La piel de zapa (16 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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»!Qué fascinaciones! ¡Cuántas veces he permanecido en éxtasis inefable, dedicado a «contemplarla»! ¿Dichoso de qué? Lo ignoro. En tales momentos, si su rostro estaba inundado de luz, se operaba en él no sé qué fenómeno que le hacía resplandecer. El imperceptible vello que dora su piel delicada y fina, dibujaba suavemente sus contornos con la gracia que admiramos en las líneas lejanas del horizonte, cuando se confunden con el sol. Parecía que sus fulgores la acariciaban, uniéndose a ella, o que de su radiante rostro emanaba una luz más viva que la luz misma: luego se velaba la dulce fisonomía, produciéndose en ella una especie de tornasol, que variaba sus expresiones, al cambiar las tintas. A veces, parecía dibujarse un pensamiento en su frente alabastrina; sus ojos bermejeaban, sus párpados vacilaban, sus facciones ondulaban, agitadas por una sonrisa, el coral de sus labios se animaba, se desplegaba, se replegaba; un extraño reflejo de sus cabellos esparcía tonos obscuros sobre las tersas sienes.

»A cada accidente había hablado. Cada matiz de belleza proporcionaba nuevo solaz a mis ojos, revelaba encantos desconocidos a mi corazón. En todas esas fases de su rostro, pretendía yo leer un sentimiento, una esperanza. Aquellos discursos mudos penetraban de alma a alma, como un sonido en el eco, prodigándome fugaces alegrías, que me dejaban profundas impresiones. Su voz me causaba un delirio, que apenas acertaba a reprimir. A semejanza de cierto príncipe de Lorena, hubiera podido soportar un ascua en la palma de la mano, mientras acariciaran mi cabeza sus nerviosos dedos. No era ya una admiración, un deseo, sino un hechizo, una fatalidad.

»En ocasiones, ya de vuelta en mi albergue, veía indistintamente a Fedora en su casa y participaba vagamente de su vida. Si ella se sentía indispuesta, experimentaba yo análogo desasosiego y le preguntaba al día siguiente:

»—¿Está usted mejor?

»¡Cuántas veces se me ha aparecido en el silencio de la noche, evocada por el poder de mi éxtasis! Ya surgía súbitamente, como destello luminoso que brota, derrocando mi pluma, ahuyentando a la ciencia y al estudio que huían desolados, y obligándome a admirarla en la misma actitud provocativa en que la había visto poco antes: ya salía yo mismo a su encuentro, en el mundo de las apariciones, saludándola como una esperanza y demandándola que me hiciera oír su voz argentina para despertarme llorando. Cierto día después de haberme prometido ir al teatro conmigo., se negó caprichosamente a salir y me rogó que la dejara sola. Desesperado ante semejante contradicción, que me costaba un día de trabajo y, ¿por qué no decirlo? mi último escudo, asistí a la representación que tanto deseo mostró de ver. Apenas instalado en mi localidad, recibí una descarga eléctrica en el corazón y oí una voz que me decía:

»—¡Ahí está!

»Al volverme, vi a la condesa en el fondo de su platea, oculta en la penumbra. La mirada no vaciló, mis ojos la encontraron desde luego con pasmosa clarividencia, mi alma voló hacia su vida como un insecto vuela hacia su flor. ¿Por qué fueron advertidos mis sentidos? Hay estremecimientos íntimos que pueden sorprender a las gentes superficiales, pero estos efectos de nuestra naturaleza interior, son tan sencillos como los fenómenos habituales de nuestra visión exterior. Así, pues, no mostré asombro, sino enojo. Mis estudios acerca de nuestro dominio moral, tan escasamente conocido, servían al menos para descubrirme, en mi pasión, algunas pruebas palpables de mi tesis. Este maridaje del erudito y del enamorado, de una verdadera idolatría y de un amor especulativo, tenía bastante de extraño. La ciencia gustaba frecuentemente de lo que desesperaba al amante, y, cuando creía triunfar, el amante arrojaba gozoso lejos de sí a la ciencia.

»Fedora me vio y se puso seria: la molestaba.

»Al primer entreacto, fui a visitarla. Estaba sola y me quedé. Aunque jamás habíamos hablado de amor, presentí una explicación. Yo no le había revelado aún mi secreto, y, sin embargo existía entre nosotros una especie de expectativa. Ella me confiaba sus proyectos recreativos, y me preguntaba la víspera con cierta inquietud amistosa, si volvería al día siguiente: me consultaba con la mirada, cuando decía una frase ingeniosa, como si con ella se propusiera complacerme exclusivamente; si me disgustaba, se mostraba cariñosa; si se fingía enfadada, tenía, en cierto modo el derecho de interrogarla; si yo cometía una falta, dejaba que la suplicara insistentemente, antes de perdonarla. Estas querellas, a las que habíamos cobrado afición estaban impregnadas de amor. ¡Eran tales la gracia y la coquetería desplegadas por ella y tanto el placer que a mí me producían! En aquel momento, quedó absolutamente en suspenso nuestra intimidad, permaneciendo ambos frente a frente, como dos extraños. El aspecto de la condesa era glacial; yo recelaba una catástrofe.

»—¡Acompáñeme usted! —me dijo, al terminar el acto.

»El tiempo había cambiado súbitamente. Cuando salimos, caía una nevada mezclada con lluvia. El carruaje de Fedora no pudo llegar a la puerta del vestíbulo. Al ver una dama tan bien vestida, obligada a cruzar la calle, un recadero extendió su paraguas sobre nuestras cabezas, reclamando el precio de su servicio al ocupar el vehículo. Yo no tenía un solo céntimo. Hubiera dado diez años de mi vida por poseer unas monedas de cobre. Todas las vanidades humanas fueron anuladas en mí por un dolor infernal.

»—No llevo suelto —le dije con acritud, aparentando que la causa de mi dureza era la pasión contrariada.

»¡Hablar en semejante tono yo, hermano de aquel hombre, que tan bien conocía la desgracia! ¡yo, que en otro tiempo había dado setecientos mil francos con tanta facilidad! El lacayo apartó al recadero, y los caballos partieron al trote. En el camino de su casa, Fedora, distraída o afectando preocupación, respondió con desdeñosos monosílabos a mis preguntas. Acabé por guardar silencio. El rato fue horrible. Llegados a su casa, nos sentamos ante la chimenea. Cuando el criado se retiró, después de atizar el fuego, la condesa se volvió hacia mí con expresión indefinible y me dijo con cierta solemnidad:

»—Desde mi regreso a Francia, son varios los jóvenes a quienes ha tentado mi fortuna. He recibido declaraciones amorosas que hubieran podido halagar mi orgullo, he dado con hombres cuyo afecto era tan sincero y tan profundo, que no habrían vacilado en darme su mano, aun cuando no hubieran encontrado en mí más que a la modesta muchacha de otro tiempo. En resumen; sepa usted, señor Valentín, que se me han ofrecido nuevas riquezas y títulos nuevos; pero cónstele también que jamás he vuelto a ver a las personas que han tenido la mala inspiración de hablarme de amor. Si el afecto que le profeso fuera ligero, no le haría una advertencia, en la que entra por más la amistad que el orgullo. Una mujer se expone a recibir una especie de afrenta, cuando, suponiéndose amada, rechaza por anticipado un sentimiento siempre lisonjero. Conozco las escenas de Arsinoé y de Araminta, y estoy familiarizada con cuanto se me puede explicar en análogas circunstancias; pero hoy espero que no me juzgará mal un hombre superior, por haberle mostrado francamente mi alma.

»Al decir esto, se expresaba con la tranquilidad de un abogado, de un notario, que exponen a sus clientes las pruebas de un proceso o las cláusulas de un contrato. El timbre claro y seductor de su voz no acusaba la menor emoción; únicamente su fisonomía y su actitud, siempre nobles y correctas, me parecieron tener una frialdad, una sequedad diplomáticas.

»Había meditado indudablemente sus palabras y preparado el programa de la escena. ¡Ay! ¡amigo mío! ¡cuándo ciertas mujeres se complacen en desgarrarnos el corazón, cuando se han prometido hundir en él un puñal y removerlo en la herida, esas mujeres son adorables; aman o quieren ser amadas! Día llegará en que nos recompensarán de nuestros dolores, como Dios debe, según dicen, remunerar nuestras buenas obras, y nos devolverán en placeres el céntuplo del mal cuya violencia saben apreciar. Al fin, su maldad está llena de pasión. Pero, ¿no es un suplicio atroz, el de ser torturado por una mujer, que nos mata con indiferencia? En aquel momento, Fedora pisoteaba, sin saberlo, todas mis esperanzas, destrozaba mi vida y destruía mi porvenir, con la fría indiferencia y la inocente crueldad de un niño que, por curiosidad, arranca las alas a una mariposa.

»—Confío —añadió Fedora— en que más adelante reconocerá usted la solidez del afecto que brindo a mis amigos. Siempre me encontrará buena y leal para ellos. Sería capaz de sacrificarles mi vida, pero me despreciaría usted si soportase su amor sin corresponderle. No llego a tanto. Es usted el único hombre a quien he dicho estas últimas palabras.

»No supe qué contestar de momento, logrando a duras penas dominar el huracán que se desencadenaba en mi interior; pero no tardé en encerrar mis sensaciones en el fondo de mi alma, y contesté sonriendo:

»—Si declaro a usted que la amo, me expulsará; si me acuso de indiferencia, me castigará. Los sacerdotes, los magistrados y las mujeres, no se despojan nunca por completo de sus túnicas. El silencio no prejuzga nada; permita usted, pues, señora, que me calle. Para haberme dirigido tan fraternales advertencias, es preciso que haya usted temido perderme, y esta idea podría satisfacer mi orgullo. Pero no personalicemos. Es usted quizá la única mujer con quien se puede discutir filosóficamente una resolución tan contraria a las leyes de la naturaleza: en relación con los demás seres de su especie, es usted un fenómeno. Pues bien; indaguemos juntos, de buena fe, la causa de esta anomalía psicológica. ¿Existe en usted, como en muchas mujeres orgullosas de sí mismas, prendadas de sus perfecciones, un sentimiento de refinado egoísmo que rechaza con horror la idea de pertenecer a un hombre, de abdicar de su voluntad, para quedar sometida a una superioridad convencional que la ofende? En ese caso, me parecería usted mil veces más adorable. ¿Es que ha sido usted maltratada por el amor, la primera vez que le sintió? ¿O quizá que el valor que debe usted conceder a la elegancia de su talle, a su delicioso busto, la hace temer los estragos de la maternidad? ¿No será éste uno de sus más poderosos motivos secretos para rehusar un verdadero cariño? ¿Acaso tiene usted imperfecciones que la obliguen a ser virtuosa por fuerza? ¡Cuidado! ¡no-se enfade usted! Discuto, estudio, estoy a mil leguas de la pasión. La Naturaleza, que hace ciegos de nacimiento, puede muy bien crear mujeres sordas, mudas y ciegas en amor. ¡Realmente, es usted un ejemplar precioso para la observación médica! ¡no sabe usted todo lo que vale! Por supuesto, su aversión a los hombres es muy legítima: estamos conformes en que todos son feos y antipáticos. ¡Sí! —añadí, sintiendo que mi corazón se oprimía—, tiene usted razón. ¡Debe despreciarnos a todos, no existe hombre que sea digno de usted!

»—No te diré todos los sarcasmos de que la hice blanco, medio en serio, medio en broma. Pues bien; ni las más aceradas frases, ni las más punzantes ironías consiguieron arrancarla un movimiento ni un gesto de despecho. Me escuchó conservando en sus labios, en sus ojos, su acostumbrada sonrisa; esa sonrisa que viene a ser el invariable ropaje de que se reviste ante amigos, conocidos y extraños.

»—Creo que no cabe mayor complacencia —replicó, aprovechando un instante en que yo la contemplaba en silencio—, que la de permitir esa especie de disección de anfiteatro anatómico. Pero ya lo ve usted —continuó riendo—, en punto a amistad, prescindo de necias susceptibilidades. ¡Cuántas mujeres castigarían su impertinencia cerrándole las puertas de su casa!

»—Está usted en el derecho de arrojarme de la suya, sin explicarme los motivos de su severidad —objeté, sintiéndome dispuesto a matarla, si me hubiera despedido.

»—¡Está usted loco! —exclamó ella, con su eterna sonrisa—. ¿Ha pensado usted alguna vez le pregunté en los efectos de un amor violento? Se han dado varios casos de que un hombre desesperado asesine a su amada.

»—Más vale morir que vivir desgraciada —contestó ella con frialdad—. A lo mejor, llega un día en que ese hombre tan apasionado abandona a su mujer, de la noche a la mañana, dejándola en la indigencia, después de haberse comido su fortuna.

»Semejante cálculo me aturdió. Vi claramente un abismo entre aquella mujer y yo. No era posible que nos comprendiéramos.

»—¡Adiós! —le dije con sequedad.

»—¡Adiós! —me contestó, inclinando la cabeza en ademán amistoso—. Hasta mañana.

»La contemplé unos instantes, enviándola, envuelto en la mirada, todo el amor a que renunciaba. Ella permaneció en pie, lanzándome su sonrisa trivial, la detestable sonrisa de estatua de mármol, que parecía expresar el amor, pero sin fuego. Ya comprenderás los dolores que me asaltaron al volver a mi casa entre la lluvia y la nieve, caminando sobre el resbaladizo pavimento de los muelles, durante una hora, después de haberlo perdido todo. ¡Oh! ¡saber que ella no pensaba siquiera en mi penuria, que me creía bien acomodado y muellemente conducido en carruaje! ¡Cuántas ruinas y decepciones! No se trataba ya de dinero, sino de todas las fortunas de mi alma. Marchaba al azar, discutiendo conmigo mismo las palabras de aquel extraño diálogo y perdiéndome de tal modo en mis comentarios, que acabé por dudar del valor nominal de los vocablos y de las ideas. Y seguía amando a aquella mujer de hielo, cuyo corazón deseaba ser conquistado a cada momento, y que, borrando siempre las promesas de la víspera, se presentaba al día siguiente como nueva pretendida.

»Al doblar los postigos del Instituto, me acometió un movimiento febril. En aquel momento, me acordé de que estaba en ayunas. Para colmo de desdichas, la lluvia deformaba mi sombrero. ¿Cómo abordar, en lo sucesivo a una mujer elegante, y presentarme en una reunión, sin un sombrero decoroso? Merced a mis solícitos cuidados y maldiciendo la estúpida y ridícula moda que nos condena a exhibir el forro de nuestros sombreros, teniéndolos constantemente en la mano, había logrado mantener el mío, hasta entonces en un estado dudoso. Sin ser flamante, tampoco era un desecho, y podía pasar por el sombrero de un hombre aprovechado; pero su existencia artificial llegaba a su último período; estaba deslucido, deteriorado, agotado, era un verdadero guiñapo, digno representante de su dueño. Por falta de unas monedas, perdía mi industriosa elegancia. ¡Cuántos sacrificios ignorados tributé a Fedora, en el transcurso de tres meses!

»Con frecuencia, consagraba el pan de una semana para ir a verla un momento. Abandonar mis trabajos y ayunar, no significaba nada; pero cruzar las calles de París sin salpicarse de lodo, correr para evitar la lluvia, llegar a su casa tan acicalado como los fatuos que la rodeaban ¡ah! eso, para un poeta enamorado y distraído, era tarea plagada de dificultades. ¡Mi dicha, mi amor, dependían de una mota de fango en mi único chaleco blanco! ¡Renunciar a verla si me manchaba, si me mojaba! ¡No disponer de unos cuantos céntimos, para que un limpiabotas charolara mi calzado!

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