La paciencia de la araña (8 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: La paciencia de la araña
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El muchacho no se dio por vencido.

—¿Qué hay que hacer entonces, según usted?

—Formular simultáneamente otras hipótesis y comprobarlas todas al mismo tiempo sin dar preferencia a ninguna, ni siquiera a la que parezca más probable.

—¿Y usted se las ha formulado?

—Por supuesto.

—¿Puede decirme alguna?

—Bueno, si eso te consuela... Si Susanna tomó aquel sendero, fue porque se había citado con alguien allí, un lugar por donde no pasa casi nadie...

—No es posible.

—¿El qué? ¿Que se hubiera citado con alguien? ¿Crees saberlo todo sobre tu chica? ¿Pondrías la mano en el fuego? Ten en cuenta que no estoy diciendo que se tratara de una cita amorosa. Podría ser por cualquier otro motivo que nosotros desconocemos. Bien, prosigamos. Susanna acude a la cita ignorando que le han tendido una trampa. Llega, apoya el ciclomotor contra el muro, se quita el casco pero no lo suelta porque se trata de una reunión muy breve, se acerca al coche y la secuestran. ¿Te convence?

—Pues no.

—¿Por qué no?

—Porque cuando nos vimos por la tarde, ella me habría hablado de esa cita. De eso estoy seguro, créame.

—Vale. Pero tal vez Susanna no tuvo la posibilidad de avisarte.

—No entiendo.

—¿La acompañaste cuando fue a casa de su amiga?

—No.

—Susanna tenía un móvil que no hemos encontrado, ¿correcto?

—Correcto.

—Pudo haber recibido una llamada mientras se dirigía a casa de su amiga y haber acordado entonces la cita. Y como después ya no os visteis, no tuvo ocasión de decírtelo.

El muchacho lo pensó un poco. Al final lo aceptó.

—No puedo descartarlo.

—Entonces, ¿a qué vienen tantas dudas?

Francesco apoyó la cabeza entre las manos y Montalbano dio otra vuelta de tuerca.

—Pero quizá nos estemos equivocando de medio a medio.

El chico pegó un respingo.

—¿Cómo?

—Sólo estoy diciendo que a lo mejor partimos de una premisa equivocada. Es decir, que Susanna fue por aquel camino.

—¡Pero el ciclomotor estaba allí!

—Eso no significa necesariamente que ella tomara ese sendero desde Vigàta. Te expondré la primera posibilidad que se me ocurre. Susanna sale de casa de su amiga y sigue la ruta de todos los días, la misma que utilizan muchos de los que viven en las casas situadas antes y después del chalet y que termina tres kilómetros más adelante, en una especie de barrio rural de Vigàta, La Cucca creo que se llama. Por allí transitan agricultores y gente que trabaja en Vigàta pero prefiere vivir en el campo. Se conocen todos entre sí y hasta puede que pasen por allí a las mismas horas.

—¿Y eso qué tiene que ver con...?

—Déjame terminar. Los secuestradores llevan algún tiempo siguiendo a Susanna para ver cuánta gente frecuenta el camino a esas horas y cuál es el mejor lugar para actuar. Esa tarde tienen suerte y pueden llevar a cabo su plan en el cruce con el sendero. De alguna manera logran bloquearle el paso a Susanna. Son tres por lo menos. Dos bajan y la obligan a subir al automóvil, que vuelve a ponerse en marcha en dirección a Vigàta. El otro se queda en tierra, coge el ciclomotor y lo deja en un lugar determinado del sendero. Eso explicaría, entre otras cosas, por qué lo encontraron colocado en dirección a Vigàta. Después ese tercero también sube al coche y listo.

Francesco pareció dudar.

—Pero ¿por qué se toman tantas molestias con el ciclomotor? ¿Qué más les da? Su única preocupación es largarse de allí cuanto antes.

—Acabo de decirte que es un camino muy transitado. No podían dejar el ciclomotor allí. Alguien habría podido pensar que se había producido un accidente, o simplemente identificarlo como el ciclomotor de Susanna... En resumen, la alarma se habría disparado de inmediato y ellos no habrían tenido tiempo de esconderse. Y ya que estaban, no les costaba nada llevarlo a un sendero por el que no pasa nadie. Pero se pueden formular otras hipótesis.

—¿Más aún?

—Todas las que quieras. Al fin y al cabo, son simples conjeturas. Pero primero quiero hacerte una pregunta. Me dijiste que algunas veces habías acompañado a Susanna hasta su casa.

—Sí.

—¿La verja solía estar abierta o cerrada?

—Cerrada. Susanna tenía su propia llave.

—Entonces también se puede pensar que cuando Susanna acaba de apoyar el ciclomotor y está sacando la llave para abrir la verja, aparece alguien a quien ella ha visto algunas veces por ese camino. El hombre le suplica que lo acompañe con el ciclomotor al sendero, le cuenta cualquier chorrada, que su mujer se ha sentido indispuesta en el coche mientras se dirigían a Vigàta y ha pedido auxilio por el móvil, que un coche ha atropellado a su hijo... o una historia por el estilo. Susanna no puede negarse, le permite subir, se dirige al sendero y listo. Y en este caso también se explicaría la posición del ciclomotor. O bien... —Montalbano se interrumpió de golpe.

—¿Qué pasa?

—Que ya me he hartado. En realidad no es tan importante averiguar lo que sucedió.

—¿No?

—No. Si lo piensas bien, los detalles que nos parecen esenciales pierden más el perfil y se desenfocan cuanto más los examinamos. Tú, por ejemplo, ¿no habías venido para preguntarme qué había sido del casco de Susanna?

—¿El casco? Ah, sí.

—Pues bien, como has podido ver, cuanto más ahondábamos en nuestros razonamientos, menos importancia le dábamos al casco, hasta el extremo de que ni siquiera hemos hablado de él. El verdadero problema no es el cómo sino el porqué.

Francesco abrió la boca para plantear otra cuestión, pero el ruido de la puerta al golpear contra la pared le pegó tal susto que saltó de la silla.

—Pero ¡qué...! —exclamó.

—Se me ha ido la mano —se disculpó Catarella desde el umbral.

—¿Qué quieres? —preguntó Montalbano.

—Como usted me ha dicho que no quería ninguna molestia de ningún molestador, tengo que hacerle una pregunta.

—Hazla.

—¿El periodista señor Zito pertenece a la categoría de los molestadores o bien a la de los que no?

—No, no molesta. Pásamelo.

Catarella lo hizo.

—Hola, Salvo, soy Nicolò. Perdona, pero quería decirte que acabo de llegar al despacho...

—¿Y a mí qué coño me importan tus horarios de oficina? Díselo a tu jefe.

—Salvo, no es momento para bromas. Acabo de llegar y mi secretaria me ha dicho que... se trata de algo relacionado con el secuestro de esa chica.

—Bueno, dime.

—No; es mejor que vengas.

—Trataré de pasarme en cuanto pueda.

—No, ahora mismo.

Montalbano colgó, se levantó y le tendió la mano a Francesco.

Retelibera, la televisión privada en que trabajaba Nicolò Zito, estaba situada en las afueras de Montelusa. Mientras se dirigía allí en coche, el comisario intuyó lo que su amigo periodista quería revelarle. Y acertó plenamente. Nicolò lo esperaba en la puerta, y en cuanto vio aparecer su coche, se acercó a él. Parecía alterado.

—¿Qué ocurre?

—Esta mañana, nada más llegar al despacho, hemos recibido una llamada anónima. Una voz masculina le preguntó a mi secretaria, que es quien cogió el teléfono, si estábamos equipados para grabar un mensaje, ella contestó que sí y entonces el otro le dijo que lo preparara todo porque volvería a llamar al cabo de cinco minutos. Y así fue.

Entraron en el despacho de Nicolò. Sobre la mesita había una grabadora portátil de tipo profesional. El periodista la puso en marcha y Montalbano escuchó, como había previsto, una copia idéntica de la llamada a casa de los Mistretta, ni una palabra más ni una menos.

—Da impresión. Esa pobre chica... —musitó Zito. Y preguntó—: ¿Los Mistretta la han recibido o esos cornudos quieren que nosotros hagamos de intermediarios?

—Los llamaron ayer por la noche.

Zito lanzó un suspiro de alivio.

—Menos mal. ¿Y por qué crees que nos la han enviado también a nosotros?

—He llegado a la conclusión de que estos tipos quieren dar a conocer a todo el mundo, y no sólo al padre, que la chica está en sus manos. En general los secuestradores tienen más que ganar con el silencio, pero éstos hacen todo lo posible por armar jaleo. Buscan que la voz angustiada de Susanna pidiendo ayuda impresione a la gente.

—¿Por qué?

—Ahí está el quid.

—¿Y qué hago yo ahora?

—Si quieres echarles una mano, emite la llamada.

—Yo no estoy al servicio de unos delincuentes.

—¡Bravo! Me encargaré de hacer grabar esas nobles palabras en tu lápida.

—¡Pero qué cabrón eres! —dijo Zito, agarrándose los cojones.

—Puesto que te declaras un periodista honrado, llama al juez y al jefe superior de policía y entrégales la grabación.

—Así lo haré.

—Te conviene hacerlo enseguida.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Zito mientras marcaba el número de la jefatura superior.

Montalbano no contestó.

—Te espero fuera —dijo levantándose, y salió.

Era una mañana verdaderamente apacible. Soplaba un viento ligero, como empujado por una delicada mano. El comisario encendió un cigarrillo; no había tenido tiempo de terminarlo cuando apareció el periodista.

—Listo.

—¿Qué te han dicho?

—Que no emita nada de nada. Ahora mismo enviarán a un agente para recoger la cinta.

—¿Entramos? —preguntó el comisario.

—¿Quieres hacerme compañía?

—No; quiero ver una cosa.

Cuando entraron en el despacho, Montalbano le pidió a Nicolò que encendiera el televisor y sintonizara el canal de Televigata.

—¿Qué quieres oír de esos cabrones?

—Espera y comprenderás por qué te apremiaba para que llamaras enseguida al jefe superior.

En la pantalla, un texto anunciaba: «Dentro de unos minutos les ofreceremos una edición extraordinaria del telediario.»

—¡Mierda! —dijo Nicolò—. ¡Los han llamado también a ellos! ¡Y esos grandísimos maricones van a pasar la cinta!

—¿No te lo esperabas?

—No. ¡Y tú has hecho que pierda la noticia!

—¿Vas a echarte atrás ahora? ¡Decídete! ¿Eres un periodista honrado o no?

—Muy honrado, ¡pero perder una noticia de este tipo es muy duro!

El texto se desvaneció, salió el logotipo del noticiario y, sin más, surgió el rostro del geólogo Mistretta. Era la repetición del llamamiento que había hecho al día siguiente del secuestro. Luego apareció un periodista.

«Hemos vuelto a mostrarles el llamamiento del padre de Susanna por una razón muy concreta. A continuación les ofreceremos un documento terrible que hemos recibido esta mañana en nuestra redacción.»

Sobre unas imágenes del chalet se oyó la misma grabación que los secuestradores habían facilitado a Retelibera, y después enfocaron la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.

«En primer lugar quiero decirles que en la redacción nos hemos debatido dramáticamente en la duda antes de llegar a la decisión de emitir la llamada que acaban ustedes de escuchar. La voz angustiada de Susanna Mistretta es algo que difícilmente puede soportar nuestra conciencia de hombres que viven en una sociedad civilizada. Pero ha prevalecido el derecho a la información. El público tiene el sagrado derecho de saber, y nosotros los periodistas tenemos el sagrado deber de respetar ese derecho. De lo contrario, no podríamos llamarnos periodistas al servicio público. Antes de la llamada hemos puesto el desesperado llamamiento del padre. Los secuestradores no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de que su petición de rescate está destinada a caer en el vacío, debido a la comprobada precaria situación económica de la familia Mistretta. En esta trágica circunstancia, nuestra esperanza está depositada en las fuerzas del orden, y de manera especial en el
dottor
Minutolo, hombre de gran experiencia a quien deseamos ardientemente un rápido éxito.»

A continuación volvió a salir el primer periodista, que dijo:

«Esta edición extraordinaria será emitida cada hora.»

Y aquí paz y después gloria: acto seguido dieron paso a un programa de música rock.

Montalbano no dejaba de asombrarse de los criterios que regían en la televisión. Por ejemplo, te mostraban las imágenes de un terremoto con millares de muertos, pueblos enteros desaparecidos, niños heridos y llorando, cadáveres despedazados, e inmediatamente después anunciaban: «¡Y ahora tenemos aquí unas preciosas secuencias del carnaval de Río!» Carrozas multicolores, alegría, samba, culos.

—¡Maldito hijo de puta! —exclamó Zito con el rostro enrojecido de rabia, y le soltó una patada a una silla.

—Espera y verás cómo le arreglo yo las cuentas a ése —dijo Montalbano.

Marcó a toda prisa un número de teléfono y aguardó con el auricular pegado al oído.

—¿Oiga? Soy Montalbano. Con el señor jefe superior, por favor. Sí, gracias, espero... ¿Señor jefe superior? Buenos días. Perdone que lo moleste, estoy en Retelibera. Sí, ya sé que el periodista Zito acaba de llamarlo. Claro, es un ciudadano que ha cumplido con su deber. Ha antepuesto a sus intereses de periodista... Por supuesto, se lo diré. Verá, quería informarle, señor jefe superior, de que mientras yo estaba aquí se ha recibido otra llamada anónima.

Nicolò lo miró perplejo y formó una alcachofa juntando la yema de los dedos, como preguntando: «Pero ¿qué dices?»

—La misma voz de antes —continuó Montalbano al teléfono— ha dicho que se prepararan para grabar un mensaje. Pero el caso es que cuando han llamado al cabo de cinco minutos, la comunicación tenía muchas interferencias y no se entendía nada, y además la grabadora no ha funcionado.

—Pero ¿qué coño te estás inventando? —musitó Nicolò.

—Sí, señor jefe superior, yo me quedaré aquí a la espera de que vuelvan a intentarlo. ¿Cómo dice? ¿Que Televigata acaba de emitir la llamada? ¡No es posible! ¿Y que han repetido el llamamiento del padre? No sabía nada. ¡Pero eso, con todos mis respetos, es inaudito! Deberían haber entregado la grabación a las autoridades, como ha hecho el periodista Zito ¿Dice que el juez está estudiando las medidas a adoptar? ¡Bien! ¡Muy bien! Ah, señor jefe superior, tengo una sospecha. Pero es sólo una sospecha, que conste. Si han llamado otra vez a Retelibera, seguro que habrán llamado también a Televigata. Y puede que ellos hayan tenido más suerte y hayan conseguido grabar el segundo mensaje... que sin duda negarán haber recibido, pues querrán jugar la carta cuando lo consideren oportuno... Un juego muy sucio, como bien dice usted... Nada más lejos de mi intención que atreverme a sugerirle nada a un hombre de su experiencia, pero creo que un exhaustivo registro en las oficinas de Televigata podría revelar... sí... sí... Mis respetos, señor jefe superior.

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