Read La piel del tambor Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (36 page)

BOOK: La piel del tambor
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El esbirro se reacomodó el pelo sobre el cráneo con la palma de la mano y miró alrededor. Desde su apostadero junto a la barra y la puerta podía ver la calle Placentines hasta la esquina, incluida la generosa porción de muslos de la tal Penélope que su escueta minifalda de lycra dejaba al descubierto bajo la mesa, junto a las piernas cruzadas de Pencho Gavira; que estaba en mangas de camisa, con la corbata floja y la chaqueta colgada en el respaldo de la silla porque la temperatura era agradable. A pesar de lo que estaba cayendo, Gavira tenía buen aspecto: todo repeinado con fijador y el caracolillo negro tras la oreja, buena planta y oliendo a dinero, el reloj de oro reluciente en la muñeca fuerte y morena. En el hilo musical del bar sonaba
Europa
, de Santana. Una escena feliz, apacible, casi doméstica. Y Peregil se dijo que todo parecía ir sobre ruedas. No había rastro del Gitano Mairena ni del Pollo Muelas, y el escozor de la uretra se le había ido con un frasco de Blenox. Y en ese momento, justo cuando estaba más relajado y tranquilo, prometiéndoselas felices en nombre de su Jefe y de él mismo —controlaba a un par de maduritas de buen ver sentadas al fondo, con las que ya tenía establecido contacto visual—, y encargaba otro whisky de doce años —
tuelf years old
, le había dicho al camarero con aplomo cosmopolita—, se le ocurrió pensar dónde estarían a esas horas don Ibrahim, el Potro y la Niña, y qué tal iban los asuntos que se traían entre manos. Según las últimas instrucciones se aprestaban a quemar un poquito la iglesia, lo justo para impedir la misa del jueves y dejarla fuera de servicio; pero no había resultados de momento. Sin duda tendría algún mensaje al llegar a casa, en el contestador automático. En eso pensaba Peregil, llevándose al gaznate el contenido del vaso que acababan de ponerle sobre el mostrador. Entonces vio doblar la esquina a la duquesa joven y al cura de Roma, y estuvo a punto de atragantarse con un trozo de hielo.

Se apartó un poco de la barra, acercándose a la puerta sin salir a la calle. Presentía una catástrofe. Por mucha Penélope y mucho busto que hubiera de por medio, no era ningún secreto que Pencho Gavira seguía estando celoso de su todavía legítima. Y aunque no hubiera sido así, la portada del
Q+S
y las fotos con el torero Curro Maestral daban motivos sobrados para que el banquero anduviese caliente, y mucho. Para más inri, aquel cura tema una pinta estupenda, bien vestido, el aire saludable, con clase. Como Richard Chamberlain en
El pájaro espino
, pero en machote. Así que Peregil se echó a temblar, y más cuando detrás vio asomar la cabeza por la esquina, discretamente, al Potro del Mantelete con la Niña Puñales cogida del brazo. Al cabo se les unió don Ibrahim, y los tres socios se quedaron allí, desconcertados y disimulando de mala manera, y Peregil se dijo tierra, trágame. Eramos pocos y parió la abuela.

A Pencho Gavira la sangre le batía en las sienes cuando se levantó despacio, intentando dominarse.

—Buenas noches. Macarena.

Nunca actúes bajo el primer impulso, le había dicho una vez el viejo Machuca, cuando empezaba. Haz cosas que te diluyan la adrenalina, ocupa las manos y deja libre el pensamiento. Date tiempo. Así que se puso la chaqueta y la abrochó cuidadosamente mientras miraba los ojos de su mujer. Eran fríos como dos círculos de escarcha oscura.

—Hola, Pencho.

Apenas una mirada para la acompañante, un casi imperceptible rictus de desprecio en la comisura de la boca ante la falda ceñida y el escote comprimiendo aquel busto que era patrimonio nacional. Por un momento, Gavira dudó sobre a quién correspondía hacer reproches. Toda la terraza y el bar y la calle entera estaban mirándolos.

—¿Queréis tomar algo?

Sus enemigos, muchos, podían decir de él cualquier cosa menos que era un hombre poco templado. Aún le quedaron arrestos para media sonrisa cortés, aunque tenía todos los músculos del cuerpo en tensión y un velo rojo descendía sobre su vista a medida que el martilleo le aumentaba en el cerebro, con la sangre golpeando fuerte en los oídos. Se arregló el nudo de la corbata y los puños de la camisa hasta mostrar los gemelos, mirando al cura en espera de las presentaciones. El dómine iba muy elegante, con un traje ligero negro cortado a medida, camisa de seda negra y alzacuello. Además era muy alto, el fulano. Casi dos palmos más que él. A Pencho Gavira le fastidiaban los altos. En especial cuando se exhibían de noche por Sevilla con su mujer. Se preguntó si estaría muy mal visto romperle la cara a un sacerdote en la puerta de un bar.

—Pencho Gavira. El padre Lorenzo Quart.

Nadie hizo ademán de sentarse, y Penélope Heidegger siguió en su silla, momentáneamente olvidada, al margen del asunto. Gavira le tendió la mano al otro, apretando duro, y notó que la aguantaba con firmeza. El cura de Roma tenía unos ojos inexpresivos y tranquilos, y el banquero se dijo que, a fin de cuentas, aquel tipo no tenía por qué estar al corriente de nada. Pero cuando se volvió a mirar a su mujer, los ojos de Macarena se le antojaron banderillas negras. Empezó a sentirse más escocido de lo que era capaz de controlar. Notaba las miradas de la gente fijas en él: aquello iba a dar de sí para toda una semana.

—¿Ahora sales con curas?

No había querido decirlo así. Ni siquiera había querido decirlo, pero dicho estaba. Entonces vio deslizarse una levísima sonrisa de triunfo por los labios de Macarena y supo que había caído en la trampa. Aquello lo enfureció un poco más.

—Eso es una grosería, Pencho.

El planteamiento estaba claro, y cualquier cosa que dijera o hiciera iba a ser anotada en su contra. Ella sólo pasaba por allí, y en aquella terraza toda Sevilla era testigo. Hasta podía presentar al cura alto como su director espiritual. A todo esto, el cura alto los miraba a los dos sin decir esta boca es mía, prudente y a la espera. Era obvio que no pretendía buscar problemas; pero tampoco parecía preocupado, o incómodo por la situación. Hasta era el suyo un aspecto simpático, tan silencioso y con aquel aire deportivo, de jugador de baloncesto vestido de luto por Giorgio Armani.

—¿Cómo andamos de celibato, padre?

Parecía que otro Pencho Gavira distinto a él estuviese tomando por su cuenta las riendas del asunto, y el banquero se dejara llevar sin poder evitarlo. Casi resignado a su suerte, sonrió después de decir aquello. Era una sonrisa ancha, inquietante. Malditas sean todas las mujeres del mundo, decía la sonrisa. Por su culpa estamos usted y yo aquí, mirándonos a la cara.

—Bien, gracias —la voz del sacerdote sonaba considerada, dueña de sí, pero Gavira observó que se había ladeado ligeramente. Ya no le daba como antes el cuerpo de frente, sino que parecía disponerse a interponer el hombro izquierdo entre ambos. También había sacado la mano izquierda que antes llevaba en el bolsillo. A este cura, se dijo el banquero, ya le han sacudido antes.

—Hace días que intento hablar contigo —Gavira se dirigía a Macarena, sin perder de vista al otro—. Y no te pones al teléfono.

Ella encogió los hombros, desdeñosa.

—No hay nada de que hablar —dijo muy despacio y claro—. Además, he estado ocupada.

—Ya lo veo.

En su silla, la Heidegger cruzaba y descruzaba las piernas en beneficio de los transeúntes, el público y los camareros. Acostumbrada a ser centro de las conversaciones, aquello la hacía sentirse desplazada.

—¿No me vas a presentar? — le preguntó desde atrás a Gavira, molesta.

—Cállate —el banquero se encaraba de nuevo con el sacerdote—. En cuanto a usted…

Vio por el rabillo del ojo que Peregil se había acercado un poco a la puerta, por si lo necesitaba. En ese momento pasó por la calle un tipo con chaqueta a cuadros y un brazo en cabestrillo. Tenía la nariz aplastada, igual que los boxeadores, y miró fugazmente a Peregil como si esperase alguna señal de éste. Al no obtener respuesta siguió camino calle abajo, perdiéndose tras la esquina.

—En cuanto a mí —dijo el sacerdote. Estaba endiabladamente tranquilo, y Gavira se preguntó cómo iba a salir él de aquello sin perder la cara o sin organizar un escándalo. Entre ambos. Macarena disfrutaba con el espectáculo.

—Sevilla engaña mucho, padre —dijo Gavira—. Le sorprendería lo peligrosa que puede llegar a ser, cuando no se conocen las reglas.

—¿Las reglas? — el otro lo miraba con mucha calma—. Me sorprende usted, Moncho.

—Pencho.

—Ah.

El banquero sentía írsele la cabeza por momentos:

—No me gustan los curas sin sotana —añadió, áspero—. Parece que se avergüencen de serlo.

El sacerdote miraba a Gavira, imperturbable.

—No le gustan —repitió, como si aquello diese que pensar.

—En absoluto —el banquero movía la cabeza—. Y aquí las mujeres casadas son sagradas.

—No seas imbécil —dijo Macarena.

El cura miró distraídamente los muslos de la Heidegger, y luego otra vez a su interlocutor.

—Comprendo —dijo.

Gavira alzó una mano, apuntándole al otro el pecho con el dedo índice.

—No —la voz se le había vuelto lenta, espesa, con ecos de amenaza. Se arrepentía de cada palabra apenas pronunciada, pero era imposible evitarlo; todo era bastante cercano a una pesadilla—. Usted no comprende nada de nada.

Miraba el cura aquel dedo, como si le sorprendiera verlo allí. El velo rojo se espesaba ante los ojos de Gavira, y éste sintió, más que vio, a Peregil acercándose un poco más, buen subalterno presto al quite. Ahora sí había inquietud en los ojos de Macarena, cual si todo estuviese yendo mucho más lejos de lo previsto. Gavira sentía un irreprimible deseo de abofetearlos, primero a ella y luego al cura, y volcar en el gesto toda la rabia y el malhumor acumulado en las últimas semanas: la crisis de su matrimonio, la iglesia. Puerto Targa, el consejo de administración que en pocos días iba a decidir su futuro al frente del Cartujano. Por un momento le pasó ante los ojos toda su vida, la lucha paso a paso por levantar cabeza, el encaje de bolillos con don Octavio Machuca, la boda con Macarena, las innumerables veces que se había jugado el tipo a cara o cruz, y había ganado. Y ahora que estaba a punto de llegar, Nuestra Señora de las Lágrimas despuntaba allí, en mitad de Santa Cruz, semejante a un escollo. Era todo o nada: o lo esquivas o te hundes. Y el día que dejes de pedalear te caerás, como repetía el viejo.

Hizo un esfuerzo de voluntad para no alzar el puño y golpear al cura alto. Entonces vio que éste había cogido un vaso de la mesa, el suyo, y lo sostenía entre los dedos con aire distraído, pero muy cerca del borde donde podía cascarlo con sólo un gesto de la muñeca. Y Gavira comprendió que aquél no era un clérigo de los que ponen la otra mejilla. Eso tuvo la virtud de calmarlo de pronto, haciéndole mirar al otro con curiosidad. Incluso con retorcido respeto.

—Ése es mi vaso, padre.

Había casi desconcierto en su tono de voz. El sacerdote se excusó con una suave sonrisa, dejando el vaso sobre la mesa donde Penélope Heidegger tamborileaba impaciente con las uñas lacadas de rosa. Después hizo una leve inclinación de cabeza, y él y Macarena prosiguieron su camino sin más comentarios. Y Pencho Gavira se llevó el vaso de malta a los labios y bebió un larguísimo trago viéndolos irse pensativo, incluso agradecido, mientras a su espalda Peregil exhalaba un suspiro de alivio.

—Llévame a mi casa —dijo la Heidegger, que se había puesto de morros.

Gavira, que tenía los ojos fijos en la esquina por donde se iban su mujer y el cura, ni siquiera se volvió. Apuraba el vaso, reprimiendo las ganas de romperlo contra el suelo.

—Que te lleve tu madre.

Después le dio el vaso a Peregil, con una mirada que era una orden. Y Peregil, con un nuevo y resignado suspiro, estrelló lo más discretamente que pudo el vaso ante sus pies. Al hacerlo sobresaltó a una estrafalaria pareja que en ese momento pasaba frente al bar: un gordo vestido de blanco, con sombrero y bastón, que llevaba del brazo a una mujer con traje de lunares, caracolillo como el de Estrellita Castro y una cámara de fotos en la mano.

Se reunieron los tres pasada la esquina, bajo el pórtico árabe de la mezquita, en los escalones que olían a estiércol de coche de caballos y a la Sevilla de toda la vida. Don Ibrahim tomó asiento con dificultad apoyado en el bastón, la ceniza del puro desplomándosele en la inmensa barriga.

—Hemos tenido suerte —dijo—. Había suficiente luz para las fotos.

Se habían ganado el descanso de un par de minutos y estaba de buen humor, con la satisfacción del deber cumplido.
Audaces fortuna llevat
y todo eso; aunque no estaba muy seguro del verbo. La Niña Puñales fue a sentarse a su lado, tintineante de zarcillos y pulseras, la cámara fotográfica sobre la falda.

—Digo —confirmó su voz aguardentosa y ronca. Tenía los zapatos a un lado y se frotaba los tobillos huesudos, llenos de varices—. Esta vez Peregil no puede quejarse. Por sus muertos que no.

Don Ibrahim se daba aire con el panamá, acariciando su chamuscado bigote. En aquel momento de triunfo el aroma del habano le sabía a gloria bendita:

—No —rubricó, festivo—. No puede. Él mismo es testigo ocular de que todo se ha ejecutado de forma impecable; casi castrense. ¿No es cierto. Potro?… Planteamiento, nudo y desenlace. Igual que los comandos en las películas.

De pie como si montara guardia, pues nadie le había dicho que se sentara, el Potro del Mantelete hizo un gesto afirmativo:

—Mismamente —dijo—. Planteamiento y todo eso.

—¿Por dónde van los tórtolos? — se interesó el ex falso letrado, encasquetándose de nuevo el sombrero.

El Potro echó un vistazo calle abajo y dijo que camino del Arenal; sobraba tiempo para alcanzarlos. La luz amarillenta de los faroles le endurecía más el rostro en torno a la nariz aplastada. Don Ibrahim cogió la cámara de la falda de la Niña y se la entregó a él.

—Anda, saca el carrete no vaya a estropearse.

Obediente, entre la mano del brazo en cabestrillo y la sana, el Potro abrió la cámara mientras don Ibrahim buscaba el otro carrete. Por fin lo encontró, deshizo el envoltorio y se lo pasó a su compinche.

—Habrás rebobinado, imagino —comentó de pasada—. Antes de abrir la cámara.

El Potro se había quedado muy quieto, como si el arbitro acabase de ordenarle que no agachara tanto la cabeza, y observaba a don Ibrahim de hito en hito. De pronto cerró la tapa de la cámara de golpe.

—¿Qué es lo que había que rebobinar? — preguntó suspicaz, alzando una ceja.

BOOK: La piel del tambor
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Emerald Windows by Terri Blackstock
White Witch by Trish Milburn
Burning Bright by A. Catherine Noon
Sword Breaker-Sword Dancer 4 by Roberson, Jennifer
Moving On by Jennii Graham
Fair Game (The Rules #1) by Monica Murphy
The Worth of War by Benjamin Ginsberg
How We Do Harm by Otis Webb Brawley