juntaban de golpe datos aparentemente no relacionables entre sí y cada pieza se colocaba en su correspondiente lugar del rompecabezas. Y eso le ocurría antes incluso de que fuese consciente de ello, de modo que fueron sus labios los que dijeron casi al margen de su voluntad:
—¿Pongamos... desde hace seis años?
Mistretta lo miró sorprendido.
—¿Ya lo sabe usted?
Montalbano hizo un gesto con la mano que no significaba nada.
—No desde hace seis años —puntualizó el médico—, pero todo empezó hace seis años. Verá, mi cuñada Giulia y su hermano Antonio, que es tres años menor que ella, quedaron huérfanos en su infancia. Una desgracia. Los padres murieron en un accidente ferroviario, y dejaron unas pequeñas propiedades. Los niños fueron acogidos en su casa por un tío materno que estaba soltero y siempre los trató con mucho cariño. Giulia y Antonio crecieron muy unidos, como suele ocurrir entre los huérfanos. Poco después de que ella cumpliera dieciséis años, el tío murió. Tenían muy poco dinero, por lo que Giulia dejó el instituto para que Antonio pudiera seguir estudiando y se puso a trabajar como dependienta. Mi hermano Salvatore la conoció cuando ella tenía veinte años, y se enamoró. Pero Giulia se negó a casarse con él sin antes ver a Antonio licenciado y colocado. Jamás aceptó la menor ayuda económica de su futuro marido, lo hizo todo ella. Con el tiempo Antonio se convirtió en ingeniero y encontró un buen puesto de trabajo, y Giulia y Salvatore pudieron casarse. Al cabo de tres años, a mi hermano le ofrecieron un empleo en Uruguay. Aceptó y se fue allí con su mujer. Entretanto...
El timbre del teléfono en el silencio del chalet y la campiña que lo rodeaba fue como una ráfaga de kalashnikov. El médico se levantó de golpe y se acercó a la consola sobre la que descansaba el aparato.
—¿Diga? Sí, dígame... ¿Cuándo? Sí, voy ahora mismo... El comisario Montalbano está aquí conmigo. ¿Quiere hablar con él?
Se volvió sin decir nada y le tendió el auricular. Era Fazio.
—
Dottore
? Lo he buscado en la comisaría y en casa, pero no han sabido decirme... Los secuestradores han llamado hace diez minutos... Es mejor que venga usted también.
—Voy ahora mismo.
—Un momento —dijo Carlo Mistretta—, he de coger unos medicamentos para Salvatore, está trastornado.
Se retiró. Habían llamado antes de lo previsto. ¿Por qué? ¿Quizá les había fallado algo y ya no disponían de tiempo? ¿O era una simple táctica para crear confusión? El médico regresó con un maletín.
—Yo iré delante. Sígame. Tomaremos un atajo.
Llegaron al chalet de Salvatore en menos de media hora. Les abrió la verja un agente de Montelusa que no conocía al comisario. Dejó pasar al médico e impidió el paso del vehículo de Montalbano.
—¿Quién es usted?
—¡Lo que daría yo por saberlo! Digamos que, convencionalmente, soy el comisario Montalbano.
El agente lo miró extrañado, pero le permitió entrar. En el salón sólo se encontraban Minutolo y Fazio.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó el médico.
—Arriba —contestó Minutolo—. Cuando oyó el mensaje estuvo a punto de desmayarse, y la enfermera lo convenció de que se tumbara un rato.
—Voy a verlo.
Y se retiró con su maletín. Entretanto, Fazio había preparado los aparatos junto al teléfono.
—Puede que éste también sea un mensaje grabado —advirtió Minutolo—. Y esta vez van al grano. Escucha.
Prestad atención. Susanna se encuentra bien de salud, pero está desesperada por volver junto a su madre. Preparad seis mil millones. Repito, seis mil millones. Los Mistretta saben dónde hallarlos. Hasta pronto.
La misma voz masculina falseada de la primera vez.
—¿Han conseguido localizar de dónde llamaban? —preguntó Montalbano.
—¡Qué preguntas haces! —replicó Minutolo.
—Esta vez no se oye a Susanna.
—Pues no.
—Y hablan de miles de millones.
—¿Y de qué quieres que hablen? —preguntó irónicamente Minutolo.
—De euros.
—¿Acaso no es lo mismo?
—No, no lo es. A no ser que tú seas como esos comerciantes para quienes mil liras equivalen a un euro.
—Explícate.
—No es nada, una simple impresión.
—Cuéntamela.
—La cabeza del que envía el mensaje funciona a la antigua, le resulta más natural contar en liras que en euros. No ha dicho tres millones de euros, sino seis mil millones. En resumen, eso para mí significa que el que llama tiene cierta edad.
—O que quiere confundirnos, como ha hecho al dejar el casco en un sitio y la mochila en otro.
—¿Puedo salir un momento? Necesito un poco de aire. Vuelvo dentro de cinco minutos. Total, si llama alguien, ya están ustedes —dijo Fazio. No es que lo necesitara realmente, pero no le parecía bien permanecer allí escuchando la conversación de sus jefes.
—Ve, ve —dijeron a un tiempo Minutolo y Montalbano.
—Sin embargo, hay una importante novedad en esta llamada —dijo Minutolo, reanudando su reflexión.
—Sí. El secuestrador está convencido de que los Mistretta saben dónde buscar los seis mil millones.
—Mientras que nosotros no tenemos la más mínima idea.
—Pero podríamos tenerla.
—¿Cómo?
—Poniéndonos del lado de los raptores.
—¿Estás de guasa?
—En absoluto. Nosotros también podríamos obligar a los Mistretta a dar los pasos necesarios en la dirección apropiada para obtener la suma del rescate. Y esos pasos podrían aclararnos muchas cosas.
—No te entiendo.
—Resumo. Esos tipos sabían desde el principio que los Mistretta no podían pagar y sin embargo secuestraron a la chica. ¿Por qué? Porque sabían que los Mistretta, en caso necesario, tenían la posibilidad de conseguir el dinero. ¿Bien hasta aquí?
—Bien.
—Pero no eran los únicos que lo sabían.
—¿No?
—No.
—Y tú ¿cómo lo sabes?
—Fazio me ha informado de dos extrañas llamadas. Dile que te lo cuente.
—¿Y por qué no me ha dicho nada?
—Se le habrá olvidado —mintió Montalbano.
—En resumen, ¿qué se supone que debería hacer yo ahora?
—¿Has informado al juez de esta llamada?
—Todavía no, pero lo haré ahora mismo. —Hizo ademán de descolgar el auricular.
—Espera. Deberías sugerirle que, ahora que los secuestradores han formulado una petición concreta, sería conveniente bloquear los bienes del señor Mistretta y su mujer. E informar de todo ello a la prensa.
—¿Y qué sacamos con eso? Los Mistretta no tienen una lira, lo sabe todo el mundo. Sería algo puramente formal.
—Sería formal si quedara entre tú, yo, el juez y los Mistretta. Tal vez eso del poder de la opinión pública sea una chorrada, pero hay quienes aseguran que tiene importancia. Y la opinión pública empezará a preguntarse si es cierto que los Mistretta saben dónde encontrar el dinero y, en ese caso, por qué no hacen nada por conseguirlo. Quizá los propios secuestradores puedan decir qué es lo que deben hacer los Mistretta. Y algo acabaría por salir a la luz. Porque a primera vista, amigo mío, esto no me parece un simple secuestro.
—Entonces ¿qué es?
—No lo sé. Me recuerda una partida de billar, cuando el jugador busca el apoyo de las bandas para lograr la carambola.