La piel de zapa (35 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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Un rumor confuso interrumpió a Rafael, quien, al pronunciar las anteriores palabras, no apartó de su adversario sus fulgurantes pupilas, irguiéndose y mostrando un semblante impasible, semejante al de un loco peligroso.

—¡Hazle callar! —gritó el joven contendiente a su padrino—; su voz me crispa los nervios.

—¡Cese usted en sus consideraciones, caballero! —demandaron a una voz el médico y los testigos—. Cuanto exponga, será inútil.

—Es que cumplo con un deber, señores —replicó Rafael—. ¿Tiene algunas disposiciones que tomar ese joven?

—¡Basta! ¡Basta!

El marqués permaneció en pie, inmóvil, sin perder un instante de vista a su adversario, que, dominado por un poder casi mágico, estaba como un pájaro ante una serpiente. Constreñido a soportar aquella mirada homicida, procuraba esquivarla, sin atinar a conseguirlo.

—Dame agua, tengo sed —dijo a su testigo.

—¿Tienes miedo?

—Sí —contestó—. La mirada de ese hombre es candente y me fascina.

—¿Quieres darle una satisfacción?

—Ya es tarde.

Los dos adversarios fueron colocados a quince pasos de distancia. Ambos tenían a su alcance un par de pistolas, y, con arreglo a las condiciones estipuladas, debían hacer dos disparos a voluntad, previa una señal de los testigos.

—¿Qué haces, Carlos? —gritó el joven que servía de segundo testigo al contrincante de Rafael—. ¡Estás introduciendo la bala antes que la pólvora!

—¡Soy muerto! —murmuró el advertido—. Me habéis situado de cara al sol.

—¡Si le tiene usted a su espalda! —observó el marqués en tono grave y solemne, cargando su pistola lentamente, sin inquietarse por la señal, ya hecha, ni por el cuidado con que le enfocaba su adversario.

Aquella seguridad sobrenatural tenía algo de pavoroso, que impresionó hasta a los dos postillones, atraídos al lugar de la contienda por insana curiosidad. Jugando con su poder o queriendo ponerlo a prueba, Rafael hablaba con Jonatás, y le miraba en el momento de hacer fuego su enemigo. La bala de Carlos fue a romper la rama de un sauce, y rebotó al agua. Rafael disparó a su vez, al azar, hiriendo a su adversario en el corazón; y sin cuidarse de la caída del joven, buscó presurosamente la piel de zapa, con objeto de comprobar lo que le costaba una vida humana. El talismán había quedado reducido al tamaño de una hojita de roble.

—¿Qué hacéis ahí, mirando lo que nada os importa? —increpó el marqués a los postillones—. ¡En marcha!

Llegado aquella misma tarde a Francia, tomó inmediatamente el camino de Auvernia, dirigiéndose al balneario de Mont Dore. Durante el viaje, surgió en su mente una de esas ideas súbitas, que caen en nuestra alma como un rayo de sol a través de densa niebla en un obscuro valle. ¡Tristes fulgores, experiencias implacables, que iluminan los hechos consumados, descorren el velo de nuestras faltas y nos dejan sin perdón ante nosotros mismos! Pensó de pronto en que la posesión del poder, por inmenso que éste pueda ser, no proporciona la ciencia de utilizarle. El cetro es un juguete en manos de un niño, una hacha en las de Richelieu, y en las de Napoleón una palanca que hace vacilar al mundo. El poder nos deja tal cual somos y no engrandece más que a los grandes. Rafael pudo hacerlo todo y no hizo nada.

En el balneario de Mont Dore encontró aquella misma sociedad que se apartaba de él, con idéntico apresuramiento al que los animales ponen en huir del cadáver de uno de su especie, después de olfatearlo a distancia. El odio era recíproco. Su reciente aventura le había inspirado aversión profunda a la sociedad. Así, su primera precaución fue buscar un asilo separado, en las inmediaciones del establecimiento. Sentía instintivamente la necesidad de acercarse a la naturaleza, de disfrutar emociones reales, de hacer esa vida vegetativa a la que tan complacientemente nos abandonamos en pleno campo. Al día siguiente de su llegada, trepó, no sin trabajo, al pico de Sancy, recorrió los valles superiores, contempló parajes aéreos, lagos ignorados, las rústicas cabañas de los montes Dore, cuyos agrestes y salvajes atractivos comienzan a tentar a los pinceles de nuestros artistas. A veces, se encuentran allí admirables paisajes llenos de encanto y del lozanía, que contrastan vigorosamente con el aspecto siniestro de aquellas desoladas montañas. A una media legua de la aldea, Rafael dio con un sitio coquetón y alegre como un niño, en el que la Naturaleza parecía haberse esmerado en ocultar sus tesoros, y al ver aquel retiro pintoresco y sencillo, resolvió instalarse en él. La vida debía ser allí tranquila, espontánea, frugiforme como la de una planta.

Figuraos un como invertido, pero un cono de granito, de ancha base; una especie de cubeta, cuyos bordes aparecían mealados por extrañas anfractuosidades; aquí, mesetas lisas, sin vegetación, compactas y azuladas, sobre las cuales resbalaban los rayos del sol como sobre un espejo; allá, peñas resquebrajadas., surcadas de barrancos, en cuyos salientes oscilaban enormes masas de lava, cuya caída iban preparando lentamente las aguas pluviales, y frecuentemente coronadas por algunos árboles achaparrados, azotados por los vientos; diseminados en todas direcciones, bosquecillos escalonados de castaños, altos como cedros, o grutas que abrían su boca lóbrega y profunda, palizada de; zarzas y flores y guarnecida por una faja de verdura. En el fondo de aquella cortadura, quizá cráter de un volcán en otros tiempos, se veía un estanque, cuyas cristalinas aguas tenían el brillo del diamante. Alrededor de la profunda cuenca, bordeada de granito, de sauces, de espadañas, de fresnos y de mil plantas aromáticas, en flor a la sazón, se extendía una pradera verdegueante como el césped de un parterre inglés, regada por las filtraciones destiladas entre las hendiduras de las rocas y abonada por los residuos vegetales que las tormentas arrastraban incesantemente desde las cimas al fondo. El estanque, festoneado irregularmente, tendría la extensión aproximada de tres fanegas de tierra, y la pradera, siguiendo los entrantes y salientes de la roca en el agua, mediría de una a dos fanegas de anchura, en los diferentes sitios; en algunos, apenas quedaba espacio para el paso de las vacas. A cierta altura, cesaba la vegetación. El granito afectaba en los aires las más raras formas, y adquiría esos tintes vaporosos que dan a las montañas elevadas vagas semejanzas con las nubes.

Aquellas rocas, desnudas y peladas, oponían al grato aspecto de la cañada las agrestes y estériles imágenes de la desolación, el temor de posibles desmoronamientos y formas tan caprichosas, que una de ellas ha sido denominada «El Capuchino», por su asombroso parecido con un monje. En ocasiones, los puntiagudos picachos, las atrevidas moles, las cavernas aéreas, se iluminaban sucesivamente, siguiendo el curso del sol a los antojadizos cambios atmosféricos, tomando los matices del oro, tiñéndose de púrpura, tornándose de un color de rosa vivo, mate o gris.

Aquellas montañas ofrecían un espectáculo continuo y mudable, como los irisados reflejos del cuello de las palomas. A veces, entre dos conglomerados de lava, que hubiéranse creído separados por un hachazo, penetraba un rayo de luz, a la aurora o a la puesta del sol, hasta el fondo de aquella riente canastilla, jugueteando en las aguas del estanque, semejante a la dorada línea que se filtra por la rendija del postigo y cruza una habitación, cuidadosamente entornada para la siesta. Cuando el sol caía a plomo sobre el antiguo cráter, lleno de agua por alguna revolución antediluviana, los rocosos flancos se caldeaban, el extinguido volcán parecía recobrar su actividad, y su rápido calor despertaba los gérmenes, fecundaba la vegetación, coloreaba las flores y maduraba los frutos de aquel reducido y recóndito rincón de la tierra.

Al llegar Rafael, vio unas cuantas vacas pastando en la pradera, y después de avanzar unos pasos hacia el estanque, divisó, en el sitio en que el terreno alcanzaba su mayor anchura, una modesta casa de granito, cubierto de madera. La techumbre de aquella especie de choza, en armonía con el paraje, estaba revestida de musgo, de hierba y de trepadoras, que denunciaban lo remoto de su origen. Una tenue humareda, con la que ya estaban familiarizados hasta los pájaros, se escapaba por la ruinosa chimenea. A la puerta, se hallaba emplazado un gran banco entre dos madreselvas enormes, cuajadas de flores que embalsamaban el ambiente. Apenas se veían los muros, ocultos por los pampanos de la parra y bajo las guirnaldas de rosas y de jazmines, que crecían libremente y a la ventura.

Los moradores, indiferentes a las campestres galas, no se cuidaban de ellas, dejando a la naturaleza su gracia virginal y retozona. Unas ropillas infantiles tendidas en un grosellero se secaban al sol. Sobre la mesa de una máquina de triturar cáñamo se acurrucaba un gato, y debajo, yacía un caldero de latón, recién fregado, entre un montón de mondaduras de patatas. Al otro lado de la casa, Rafael se fijó en una valla de espinos, cuyo indudable objeto era impedir que las gallinas devastaran los frutos y el huerto. Parecía que allí acababa el mundo. Aquella vivienda se asemejaba a esos nidos construidos por ciertas aves en el hueco de una roca, llenos de arte, a la vez que de negligencia. Era una naturaleza sencilla y primitiva, una verdadera rusticidad, pero poética, porque florecía a mil leguas de nuestras pulidas poesías, no presentaba analogía con ninguna idea, no procedía sino de sí misma, verdadero triunfo del azar.

En el momento de la llegada de Rafael, el sol lanzaba sus rayos de derecha a izquierda, haciendo resplandecer los colores de la vegetación, poniendo de relieve o destacando efectos de la luz, contrastes de la sombra, los fondos amarillentos o grisáceos de las rocas, los diversos matices del follaje, los macizos azules, rojos o blancos de las flores, las plantas trepadoras y sus campanillas, el tornasolado terciopelo de los musgos, los purpurinos racimos de los brezales, y, sobre todo, la transparente superficie líquida, en la que se reflejaban fielmente las cimas graníticas, los árboles, la casa y el cielo.

En aquel delicioso cuadro todo relumbraba; desde la brillante mica hasta las rubias mazorcas envueltas en una suave penumbra. Todo se ofrecía en conjunto armónico; la manchada vaca de lustroso pelaje; las frágiles flores acuáticas, tendidas como una franja y pendientes sobre el agua, en una hondonada en la que zumbaban insectos ataviados de azul o esmeralda; las raíces de los árboles, especie de cabelleras arenosas que coronaban una informe figura pétrea. Las tibias emanaciones de las aguas, de las flores y de las grutas, que perfumaban aquel solitario recinto, produjeron a Rafael una sensación casi voluptuosa.

De pronto, los ladridos de dos perros interrumpieron el silencio que reinaba en aquella floresta, olvidada tal vez en las listas del recaudador de contribuciones. Las vacas volvieron la cabeza hacia la entrada de la cañada, mostrando a Rafael sus húmedos hocicos y continuaron pastando, después de contemplarle estúpidamente. Una cabra y su cabritillo, suspendidos de las rocas como por arte de encantamiento, treparon por los riscos, yendo a situarse a una meseta de granito inmediata a Rafael, pareciendo interrogarle. La algarabía de los perros atrajo al exterior a un chiquillo gordinflón, que se quedó con la boca abierta, y tras él, a un anciano de venerable cabeza y regular estatura.

Aquellos dos seres guardaban también perfecta relación con el paisaje, con el ambiente, con las flores y con la casa. Aquella exuberante naturaleza rebosaba salud, y la vejez y la infancia resultaban hermosas en ella. En una palabra: existía en todos aquellos tipos vivientes un abandono primordial, una rutina de felicidad, que daba un mentís a nuestras ramplonerías filosóficas y curaba al corazón del abotagamiento de sus pasiones.

El viejo era uno de esos modelos predilectos de los varoniles pinceles de Schnetz. De rostro moreno, cuyas numerosas arrugas revelaban aspereza a simple vista; nariz recta, pómulos salientes y veteados de rojo, como una hoja de vid agostada, y contornos angulosos, denotaba todos los caracteres de la energía, siquiera fuesen desapareciendo las energías; sus manos callosas, aunque ya no trabajasen, conservaban un escaso vello blanco; su continente de hombre verdaderamente libre, hacía presentir que quizás en Italia se hubiera hecho bandido, por amor a su preciosa libertad. El muchacho, verdadero montañés, tenía unos ojos negros que podían mirar al sol sin parpadear, cutis atezado y cabellera castaña y desgreñada, era listo y resuelto, y espontáneo en sus movimientos, como un pájaro: mal vestido, dejaba ver una piel blanca y fresca a través de los desgarrones de sus ropas.

Ambos permanecieron quietos y silenciosos, sin apartarse uno del otro, movidos por el mismo sentimiento, ofreciendo en sus fisonomías la prueba de una perfecta identidad en su vida igualmente ociosa. El anciano se había acomodado a los juegos del niño y el niño al genio del anciano, por una especie de pacto entre dos debilidades, entre una fuerza próxima a fenecer y una fuerza próxima a desarrollarse.

Poco después apareció en el umbral de la puerta una mujer que frisaría en los treinta años. Llevaba una rueca en la mano, y avanzaba sin interrumpir su tarea. Fresca y coloradota, de aspecto franco y jovial, blanca dentadura, talle esbelto y abultado seno, su tipo, su indumentaria y su tonillo denunciaban su origen auvernés. Era la personificación completa del país, con sus costumbres laboriosas, su ignorancia, su fisonomía, su cordialidad, sus características todas.

Saludó a Rafael y entraron en conversación. Los perros se apaciguaron; el anciano se sentó en un banco al sol, y el chiquillo siguió todos los pasos de su madre, silencioso, pero atento, examinando al forastero.

—¿No tienen ustedes miedo aquí? —preguntó Rafael.

—¿Miedo? ¿de qué? —contestó la mujer—. En atrancando la puerta, ¿quién ha de entrar? No, señor; no tememos absolutamente nada, Además —agregó, pasando al marqués a la principal habitación de la casa—, ¿qué podrían venir a llevarse de aquí los ladrones?

Y enseñó a Rafael las paredes ennegrecidas por el humo, que ostentaban por todo adorno unos ejemplares de esas estampas chillonas que representan la «Muerte del Crédito», la «Pasión de Jesucristo» y los «Granaderos de la Guardia Imperial», y luego, distribuidos por la estancia, una vieja cama de nogal, con columnas, una mesa desvencijada, varios taburetes, el arcón del pan, un trozo de tocino colgado del techo, un tarro de sal, una sartén, y en el vasar de la chimenea varias piezas de loza. Al salir Rafael vió entre las rocas a un hombre apoyado en un azadón, mirando hacia la casa con marcada curiosidad.

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