La piel del tambor (44 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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Tomaron asiento en las sillas de hierro pintado de blanco; Quart entre las dos mujeres, junto a la fuente de azulejos dispuestos según las más rigurosas leyes de la heráldica. Las macetas cubrían el patio de flores y hojas verdes, y el aroma a jazmín se anunciaba en los brotes tiernos. Macarena despidió a la doncella cuando ésta puso en la mesita taraceada la bandeja del café, y ella misma fue sirviendo las tazas. Solo para Quart, cortado para ella. Una coca-cola no demasiado fría para su madre.

—Ya sabe que es mi droga —dijo la vieja dama, en respuesta al interés de Quart—. Los médicos me niegan el café.

Macarena dirigió un gesto desolado al sacerdote:

—Duerme muy poco, y si se acuesta pronto termina desvelándose a las tres o a las cuatro de la madrugada. Esto la ayuda a seguir despierta más tiempo. Por eso la toma así, cafeína incluida. Todos le decimos que no puede ser bueno, pero no hace caso a nadie.

—¿Por qué había de haceros caso? — preguntó Cruz Bruner—… Esta bebida es lo único que me gusta de Norteamérica.

Macarena la miró con suave reproche:

—Gris también te gusta, mamá.

—Es verdad —concedió la anciana entre dos sorbos—. Pero ella es de California: casi española.

Macarena se volvió a Quart, que tenía plato y taza en las manos y removía el café con la cucharilla:

—La duquesa cree que en California los hacendados todavía visten traje charro y botones de plata, fray Junípero predica en las iglesias, y el Zorro cabalga por allí batiéndose a sable por los pobres.

—¿Y no es así? — preguntó Quart, divertido.

Cruz Bruner hizo un vigoroso gesto afirmativo.

—Así debería ser —dijo, y luego miró a su hija como si el comentario del sacerdote fuera decisivo—. A fin de cuentas, tu architatarabuelo Fernando fue gobernador de California antes de que nos quitaran aquello.

Lo dijo con el aplomo de su sangre y la de los graves caballeros apostados en los lienzos del corredor; parecía que California se la hubieran arrebatado directamente a ella o a su familia. Resultaba singular la mezcla de familiaridad y tolerancia cortés, algo altiva, con que Cruz Bruner se dirigía a sus semejantes, con toda aquella larga memoria desfilando en silencio por sus ojos enrojecidos, lúcidos y tristes, en los que de pronto asomaba la sonrisa como el estallido de un cristal roto. Quart observó las manos y el rostro llenos de arrugas, moteados por manchas pardas; la piel seca y la débil línea de carmín rosa pálido que trazaba el contorno imaginario de unos labios marchitos. El cabello blanco con reflejos azulados, el collar de pequeñas perlas en torno al cuello, el abanico de Romero de Torres. Ya apenas quedaban mujeres como ésa. Conocía a algunas supervivientes —damas solitarias que paseaban su tiempo perdido y sus nostalgias en pueblecitos de la Costa Azul, matronas de la antigua nobleza negra italiana, secas reliquias centroeuropeas con sonoros apellidos austrohúngaros, piadosas señoras españolas—, y sabía que del molde original quedaban muy pocas, y Cruz Bruner era de las últimas. Los hijos e hijas eran balas perdidas, sin oficio ni beneficio, pasto de prensa amarilla, cuando no trabajaban de nueve a seis en un despacho o un banco, regentaban bodegas, tiendas o discotecas de moda, y le hacían el juego a los financieros y a los políticos de quienes dependía su sustento. Estudiaban en Norteamérica, viajaban a Nueva York antes que a París o Venecia, no sabían hablar francés, y se casaban con gente divorciada, modelos de alta costura o advenedizos cuya única memoria eran los dígitos de una cuenta corriente recién estrenada con la especulación y los golpes de fortuna. Ella misma lo había dicho durante la cena, con una sonrisa y un relámpago de humor inteligente, burlón. Como las ballenas y las focas, yo también pertenezco a una especie amenazada: la aristocracia.

—Ciertos mundos no terminan con terremotos, ni estrépitos formidables —la septuagenaria miraba a Quart con aire de duda, preguntándose si era capaz de comprender sus palabras—. Se limitan a extinguirse en silencio, con un discreto ay.

Acomodó el almohadón en su espalda antes de quedarse callada unos instantes, escuchando. Cantaban los grillos en el jardín junto a la tapia del convento vecino, y un leve resplandor en el cielo anunciaba la salida de la luna.

—En silencio —repitió.

Quart miró a Macarena. Tenía la luz de los faroles de la galería a la espalda, y la mitad del rostro en penumbra bajo el pelo que le había resbalado desde un hombro. Cruzaba las piernas bajo el largo vestido de algodón oscuro, con las sandalias mostrando sus pies desnudos. El marfil del collar le resplandecía suavemente en el cuello.

—No es el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas —aventuró Quart—. Su decadencia sí hace ruido.

Macarena no dijo nada. Fue su madre quien movió un poco la cabeza:

—No todos los mundos se resignan a desaparecer —susurró. El comentario sonaba como un suspiro.

—Usted no tiene nietos —dijo Quart.

Procuró decirlo en tono neutro, casual. Que no pudiera considerarse una provocación o una impertinencia, aunque algo tuviese de ambas cosas a la vez. Pero Macarena siguió impasible, y fue Cruz Bruner quien habló, al tiempo que miraba a su hija:

—Tiene razón. No los tengo.

Hubo un silencio que él sostuvo con la esperanza de no haber errado el tiro. Ahora Macarena había adelantado el rostro, lo suficiente para que el trozo de luna que despuntaba sobre el alero iluminase una mirada hostil fija en Quart:

—Ese no es asunto suyo —dijo al fin, en voz muy baja.

—Puede que tampoco lo sea mío —concedió la duquesa, acudiendo en ayuda de su invitado—. Pero es una lástima.

—¿Por qué ha de ser una lástima? — el tono de Macarena fue cortante como un cuchillo; le hablaba a su madre pero seguía mirando al sacerdote—. A veces es mejor no dejar nada atrás —hizo un gesto violento, exasperado, para apartar el cabello—. Son afortunados esos soldados que van a las guerras con todo cuanto tienen: su caballo y su sable, o su fusil. Sin nadie por quien preocuparse y sufrir.

—Como algunos sacerdotes —concluyó Quart, que tampoco quitaba los ojos de ella.

—Tal vez —Macarena reía ahora sin ganas; muy lejos de su habitual risa franca, de muchacho—. Debe de ser maravilloso sentirse tan irresponsable y tan egoísta. Elegir la causa que uno ame o le convenga, como hace Gris. O como usted. No la que se hereda o le imponen a una.

Con las últimas palabras quedó un rastro de amargura. Cruz Bruner entrelazaba los dedos en torno al abanico:

—Nadie te forzó a ocuparte de esa iglesia, hija mía. Ni a convertirla en cuestión personal.

—Por favor. Sabes mejor que nadie que hay obligaciones que no eliges, pero que recaen sobre ti. Baúles que no se abren impunemente… Hay vidas gobernadas por fantasmas.

La duquesa hizo sonar el abanico con un chasquido.

—Ya la oye, padre. ¿Quién dijo que las heroínas románticas habían desaparecido?… —se dio un poco de aire antes de cerrar las varillas pensando en otra cosa. Miraba, abstraída, los rasguños en los nudillos del sacerdote—. Pero los fantasmas sólo duelen con la juventud. El tiempo los multiplica, es cierto; aunque también suaviza sus efectos: el dolor se vuelve melancolía. Todos mis fantasmas nadan en una balsa de aceite —deslizó una lenta mirada alrededor, a los arcos mudéjares del patio, la fuente de azulejos y la luna que ascendía en el rectángulo de cielo negro azulado—. Ni siquiera esto duele ya —miró a su hija—. Sólo tú, quizás. Un poco.

Ladeó la cabeza la anciana, con gesto idéntico al de Macarena, y de pronto Quart descubrió en su rostro los rasgos familiares de la hija. Fue una visión rápida que lo hizo asomarse por un extraño momento al futuro, treinta o cuarenta años más tarde, de la hermosa mujer que estaba a su lado, mirándolo callada mientras escuchaba a su madre. Todo llega, se dijo Quart. Y todo acaba.

—Por un tiempo confié en el matrimonio de mi hija —seguía diciendo Cruz Bruner—. Eso me consolaba al pensar que tarde o temprano terminaré por dejarla sola. Octavio Machuca y yo coincidimos en que Pencho era ideal: listo, buena planta, un futuro por delante… Se veía muy enamorado de Macarena, y estoy segura de que aún lo está, a pesar de cuanto ha ocurrido —se fruncieron los labios inexistentes de la duquesa—. Pero de la noche a la mañana, todo empezó a cambiar —le dirigió una fugaz mirada a su hija—. La niña abandonó su casa y volvió conmigo.

El tono de la anciana había virado al reproche, pero Macarena continuaba impasible. Quart bebió un último sorbo de su taza y la puso encima de la mesa. Tenía la continua sensación de rozar certezas, sin conseguirlo.

—No me atrevo —aventuró— a preguntar por qué.

—No se atreve —Cruz Bruner se abanicaba, mirándolo con ironía—. Tampoco yo me atrevo. En otro momento habría calificado todo esto como una desgracia; pero ya no sé qué es mejor… Soy la penúltima de mi estirpe, con casi tres cuartos de siglo propio a cuestas y una galería de retratos de antepasados que ya nadie teme, respeta o recuerda.

La luna fue a enmarcarse en mitad del rectángulo de cielo. Cruz Bruner hizo apagar todos los faroles. La luz se volvió azul y plata, con los blancos del patio —dibujos en azulejos, sillas, tonos pálidos en el mosaico del suelo— destacando en la penumbra igual que si fuese de día.

—Es parecido a cruzar una línea —prosiguió la duquesa, y Quart supo que continuaba la conversación interrumpida—. Y visto desde allí el mundo sea diferente.

—¿Y qué hay allí?

La anciana lo miró con fingida sorpresa:

—En boca de un sacerdote es una pregunta inquietante… Las mujeres de mi generación creímos siempre que ustedes tenían respuestas para todo. Cuando a mi viejo confesor, ya fallecido, le pedía consejo respecto a las calaveradas de mi marido, siempre me aconsejaba resignación, oraciones, y ofrecer mis angustias a Jesucristo. Según él, la vida privada de Rafael iba por una parte, y mi salvación por otra. No tenían nada que ver.

Miraba alternativamente a su hija y a Quart, y éste se preguntó qué consejos conyugales eran los que don Príamo Ferro le había dado a Macarena.

—A este lado de la línea —prosiguió Cruz Bruner, retomando el hilo— hay cierta curiosidad desapasionada. Una ternura tolerante hacia quienes llegarán hasta aquí tarde o temprano, y no lo saben.

—¿Como su hija?

La anciana lo pensó un momento:

—Por ejemplo —dijo por fin, y estudió a Quart, interesada—. O como usted mismo. No siempre será un sacerdote apuesto que atraiga a sus feligresas.

Quart ignoró la alusión. Seguía rozando certezas, sin éxito:

—¿Y qué tiene que ver todo eso con el padre Ferro?… ¿Cuál es su visión desde el otro lado?

La anciana hizo un gesto de ignorancia. Empezaba a aburrirle aquella conversación.

—Tendría que preguntárselo a él. Me parece que don Príamo no es tierno, ni tolerante. Pero es un sacerdote honrado, y yo creo en los sacerdotes. Creo en la Iglesia católica, apostólica y romana, y espero salvar mi alma en la vida eterna —se tocó la barbilla con el abanico cerrado—… Creo hasta en los sacerdotes como usted, que no dicen misa ni cosas así; incluso en esos que llevan pantalón vaquero y zapatillas de tenis, como el padre Óscar… En ese mundo desaparecido del que procedo, un sacerdote significaba algo. Por otra parte —miró a su hija—. Macarena quiere mucho a don Príamo, y yo también creo en Macarena. Me gusta verla librar sus batallas personales, aunque a veces no la entienda. Batallas imposibles cuando yo tenía su edad.

Reflexionaba Quart sobre la integridad del párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. Era la segunda vez que oía proclamar aquella honradez en los dos últimos días; pero eso estaba en contradicción con el informe sobre Cillas de Ansó. Miró el reloj:

—¿El padre Ferro está ahora en el observatorio?

—Es demasiado pronto —respondió Cruz Bruner—. Suele subir un poco más tarde, hacia las once… ¿Le gustaría esperarlo?

—Sí. Hay un par de cosas que debo comentar con él.

—Excelente. Así gozaremos más tiempo de su compañía —volvían a cantar los grillos, y la vieja dama escuchaba atenta, vuelta a medias hacia el jardín—… ¿Sabe ya quién le mandó nuestra postal?

Sólo tornó a mirarlo después de hecha la pregunta; Quart había metido la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y puesto sobre la mesa la tarjeta nunca recibida por el capitán Xaloc.

—No tengo la menor idea —se sentía observado por Macarena—. Pero al menos ahora sé quién era cada cual, y lo que significa.

—¿De verdad lo sabe? — Cruz Bruner plegaba y desplegaba el abanico, y por fin tocó con su extremo el rectángulo de cartulina que destacaba sobre la mesa—… En ese caso, mientras espera a don Príamo, quizá sea un buen momento para devolver la postal al baúl de Carlota.

Quart miró a las dos mujeres, indeciso. Macarena se había levantado y aguardaba, inmóvil, con la postal en la mano y la luna recortándole en un trazo pálido la silueta del cabello y los hombros. Se puso en pie y la siguió a través del patio y del jardín.

Cuando subieron al palomar, unas nubes rozaban la parte inferior de la luna; y aquella claridad velada confería una apariencia irreal a la ciudad bajo sus pies. Los tejados de Santa Cruz se escalonaban a la manera de un antiguo decorado de teatro, en planos de sombras rotos a intervalos por la luz de una ventana, un farol distante en un trozo de calleja estrecha entre dos aleros, una terraza donde la ropa tendida colgaba como sudarios en la noche. La Giralda se alzaba iluminada al fondo igual que si la hubieran pintado sobre un telón oscuro, y la espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas parecía muy próxima, casi al alcance de la mano, al otro lado de los largos visillos blancos que se movían lentamente, agitados por el aire.

—No es brisa del río, sino del mar —dijo Macarena—. Sube de noche, desde Sanlúcar.

Después introdujo los dedos a la izquierda de su escote, y sacando el mechero del tirante del sujetador encendió un cigarrillo. El humo se fue por los arcos de la habitación, entre el enjambre de insectos nocturnos que revoloteaba en torno a la lámpara encendida, en el espacio de luz que ésta proyectaba junto al baúl abierto.

—Es cuanto queda de Carlota Bruner —dijo.

En el baúl había cajas lacadas, cuentas de azabache, una figurita de porcelana, abanicos rotos, una mantilla blonda muy vieja y raída, agujones de sombrero, ballenas de corsé, un bolso de finos eslabones de plata, unos gemelos de ópera guarnecidos de nácar, las ajadas flores de tela, papel y cera de un sombrero, libros de fotos y postales, viejas revistas ilustradas, estuches de piel y cartón, unos insólitos guantes rojos y largos de gamuza, ajados libros de poesía y cuadernos escolares, bolillos de madera para encaje, una trenza de pelo castaño muy claro de casi tres palmos de longitud, un catálogo de la Exposición Universal de París, un trozo de coral, una góndola en miniatura, un vetusto folleto turístico de las ruinas de Cartago, una peineta de carey, un pisapapeles de cristal con un caballito de mar en su interior, varias monedas antiguas, romanas, y otras de plata con la efigie de Isabel II y Alfonso XII. En cuanto al paquete de cartas, era grueso y estaba sujeto con una cinta. Calculó Quart medio centenar: casi las dos terceras partes eran sobres que contenían cuartillas plegadas en tres dobleces, y el resto tarjetas postales. La tinta había palidecido en el papel amarillento y quebradizo, virando del negro o el azul a un sepia diluido que a veces se tornaba ilegible. Ninguna llevaba matasellos y todas estaban escritas con la letra inclinada, fina e inglesa, de Carlota. Dirigidas al capitán don Manuel Xaloc, puerto de La Habana, Cuba.

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