La piel de zapa (15 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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»Las últimas frases me hicieron suponer que Rastignac tenía gana de bromear y de picar mi curiosidad, de tal suerte, que mi pasión improvisada había llegado al paroxismo cuando nos detuvimos ante un peristilo adornado de flores.

»Al ascender la amplia escalera alfombrada, en la que observé todos los refinamientos de la comodidad inglesa, sentí palpitar mi corazón; me sonrojé; desmentí mi origen, mis sentimientos, mi altivez, para quedar convertido en un atónito burgués. ¡Salía de un desván, después de tres años de penuria, sin saber aún sobreponer a las bagatelas de la vida esos tesoros adquiridos, esos inmensos caudales intelectuales, que nos enriquecen en un momento, cuando el poder cae en nuestras manos, sin abrumarnos, porque el estudio nos ha preparado anticipadamente para las luchas políticas!

»Desde la puerta, vi una mujer de unos veintidós años, de regular estatura, vestida de blanco, rodeada por un círculo de hombres, tendida, más bien que sentada, en una otomana, y con un abanico de plumas en la mano. Al ver entrar a Rastignac, se levantó, salió a nuestro encuentro, sonrió graciosamente y me dirigió, en tono melodioso, un cumplido indudablemente dispuesto de antemano. Nuestro amigo me había anunciado como hombre de talento, y su destreza, su énfasis gascón, me proporcionaron una cordial acogida. Fui objeto de atenciones especiales, que me confundieron; pero, afortunadamente, Rastignac había hecho la apología de mi modestia. Allí encontré literatos, eruditos, ex ministros, pares de Francia. La conversación prosiguió su curso, detenido durante un rato a mi llegada, y sintiendo la necesidad de mantener mi reputación, procuré tranquilizarme. Luego, sin abusar de la palabra, cuando me fue concedida, traté de resumir las discusiones en conceptos más o menos incisivos, profundos o ingeniosos. Produje cierta sensación. Por milésima vez en su vida, Rastignac fue profeta.

»Cuando hubo suficiente concurrencia para que cada cual recobrara su libertad, mi introductor me dio el brazo y recorrimos los aposentos.

»—No te entusiasmes demasiado con la princesa —me aconsejó—, porque adivinaría el motivo de tu visita.

»Los salones estaban amueblados con exquisito gusto, pendiendo de las paredes cuadros de reconocido mérito. Cada estancia tenía, como en las más opulentas mansiones inglesas, su carácter particular, y la tapicería de seda, los adornos, la forma de los muebles, todos los detalles decorativos, armonizaban respondiendo a una idea inicial. En un tocador gótico, cuyas puertas estaban ocultas por cortinajes, las cenefas de las telas, el reloj, los dibujos de la alfombra, eran del mismo estilo: el techo, con sus vigas labradas, ofrecía a la vista originales y lindos artesonados; nada destruía el conjunto de la preciosa ornamentación, ni aun las vidrieras, con las policromas pinturas de sus cristales.

»Quedé sorprendido al contemplar un saloncillo a la moderna, en el que no sé qué artista había agotado el arte de nuestro decorado, tan ligero, tan fresco, tan suave, sin vistosidades, sobrio de dorados. Era amoroso y vago como una balada alemana, un verdadero nido fabricado para una pasión de 1827, y perfumado por jardineras llenas de flores raras. A continuación vi un dorado saloncillo, en el que revivía el gusto del siglo de Luis XIV, que, opuesto a nuestras pinturas actuales, producía un extraño pero agradable contraste.

»—Estarás bastante bien alojado —me dijo Rastignac, dejando transparentar una sonrisa ligeramente irónica—. ¿No te seduce todo esto? —añadió, sentándose.

»De pronto se levantó, me tomó de la mano y me condujo al dormitorio, mostrándome, bajo un pabellón de muselina y de moaré blancos, un lecho voluptuoso, tenuemente iluminado, el verdadero lecho de una joven hada desposada con un genio.

»—¿Verdad —me preguntó bajando la voz— que hay un impudor, una insolencia y una coquetería extremada, en dejarnos contemplar este trono del amor? ¡Eso de no entregarse a nadie y permitir que venga aquí todo el mundo a dejar su tarjeta! Si fuera libre, quisiera ver a esa mujer sumisa y llorando a mi puerta.

»—¿Pero estás tan seguro de su virtud?

»—Los más audaces y hasta los más hábiles galanteadores confiesan haber fracasado en sus pretensiones; la aman todavía y son sus más leales amigos. Esa mujer es un enigma viviente.

»Estas palabras me produjeron una especie de embriaguez mis celos temían ya el pasado. Tembloroso de gozo, volví presurosamente al salón en que había dejado a la condesa, encontrándola en el tocador gótico. Me detuvo con una sonrisa, me hizo sentar a su lado, me interrogó acerca de mis trabajos y pareció interesarse vivamente por ellos, sobre todo cuando la expuse mi tesis, bromeando, en lugar de adoptar aires doctorales.

»Se mostró sumamente regocijada al manifestarle que la voluntad humana era una fuerza material, semejante al vapor; que, en el orden moral no había nada que resistiese a esa potencia, cuando un hombre se habituaba a concentrarla, a utilizarla en la debida porción, a dirigir constantemente sobre las almas la proyección de esa masa fluida; que ese hombre podía modificarlo todo a su arbitrio, en relación a la Humanidad, hasta las leyes absolutas de la Naturaleza.

»Las objeciones de Fedora me revelaron en ella cierta sutileza de ingenio; me complací en darle la razón, en ciertos momentos, para halagarla, y destruí sus razonamientos femeninos con una frase, atrayendo su atención sobre un hecho diario en la vida, el sueño, hecho vulgar en apariencia, pero lleno en el fondo de problemas insolubles para el sabio, y excitando así su curiosidad. Hubo un instante en que la condesa permaneció en silencio, al decirle que nuestras ideas eran seres organizados, completos, que vivían en un mundo invisible y que influían sobre nuestros destinos, citando, en confirmación de mi aserto, los pensamientos de Descartes, de Diderot, de Napoleón, que habían regido, y regían aún, todo un siglo. Tuve el honor de solazar a mujer tan descontentadiza, que se separó de mí invitándome a volver a verla: en estilo cortesano, me abrió las puertas de par en par.

»Bien porque, siguiendo mi loable costumbre, tomase las fórmulas de urbanidad por expresiones sinceras, bien porque Fedora vislumbrara en mí una celebridad en embrión y quisiese aumentar su colección de sabios, el caso fue que creí agradarla. Evoqué todos mis conocimientos fisiológicos y mis estudios anteriores acerca de la mujer, para examinar minuciosamente, durante la velada, los actos de aquel ser especial. Oculto en el umbral de un balcón, espié sus pensamientos, buscándolos en su actitud, estudiando aquel ajetreo de dueña de casa que va y viene, se sienta y charla, llama a un hombre, le interroga, se apoya, para escucharle, en el quicio de una puerta. La observé, al andar, unos movimientos tan desenvueltos, una ondulación tan provocativa de su falda, una excitación tan poderosa al deseo, que me infundieron vehementes dudas acerca de su virtud.

»Si Fedora desconocía entonces el amor, debió ser excesivamente apasionada en otro tiempo; porque descubría una estudiada voluptuosidad hasta en la manera de colocarse ante su interlocutor. Se afirmaba con coquetería en el zócalo de madera, como mujer próxima a caer, pero también pronta a la huida, en el caso de intimidarla una mirada demasiado insistente. Con los brazos cruzados indolentemente, pareciendo aspirar las palabras, fija la benévola mirada, exhalaba sentimiento. Sus labios, frescos y rojos, se destacaban sobre una tez de nacarada blancura. Sus cabellos castaños avaloraban el matiz anaranjado de sus ojos surcados de venillas, como una piedra de Florencia, y cuya expresión parecía añadir delicadeza a sus palabras. Su busto, en fin, estaba dotado de los más atractivos encantos. Una rival, quizá hubiese acusado de dureza las pobladas cejas, que parecían juntarse, y censurado el vello imperceptible que adornaba los contornos del rostro.

»Yo vi la pasión impresa en todo. El amor estaba escrito en los párpados italianos de aquella mujer, en sus hermosos hombros, dignos de la Venus de Milo, en sus facciones todas, en su labio inferior, un poco grueso y ligeramente sombreado. Era más que una mujer; era un mito. ¡Sí! Aquellas riquezas femeniles, el armonioso conjunto de las líneas, las promesas que aquella exuberante constitución hacía al amor, estaban atemperadas por una reserva constante, por una modestia extraordinaria, que contrastaban con lo exterior de su persona. Precisaba una observación tan sagaz como la mía para descubrir en aquella naturaleza el más leve indicio de voluptuosidad.

»Más claro: existían en Fedora dos mujeres, quizá separadas por el busto; una de ellas era fría y únicamente la cabeza reflejaba la pasión: antes de fijar sus ojos en un hombre, preparaba la mirada, como si ocurriese algo misterioso en su ser, que podría creerse una convulsión de sus brillantes pupilas. En fin, o mi ciencia era imperfecta y aun me quedaban muchos secretos que descubrir en el mundo moral, o la condesa poseía un alma hermosa, cuyos sentimientos y emanaciones comunicaban a su fisonomía ese hechizo que nos subyuga y nos fascina, ascendiente puramente moral y tanto más poderoso cuanto que concuerda con las simpatías del deseo.

»Salí encantado, seducido por aquella mujer, embriagado por su lujo, halagado en todo lo que mi corazón tenía de noble y de pervertido, de bueno y de malo. Al sentirme tan conmovido, tan pletórico de vida, tan exaltado, creí darme cuenta del atractivo que llevaba allí a aquellos artistas, diplomáticos, políticos, agiotistas forrados de hierro, como sus cajas; sin duda iban a buscar junto a ella la emoción delirante que hacía vibrar todas las fibras de mi ser, que agitaba mi sangre hasta la más recóndita vena, que crispaba todos mis nervios y repercutía en mi cerebro. No se había entregado a ninguno, por conservarlos a todos. Una mujer es coqueta mientras no ama.

»—Además —dije a Rastignac—, es posible que haya sido casada contra su voluntad o vendida a cualquier vejestorio, y el recuerdo de sus primeras nupcias haya concitado en ella el odio hacia el amor.

»Regresé a pie desde el arrabal de San Honorato, donde vive Fedora. Entre su palacio y la calle de Cordeleros media casi todo París; el camino me pareció corto, a pesar de que hacía frío. ¡Emprender la conquista de Fedora, en invierno, en un invierno crudo, con treinta francos escasos por todo capital y a tan enorme distancia!

»Sólo un joven pobre puede apreciar lo que cuesta una pasión en carruajes, en guantes, en ropa interior y exterior y en otros detalles. Si el amor platónico se prolonga, resulta ruinoso. Realmente, hay Lauzuns de la Facultad de Derecho, a quienes les es imposible pretender a una dama instalada en un primer piso. ¿Cómo había de competir yo, débil, enteco, modestamente vestido, pálido y averiado, como artista en convalecencia de una obra, con muchachos bien ataviados, apuestos, rozagantes, ricos, bien provistos de carruajes y caballos?

»—¡Bah! ¡Fedora o la muerte! —exclamé al volver de un puente—. ¡Fedora es la fortuna! El precioso tocador gótico y el salón Luis XIV pasaron nuevamente ante mis ojos, y vi otra vez a la condesa con su vestido blanco, sus amplias y airosas mangas, su seductor continente y su busto tentador.

»Cuando llegué a mi buhardilla, desmantelada, fría, tan enmarañada como la peluca de un naturalista, aun me asediaban las imágenes del lujo de Fedora. Aquel contraste era un mal consejero; así deben nacer los crímenes.

»En aquel instante, maldije, temblando de ira, mi decorosa y honrada pobreza, mi fecunda buhardilla, en la que tantas ideas habían surgido. Pedí cuenta a Dios, al diablo, al estado social, a mi padre, al universo entero, de mi sino, de mi desdicha: me acosté hambriento, mascullando risibles imprecaciones, pero firmemente resuelto a enamorar a Fedora. Aquel corazón de mujer era el billete de lotería que contenía mi fortuna.

»Te haré gracia de mis primeras visitas a Fedora, para llegar cuanto antes al drama. Mientras procuraba dirigirme al alma de aquella mujer, intenté ganar su espíritu, adueñarme de su vanidad. A fin de ser amado positivamente, la expuse mil razones para que se amara a sí misma. Jamás la dejé en estado de indiferencia. Las mujeres desean emociones a toda costa y se las prodigué; habría provocado su cólera, antes que verla indolente conmigo. Si al principio, animado de una voluntad firme y del deseo de hacerme amar, adquirí algún ascendiente sobre ella, no tardó en crecer mi pasión, cambiándose las tornas y convirtiéndome de dominador en dominado.

»No sé ciertamente lo que llamamos amor, en poesía o en lenguaje vulgar; pero el sentimiento que se desarrolló de pronto en mi doble naturaleza, no lo he visto descrito ni pintado en ninguna parte; ni en las frases retóricas y estudiadas de Rousseau, cuyo cuarto quizá estaba ocupado, ni en las frías concepciones de nuestros dos siglos literarios, ni en los cuadros italianos.

»La vista del lago de Bienne, algunos motivos de Rossini, la Concepción de Murillo, propiedad del mariscal Soult, las cartas de la Lescombat, algunas frases esparcidas en las colecciones de anécdotas, y sobre todo, las plegarias de los extáticos y algunos pasajes de nuestros romanceros, han sido los únicos capaces de transportarme a las divinas regiones de mi primer amor. No hay nada en el lenguaje humano, ninguna traducción del pensamiento realizada por medio de colores, mármoles, palabras o sonidos, que reproduzca el nervio, la verdad la perfección, la rapidez del sentimiento anímico.

»¡Quién dice arte, dice ficción! El amor pasa por infinitas transformaciones antes de mezclarse definitivamente con nuestra existencia y de comunicarle para siempre su color de llama. El secreto de esa infusión imperceptible escapa al análisis del artista. La verdadera pasión se expresa con exclamaciones, con suspiros enojosos para un hombre frío. Es preciso amar sinceramente, para participar de los rugidos de Lovelace leyendo «Clarisa Harlowe». El amor es un sencillo manantial, que brota en su lecho de hierbas, de flores, de arena; que convertido en arroyo, en río, cambia de naturaleza y de aspecto a cada onda y desemboca en un inconmensurable océano, en el que los espíritus incompletos ven la monotonía y las grandes almas se abisman en perpetuas contemplaciones.

»¿Cómo atreverse a describir esos matices, transitorios del sentimiento, esas nonadas tan valiosas, esas frases, cuyo acento agota los tesoros del lenguaje, esas miradas, más fecundas que los más inspirados poemas?

»En cada una de esas escenas místicas, que nos hacen prendar insensiblemente de una mujer, se abre un abismo capaz de absorber todas las poesías humanas. ¿Cómo reproducir, por medio de glosas, las vivas y misteriosas agitaciones del alma, cuando nos faltan palabras para pintar los misterios visibles de la belleza?

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