—Es mi hombre —dijo la auvernesa, sonriendo con la sencillez propia de las campesinas—. Labra unas tierras allá arriba.
—Y ese anciano, ¿es padre de usted? —preguntó Rafael.
—Dispénsele, señor; es el abuelo de mi marido. Ahí donde le ve usted, tiene ciento dos años. Sin embargo, no hace mucho que se fue a pie, con nuestro pequeño, a Clermont. ¡Oh! ha sido un hombre muy fuerte: ahora no hace más que comer, beber y dormir. Se entretiene continuamente con el chicuelo, que a veces le hace trepar por esos riscos, y le sigue como si tal cosa.
Rafael se decidió en el acto a vivir en compañía del anciano y del niño, a respirar en su ambiente, a comer su pan, a beber su agua, a dormir como ellos, a infiltrar en sus venas aquella sangre sana. ¡Ilusiones de moribundo! Convertirse en una de las ostras adheridas a aquella roca, salvar su concha por unos días más, amodorrado a la muerte, fue para él el arquetipo de la moral individual, la verdadera fórmula de la existencia humana, el bello ideal de la vida. Surgió en su mente un pensamiento de profundo egoísmo, en el que quedó absorbido el Universo. Para él, había dejado de ser el Universo; el Universo se había concentrado en él. Para los enfermos, el mundo comienza en la cabecera y acaba en los pies de su lecho. Aquel paisaje fue el lecho de Rafael.
¿Quién no ha espiado, siquiera una vez en su vida, los pasos y los movimientos de una hormiga, introduciendo pajitas por el respiradero único de un caracol, estudiado los caprichos de una señorita enclenque, admirado el policromo veteado, semejante al rosetón de una catedral gótica, que se destaca en el fondo rojizo de las hojas de un roble joven? ¿Quién no ha contemplado con delicia, durante largos ratos, los efectos de la lluvia y del sol en el tejado de una casa frontera, o examinado atentamente las gotas del rocío, los pétalos de las flores, los variados festones de sus cálices? ¿Quién no se ha sumido en esos arrobamientos materiales, indolentes y detenidos, sin finalidad alguna, pero que suelen sugerirnos una idea? ¿Quién no ha llevado, en fin, la vida de la infancia, la vida holgazana, la vida del salvaje, descartando sus inconvenientes?
Así vivió Rafael durante varios días, sin cuidados, sin deseos, experimentando una sensible mejoría, un bienestar extraordinario, que calmó sus inquietudes y mitigó sus sufrimientos. Trepaba por las rocas, yendo a sentarse sobre un picacho, desde donde sus miradas abarcaban un extensísimo panorama. Allí permanecía días enteros, como una planta al sol, como una liebre en su cama, o bien, familiarizándose con los fenómenos de la vegetación, con las vicisitudes del cielo, espiaba el progreso de todas sus obras, en la tierra, en las aguas o en el aire.
Intentó asociarse al movimiento íntimo de aquella naturaleza, identificarse en lo posible a su pasiva obediencia para caer bajo la ley despótica y conservadora que rige las existencias Instintivas. No quería soportar la carga de sí mismo.
A semejanza de los antiguos criminales, que, perseguidos por la justicia, lograban salvarse cobijándose a la sombra de un altar, trataba de deslizarse en el santuario de la vida. Llegó a convertirse en parte integrante de aquella amplia y portentosa fructificación: se acostumbró a las inclemencias del tiempo, habitó en todas las cavernas de las rocas, aprendió los hábitos y costumbres de todas las plantas; estudió el régimen de las aguas, sus yacimientos; entró en relación con los animales; se asoció, en fin, tan en absoluto a aquella tierra inanimada, que se apropió, en cierto modo, su alma y sorprendió sus secretos.
Para él, los formas infinitas de todos los reinos eran desarrollos de una misma substancia, combinaciones de un mismo movimiento, vasta respiración de un ser inmenso, que actuaba, crecía, andaba y pensaba, y con el cual quería crecer, andar, pensar y actuar. Había mezclado fantásticamente su vida a la vida de aquella roca, se había implantado en ella.
Merced a tal misterioso iluminismo, convalecencia ficticia, semejante a esos bienhechores delirios otorgados por la Naturaleza, como otras tantas etapas en el dolor, Valentín gustó los placeres de una segunda infancia durante los primeros instantes de su residencia entre aquel risueño paisaje. Allí fue desentrañando nimiedades, emprendiendo mil cosas sin ultimar ninguna, olvidando al día siguiente los proyectos de la víspera, despreocupado por completo: fue dichoso, creyéndose salvado.
Una mañana se quedó casualmente en el lecho hasta el mediodía, sumido en ese amodorramiento mezcla de vigilia y de sueño, que presta a las realidades las apariencias de la fantasía y a las quimeras el relieve de la existencia, cuando súbitamente, sin saber en un principio si continuaba soñando, oyó por primera vez el parte de su salud comunicado por su patrona a Jonatás, que, como todos los días, fue a preguntar por él. La auvernesa, creyendo sin duda que Valentín dormía, no bajó el diapasón de su sonora voz montañesa.
—No se encuentra mejor ni peor —dijo—. Ha seguido tosiendo toda la noche, que parecía que se ahogaba. El pobre señor tose y escupe de un modo, que da lástima oírle. Mi hombre y yo nos preguntamos muchas veces de dónde sacará las fuerzas para toser así. Parte el alma. ¡Qué maldita enfermedad ha cogido! La verdad es que está muy malo. Todas las noches nos acostamos, temiendo encontrarle muerto a la mañana siguiente. Está amarillo como la cera. ¡Pobrecillo! Todas las mañanas le observo, al levantarse, y está tan flaco y tan débil, que se tambalea. ¡Hasta parece que huele mal! Pero él no hace caso y se consume corriendo por ahí, como si tuviera salud para guardar y vender.
»Yo no sé cómo tiene resistencia para no quejarse. Bien mirado, sería preferible que acabara de una vez, porque está padeciendo las penas de la Pasión. No es que se lo deseemos, ni está en nuestro interés, aunque si no nos diera lo que nos da le querríamos lo mismo, porque no es el interés el que nos guía. ¡Diga usted! ¿en qué consistirá que únicamente los que viven en París adquieren esas enfermedades tan perras? ¿cómo se las arreglarán? ¡Pobre joven! ¡De seguro que no durará mucho! Esa fiebre le va minando atrozmente y acabará con él; pero no lo nota, ni se da cuenta de nada…
»¡No llore usted por eso, señor Jonatás! Después de todo, hay que conformarse pensando en que dejará de sufrir. ¿Por qué no encarga usted una novena? Yo he visto curaciones maravillosas por las novenas, y de buena gana pagaríamos un cirio con tal de salvar a un señorito tan cariñoso, tan bueno, ¡un cordero pascual!
La voz de Rafael era demasiado débil para hacerse oír, circunstancia que le obligó a soportar aquella espantosa charla; pero la impaciencia le arrojó del lecho, y se presentó en el umbral de la puerta, apostrofando a Jonatás:
—¡Viejo infame! ¿Te has propuesto convertirte en mi verdugo?
La aldeana echó a correr, creyéndose en presencia de un espectro.
—¡Te prohíbo en absoluto —continuó diciendo Rafael— que inquieras nada referente a mi salud!
—Está bien, señor marqués —contestó el antiguo servidor, enjugándose las lágrimas.
—Y en lo sucesivo, lo mejor que puedes hacer es no acercarte por aquí, sin que yo te lo mande.
Jonatás se dispuso a obedecer; pero, antes de retirarse, lanzó al marqués una mirada leal y compasiva, en la que Rafael leyó su sentencia de muerte. Desalentado, haciéndose cargo en un instante de su verdadera situación, Valentín se sentó en el umbral de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y bajó la cabeza. Jonatás, alarmado, se aproximó a su amo.
—Señor…
—¡Vete! ¡vete de aquí! —gritó el enfermo.
A la mañana siguiente, Rafael, después de ascender por los vericuetos, se sentó en una quebradura revestida de musgo, desde la cual se dominaba el angosto sendero que conducía del balneario a su residencia. Al pie del pico, vio a Jonatás, conversando de nuevo tan la auvernesa. Un malicioso instinto le hizo interpretar los movimientos de cabeza, los gestos desesperados, la siniestra ingenuidad de aquella mujer, y hasta el viento y el silencio le llevaron sus fatídicas palabras. Invadido por el espanto, se refugió en las más altas cimas de las montañas, permaneciendo allí hasta el crepúsculo, sin haber podido desechar los pavorosos pensamientos, tan desdichadamente despiertos en su alma por el cruel interés de que era objeto. De pronto, se presentó la auvermesa ante él, como una sombra en la sombra crepuscular, y por una extravagancia de poeta, creyó advertir, en su corpiño listado de blanco y negro, una vaga semejanza con las descarnadas costillas de un esqueleto.
—Señorito —le dijo la mujer—, se nota mucho relente y se va usted a calar como una sopa. Vuélvase a casa. Es poco sano respirar aire húmedo, y además, no ha tomado usted nada desde esta, mañana.
—¡Ira de Dios! —exclamó él—. ¡Déjeme usted vivir a mi manera, mala bruja, o me largo de aquí! ¿No le basta con cavarme la fosa todas las mañanas, para venir a removerla por la noche?
—¡La fosa, señor! ¡Cavarle la fosa! ¿Qué quiere decir eso? ¡Sano y fuerte quisiéramos verle, tantos años como a nuestro abuelito, y no en la fosa! Es muy pronto para pensar en morir.
—¡Basta! —replicó Rafael.
—Apóyese en mi brazo, señorito. —No quiero.
El sentimiento que más difícilmente soporta el hombre es la piedad, sobre todo cuando la merece. El odio es un tónico, hace vivir, inspira la venganza; pero la piedad mata, acentúa más nuestra debilidad. Es el engaño, el disfraz afectuoso de la enfermedad, el menosprecio en la ternura o la ternura en la ofensa. Rafael encontró en el centenario una piedad triunfante; en el niño una piedad curiosa, en la mujer una piedad importuna, en el marido una piedad interesada; pero en cualquier forma en que se mostrara tal sentimiento, llevaba siempre aparejada la muerte. Un poeta lo traduce todo en poema, terrible o regocijado, según las imágenes que le impresionan: su alma exaltada, rechaza los matices suaves y recoge invariablemente los tonos vivos y marcados. Aquella piedad produjo en el corazón de Rafael un horrible poema de duelo y de melancolía. No pensó, indudablemente, en la franqueza de los sentimientos naturales, al desear acercarse a la Naturaleza. Cuando se creía solo bajo un árbol, atacado por un tenaz acceso de tos, del que jamás triunfaba sin salir abatido de la penosa contienda, veía las pupilas brillantes y diáfanas del chicuelo, puesto de centinela tras una mata, como un indio, acechándole con esa infantil curiosidad, en la que hay tanto de mofa como de placer, y cierto interés mezclado de insensibilidad.
El terrible: «¡Hermano, morir tenemos!» de los trapenses, parecía escrito constantemente en los ojos de los aldeanos con quienes vivía Rafael, que no sabía si temer más sus ingenuas palabras que su silencio: todo le molestaba de ellos.
Una mañana, vio a dos hombres vestidos de negro, que ron, daban a su alrededor, husmeándole y estudiándole a hurtadillas. Luego, fingiendo haber llegado allí por vía de paseo, le dirigieron varias preguntas triviales, a las que contestó lacónicamente.
Reconoció en ellos al médico y al capellán del establecimiento, enviados sin duda por Jonatás, consultados por sus patrones, o atraídos por el olor de una muerte próxima. Entonces, vislumbró su propio cortejo fúnebre, oyó el canto de los sacerdotes, contó las hachas, y ya no vio sino a través de crespones las bellezas de aquella espléndida naturaleza, en cuyo seno creyó haber encontrado la vida. Todo lo que poco antes le presagiaba una prolongada existencia, le vaticinaba en aquel instante un próximo fin. Al día siguiente partió para París, colmado de melancólicos y cordialmente compasivos votos, por parte de sus patrones.
Después de viajar toda la noche, se despertó en uno de los más risueños valles del Borbonesado, cuyos accidentes y panoramas desfilaban ante su vista, rápidamente arrebatados, como las vaporosas visiones de un sueño.
La Naturaleza ostentaba sus galas con cruel coquetería. Ya desarrollaba el Allier, en magnífica perspectiva, su cinta líquida y brillante, y varios caseríos, modestamente ocultos en el fondo de una garganta de amarillentas rocas, mostraban la torre de sus campanarios; ya se descubrían súbitamente los molinos de una cañada, flanqueados por monótonos viñedos; y constantemente, aparecían por doquier amenas quintas y mansiones señoriales, pueblecillos emplazados en las vertientes o carreteras bordeadas de álamos majestuosos; el Loira, en fin, con sus hondas diamantadas, refulgió entre sus áureas arenas.
¡Qué infinidad de seducciones! La Naturaleza agitada, vivaz como un niño, conteniendo apenas el amor y la savia del mes de junio, atraían fatalmente las apagadas miradas del enfermo. Corrió las persianas del carruaje y se echó a dormir.
Al declinar la tarde, pasado ya Cosne, le despertó una gran algazara y se encontró en plena fiesta de un pueblo. La parada de postas estaba situada junto a la plaza. Durante el tiempo invertido por los postillones en el relevo del tiro, presenció las danzas de aquella población regocijada, vio a las muchachas luciendo prendidos de flores, bonitas, incitantes, a los mozos animados, los semblantes de los viejos embotados por el exceso de mosto. Los muchachos en redaban, las viejas charlaban entre risotadas; todo estaba a tono, y el contento emanaba hasta de los trajes y de las mesas de venta.
La plaza y la iglesia ofrecían aspecto de fiesta, y los tejados, las ventanas y las puertas de las casas del lugar, parecían también endomingados.
Como los moribundos, a quienes desasosiega el más leve ruido, Rafael no pudo reprimir una siniestra interjección ni el deseo de imponer silencio a la orquesta, de paralizar aquel movimiento, de acallar el clamoreo, de disipar aquella fiesta insolente.
Subió malhumorado a su carruaje y al mirar de nuevo a la plaza, observó ahuyentada la alegría, en dispersión a las aldeanas y vacíos los bancos. En el tablado de la orquesta, uno de los murguistas, ciego, seguía dando al viento las estridentes notas de su clarinete. Aquella música sin danzarines, aquel vejete de perfil adusto, desarrapado, con los cabellos enmarañados y guarnecido bajo la copa de un tilo, eran como una imagen fantástica del deseo de Rafael. Se había desencadenado uno de esos fuertes chubascos que descargan las tempestuosas nubes del mes de junio, y que cesan tan bruscamente como comienzan.
Era un fenómeno tan natural, que Rafael, se concretó a seguir con la vista los nubarrones que cruzaban el espacio, arrastrados por una racha de viento, sin ocurrírsele siquiera examinar su piel de zapa. Luego se arrinconó en un ángulo del carruaje, que no tardó en rodar sobre la carretera.