»Intentar desviarme de la ruta uniforme trazada por mi padre, habría sido exponerme a su cólera. Amenazado con embarcarme para las Antillas, en calidad de grumete, a la primera falta, me estremecía si, por casualidad, osaba aventurarme un par de horas en una partida de placer. Figúrate la imaginación más vagabunda, el corazón más enamorado, el alma más tierna, el espíritu más poético, en presencia constante del hombre más quisquilloso, más atrabiliario, más frío del mundo; casa, en fin, a una doncella con un esqueleto, y comprenderás la existencia cuyas curiosas escenas no puedo prescindir de referirte; proyectos de fuga, desvanecidos a la vista de mi padre: desesperaciones calmadas por el sueño, deseos reprimidos, ideas melancólicas disipadas por la música. Ahuyentaba mis desventuras con melodías. Beethoven y Mozart fueron, con gran frecuencia, mis discretos confidentes.
»Hoy, me sonrío al recordar todos los prejuicios que perturbaban mi conciencia, en aquella época de inocencia y de virtud. Me habría creído arruinado, con sólo pisar los umbrales de una fonda; mi imaginación me hacía considerar a un café como un lugar de libertinaje, en el que los hombres mancillaban su honor y comprometían su fortuna; en cuanto a arriesgar dinero en el juego, hubiera precisado tenerlo. Aun cuando provoque tu sueño, quiero contarte una de las más terribles alegrías de mi vida, una de esas alegrías armadas de garras aceradas que se hunden en nuestro corazón, como el hierro candente en el hombro de un galeote.
»El duque de Navarreins, primo de mi padre, dio un baile, al cual nos invitó. Pero, para que puedas hacerte cargo exacto de mi posición, te diré que llevaba un frac raído, unos zapatos deformados, una corbata de cochero y unos guantes bastante usados. Me instalé en un rincón, a fin de poder tomar helados a mis anchas y contemplar caras bonitas. Mi padre me vio. Por motivos que jamás he acertado a comprender, a tal punto me dejó atónito aquel rasgo de confianza, me dio a guardar su bolsa y sus llaves. A diez pasos de mí, jugaban unos cuantos hombres. Desde donde yo estaba, se percibía el tintineo de las monedas de oro.
»Tenía entonces veinte años, y anhelaba pasar un día entero entregado a los pecadillos propios de mi edad. Era un libertinaje espiritual, cuyas analogías no había que buscar, ni en los caprichos de la cortesana, ni en los ensueños de la doncella. Hacía un año que me imaginaba bien vestido, en carruaje, con una hermosa mujer a mi lado, dándome vida de gran señor, comiendo en casa de Very, yendo al teatro por la noche, decidido a no volver a casa de mi padre hasta el día siguiente, pero prevenido contra sus furores de una aventura más complicada que «Las bodas de Fígaro» y de la cual no hubiera podido desenredarme.
»Yo había calculado, para todo ello, un presupuesto de cincuenta escudos. ¿No era esto una reminiscencia de los sabrosos «novillos» escolares? Me retiré, pues, a un gabinetito, donde, a solas, con las pupilas empañadas y los dedos temblorosos, conté el dinero de mi padre: ¡cien escudos! Evocados por esta suma, aparecieron a mi vista, los goces de mi escapatoria, danzando como las brujas de Macbeth en torno de su caldera, pero incitantes, atractivos, deliciosos. Me convertí en un pillo consumado. Prescindiendo de los zumbidos de mis oídos y de los precipitados latidos de mi corazón, tomé dos monedas de veinte francos, que todavía me parece ver ahora: tenían borrosa la inscripción y estampado el cuño de Bonaparte. Después de guardar nuevamente la bolsa, me acerqué a una mesa de juego, oprimiendo nerviosamente las dos monedas de oro en la húmeda palma de mi mano y dando vueltas alrededor de los jugadores, como gavilán sobre un gallinero. Presa de angustias indescriptibles, lancé una rápida y penetrante ojeada circular. Seguro de no ser visto por nadie que me conociera, aposté a favor de un hombrecillo rechoncho y jovial, sobre cuya cabeza acumulé más plegarias y votos de los que pueden hacerse en el mar durante tres tormentas. Luego, con un instinto de perversión o de maquiavelismo, sorprendente a mi edad, me situé de plantón junto a una puerta, explorando a través de los salones, sin observar nada sospechoso. Mi alma y mis ojos revoloteaban en torno del fatal tapete verde.
»De aquella noche data la primera observación fisiológica, a la que debo esta especie de penetración que me ha permitido sorprender algunos misterios de nuestra doble naturaleza. Me hallaba de espalda a la mesa en que se disputaba mi futura dicha, dicha quizá tanto más intensa, en cuanto que era criminal.
»Entre los jugadores y yo había una barrera humana, formada por cuatro o cinco hileras de comentaristas; el murmullo de sus voces impedía distinguir el sonido del oro, mezclado con los acordes de la orquesta. A pesar de todos estos obstáculos, por un privilegio concedido a las pasiones, que les otorga la facultad de anular el espacio y el tiempo, percibía con toda claridad las palabras de ambos jugadores, conocí sus puntos, sabía cuál de los dos volvía el rey, como si les viera las cartas; en resumen, a diez pasos de la mesa, me hacían palidecer las alternativas del juego. Mi padre pasó de pronto por delante de mí, y entonces comprendí aquella frase de la Escritura: «El espíritu de Dios pasó ante su faz».
»¡Había ganado! A través del torbellino de hombres que gravitaba en torno de los jugadores, corrí a la mesa, deslizándome con la suavidad de una anguila que se escapa por la malla rota de una red. El júbilo hizo desaparecer la, dolorosa tensión de mis nervios. Estaba como un reo, que al marchar hacia el cadalso tropieza con el rey. Por un desdichado azar, un sujeto condecorado reclamó cuarenta francos que faltaban. Todas las miradas se clavaron en mí con recelo, produciéndome violentos escalofríos, que inundaron mi frente de sudor. El robo a mi padre, había recibido la sanción adecuada. Pero el hombrecillo rechoncho declaró, en tono verdaderamente angelical:
»—Todos esos señores habían hecho postura.
»Y pagó los cuarenta francos. Yo levanté la cabeza y lancé miradas de triunfo a los jugadores. Después de reintegrar el oro substraído, a la bolsa de mi padre, arriesgué la ganancia en favor del correcto y honrado caballero, que siguió ganando.
»Cuando mi vi dueño de ciento sesenta francos, los anudé en mi pañuelo, de modo que no se cayeran ni sonaran durante el regreso al hogar paterno, y no jugué más.
»—¿Qué hacías en la sala de juego? —me preguntó mi padre, al subir al carruaje.
»—Miraba cómo jugaban —contesté temblando.
»—No habría tenido nada de particular —replicó mi padre que te hubieras visto comprometido a exponer una puesta en alguna jugada. A los ojos de la sociedad, aparentas edad suficiente para tener el derecho de cometer tonterías. Así, pues, te disculparía, si hubieras echado mano de mi dinero…
»No contesté nada. Una vez en casa, devolví a mi padre sus llaves y su bolsillo. Al entrar en su habitación, vació la bolsa sobre la repisa de la chimenea, contó el dinero se volvió hacia mí con gran afabilidad, y me dijo, intercalando entre frase y frase pausas más o menos largas y significativas:
»—Hijo mío, pronto cumplirás veinte años. Estoy contento de ti. Necesitas una asignación, siquiera sea para que aprendas a economizar, a conocer las cosas de la vida. Desde hoy, te daré cien francos mensuales. Dispondrás de tu dinero como te plazca. Aquí tienes el primer trimestre de este año —añadió, acariciando una pila de oro, como para verificar la suma.
»Confieso que estuve a punto de postrarme a sus plantas, de declararle que era un bribón, un infame… y lo que era peor, un embustero; pero la vergüenza me contuvo. Fui a abrazarle y me rechazó suavemente.
»—Ahora, hijo mío —añadió—, ya eres un hombre. Lo que hago es una cosa natural y justa, que no debes agradecerme. Si tengo algún derecho a tu gratitud —siguió diciendo, en tono cariñoso, pero lleno de dignidad—, será tan sólo por haber preservado tu juventud de las asechanzas que amenazan a todos los muchachos aquí en París. En adelante, seremos dos amigos. Dentro de un año, serás doctor en Derecho. Aunque no sin algunos disgustos y sin ciertas privaciones, has adquirido conocimientos sólidos y amor al trabajo, tan indispensables a los hombres llamados a manejar negocios. Aprende a conocerme, Rafael. No trato de hacer de ti un abogado, ni un notario, sino un hombre de Estado, que pueda ser la gloria de nuestra modesta casa. ¡Hasta mañana! —terminó, despidiéndome con un gesto misterioso.
»A partir de aquel día, mi padre me inició francamente en sus proyectos. Yo era hijo único, y huérfano de madre hacía diez años. En época anterior, mi padre, jefe de una casa señorial casi olvidada de Auvernia, poco lisonjeado con labrar el terruño, espada al cinto, vino a París a luchar con el diablo. Dotado de esa sutileza que hace tan superiores a los hombres del Mediodía de Francia, cuando va acompañada de energía, consiguió, con escaso apoyo, ocupar una posición en el centro mismo del poder.
»La Revolución dio al traste con su fortuna; pero, casado con una heredera de rancia nobleza, vio llegado, con el Imperio, el momento de restituir a nuestra familia su antiguo esplendor. La Restauración, que devolvió a mi madre bienes considerables, arruinó a mi padre. Habiendo comprado, en otro tiempo, varias tierras donadas por el emperador a sus generales y situadas en país extranjero, cuestionaba desde hacía diez años con liquidadores y diplomáticos, con tribunales prusianos y bávaros, para continuar en la discutida posesión de aquellas desdichadas propiedades. Mi padre me lanzó en el laberinto inextricable de aquel vasto proceso, del que dependía nuestro porvenir: Podíamos ser condenados a restituir las rentas percibidas, así como el valor de ciertas talas de bosques, efectuadas de 1814 a 1816; en ese caso, la hacienda de mi madre apenas bastaría para salvar el honor de nuestro apellido.
»Así, pues, el día en que mi padre pareció emanciparme relativamente, caí bajo el más odioso de los yugos. Hube de librar verdaderas campañas, trabajar día y noche, entrevistarme con estadistas, tratar de torcer su conciencia, intentar interesarles en nuestro asunto, seducir al personaje, a su esposa, a sus criados, a sus perros y ocultar mi penoso cometido bajo formas elegantes y frase amena.
»Entonces comprendí todos los sinsabores, cuyas huellas ajaban el rostro de mi padre. Durante cosa de un año, llevó aparentemente la vida de un hombre de mundo; pero aquel ajetreo y mi solicitud por relacionarme con parientes influyentes o con personas que pudieran sernos útiles, constituían una tarea ímproba. Mis diversiones seguían siendo los legajos y mis conversaciones alegatos.
»Hasta entonces, había sido virtuoso por la imposibilidad de dar rienda suelta a mis pasiones juveniles; luego, temeroso de causar la ruina de mi padre, o la mía, por una negligencia, me convertí en mi propio déspota y no me atreví a permitirme un placer ni un dispendio.
»Cuando somos jóvenes, cuando la falta de contacto con hombres y cosas conserva esa delicada flor de sentimiento, esa lozanía de ideas, esa pureza de conciencia que nos impide transigir con el mal, sentimos vivamente nuestros deberes; el honor se impone a todo; somos francos y sin doblez. Así era yo entonces y quise justificar la confianza de mi padre. Poco antes, le hubiera hurtado con fruición una mezquina cantidad; pero al ayudarle a soportar el fardo de sus negocios, de su nombre, de su casa, le habría dado secretamente mis bienes y mis esperanzas, como le sacrificaba mis placeres, ¡y bien gustoso! Así, cuando el señor de Villèle exhumó, expresamente contra nosotros, un decreto imperial en materia de prescripciones, que acarreó nuestra ruina, cedí en venta mis propiedades, sin conservar más que un islote sin valor, situado en medio del Loira, en el cual se hallaba el sepulcro de mi madre. Hoy, quizá no me faltarían argumentos, subterfugios, disquisiciones filosóficas, filantrópicas y políticas, para dispensarme de hacer lo que mi defensor calificó de disparate.
»Pero a los veintiún años, lo repito, somos todo generosidad, todo vehemencia, todo amor. Las lágrimas que vi en los ojos de mi padre fueron entonces para mí la más hermosa de las fortunas, y el recuerdo de aquellas lágrimas me ha consolado muchas veces en la miseria. Diez meses después de haber pagado a sus acreedores, mi padre murió de pesadumbre. Me adoraba y me había arruinado; esta idea le mató.
»A los veintidós años de mi edad y al finalizar el otoño de 1825, asistí, completamente solo, al entierro de mi amigo predilecto, de mi padre. Pocos jóvenes se han visto, como yo, a solas con sus pensamientos, escoltando a una carroza mortuoria, perdidos en París, sin porvenir, sin fortuna. Los huérfanos recogidos por la caridad pública cuentan, al menos, con la protección y el amparo oficiales y con el albergue de un hospicio. ¡Yo era un desheredado! A los tres meses, me fueron entregados judicialmente mil ciento doce francos, producto neto y líquido de la sucesión paterna. Los acreedores me habían obligado a vender nuestro mobiliario. Acostumbrado desde mi niñez a dar gran valor a los objetos de lujo que me rodeaban, no pude menos de manifestar cierta sorpresa a la vista del exiguo saldo.
»—¡Oh! —me dijo el funcionario judicial—, ¡todo era muy «
rococó
»!
»¡Terrible palabra, que marchitaba mis veneraciones infantiles y arrebataba mis primeras ilusiones, las más caras de todas! Mi fortuna se resumía en un inventario, mi porvenir se encerraba en un taleguillo, que contenía mil ciento doce francos, y la sociedad se me presentaba en la persona de un curial de baja estofa, que me hablaba con el sombrero calado. Un antiguo criado que me idolatraba, y a quien mi madre legó en su testamento cuatrocientos francos de renta vitalicia, el buen Jonatás, me dijo, al abandonar la casa de la que tantas veces había salido alegremente, en carruaje, durante mi infancia:
»—Economice usted todo lo posible, señorito Rafael!
»Y rompió a llorar el pobre hombre.
»Tales son, mí querido Emilio, los acontecimientos que avasallaron mi destino, modificaron mi alma y me colocaron, siendo todavía un muchacho, en la más resbaladiza de las situaciones sociales —prosiguió diciendo Rafael, después de una ligera pausa—. Ciertos vínculos de familia, aunque débiles, me unían a varias casas, cuyo acceso me hubiera vedado el orgullo, si el desprecio y la indiferencia no me hubiesen cerrado ya sus puertas.
»Aunque emparentado con personas muy influyentes y pródigas de su protección para los extraños, yo carecía de parientes y de protectores. Incesantemente retenida en sus expansiones, mi alma se replegó en sí misma. Lleno de franqueza y de naturalidad, había de mostrarme frío y disimulado. El despotismo de mi padre me había quitado toda confianza en mí; era tímido y torpe, no creía que mi voz pudiera ejercer el menor dominio, me aburría de mi mismo, me encontraba repulsivo y antipático y me avergonzaba de mirar a nadie.