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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (41 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Has ofendido su dignidad pastoral —dijo Machuca, socarrón.

Reprimiendo un juramento a flor de labios —habría supuesto un segundo error—, Gavira hizo un gesto de impaciencia:

—La dignidad de Monseñor tiene un precio, como todo Un precio que yo puedo pagar —dudó un instante, en atención al viejo banquero— Que el Cartujano puede pagar.

—Pero de momento el cura sigue ahí —Machuca hizo una pausa de tres segundos. Una pausa increíblemente malvada— Me refiero al cura viejo.

Observaba a Gavira con curiosidad, pero éste era demasiado consciente de ello. Se tocó la corbata y los puños de la camisa, mirando alrededor. Una mujer hermosa pasó cerca y cambió con ella una sonrisa distraída.

—Eso —prosiguió Machuca, mirando alejarse a la mujer— mantiene a Macarena y a tu suegra en primera línea. De momento.

Era inútil. Gavira se había rehecho y encaraba la situación, impasible.

—No se preocupe —dijo—. Lo conseguiré.

—Eso espero, porque el tiempo se te acaba. ¿Cuántos días te quedan para la junta?… ¿Una semana?

—Lo sabe usted muy bien —el viejo había dicho
te quedan y se te acaba
. Era odiosa, pensó Gavira, aquella sensación de estar pasando siempre un examen tras otro, sometido a una especie de reválida continua—. Ocho días.

Machuca movió lentamente la cabeza.

—Una final de infarto, que dicen los del Betis —miró en torno, como si otras cosas le ocuparan la cabeza; de pronto se volvió hacia él—: ¿Sabes una cosa, Pencho?… Tengo auténtica curiosidad por ver cómo sacas adelante todo esto. En el consejo van a por ti —sonreía con la boca apergaminada, igual que una serpiente a punto de desprenderse de su piel—. Pero si lo consigues, enhorabuena. Lo que no mata, engorda.

Se alejó Machuca, reclamado por unos conocidos, y Gavira quedó solo bajo el Valdés Leal. Había cerca un tipo regordete y blando, con una papada que parecía prolongación de las mejillas, el pelo lacado y un bolso de piel en la muñeca. El desconocido se acercó cuando sus miradas se cruzaron:

—Soy Honorato Bonafé, de la revista
Q+S
—extendía una mano, a modo de saludo— ¿Podemos hablar un momento?

Gavira ignoró aquella mano mientras miraba alrededor, el ceño fruncido, preguntándose quién había dejado entrar a aquel individuo.

—Sólo le robaré unos minutos.

—Telefonee a mi secretaria —sugirió fríamente el banquero, volviéndole la espalda— Un día de éstos.

Dio unos pasos entre la gente, alejándose. Para su sorpresa, Bonafé anduvo a su lado. Fruncía la boca mirándolo de reojo, entre obsequioso y seguro de sí. Ruin, concluyó Gavira deteniéndose por fin: aquélla era la descripción exacta del fulano.

—Preparo un reportaje —dijo el otro con rapidez, antes que lo despachase de mala manera— Sobre esa iglesia que le interesa a usted.

—Y a mí qué me cuenta.

Bonafé alzó una mano pequeña y fofa, la misma que había ignorado Gavira.

—Bueno —continuaba frunciendo la boca en mohín conciliador— Si tenemos en cuenta que el Banco Cartujano es el principal interesado en el derribo de Nuestra Señora de las Lágrimas, creo que una conversación, o unas declaraciones… Ya me entiende.

Gavira se mantuvo impasible.

—Pues no. No entiendo en absoluto.

Untuoso, paciente, Honorato Bonafé obsequió al banquero con un rápido esbozo del panorama: el Cartujano, la iglesia y la recalificación del terreno. El párroco, individuo algo dudoso, enfrentado al arzobispo de Sevilla y bajo expediente disciplinario o algo parecido. Dos muertos por accidente, o vaya usted a saber. Un enviado especial de Roma. Y bueno, una bella esposa, o ex esposa, hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Y ella y aquel cura de Roma…

Se detuvo de pronto, al ver la expresión de Gavira. El banquero había dado un paso hacia él y lo miraba muy de cerca.

—Bueno, ya me entiende —zanjó Bonafé, resumiendo sobre la marcha— Se lo cuento para que se haga idea: titulares, portada y demás. Publicamos la historia completa la semana que viene. Y naturalmente, su opinión o sus palabras tienen mucho peso.

El banquero seguía inmóvil, mirándolo sin decir palabra. Honorato Bonafé inició una sonrisa pero la dejó allí, inconclusa, entre los labios sonrosados que fruncía paciente, a la espera de respuesta.

—Usted —dijo por fin Gavira— quiere que yo le cuente.

—Eso es.

Pasó cerca Peregil, y Gavira creyó advertir en él una mirada de alarma al ver a Bonafé. Estuvo tentado de llamarlo para preguntarle si tenía algo que ver con la presencia del periodista en la exposición; mas no era momento para un careo. Lo que de verdad le apetecía era sacar de allí a patadas a aquel individuo gordito y blando con modales de chantajista.

—¿Y qué gano hablando con usted?

La sonrisa del periodista se disparó por fin, insolente y segura. Ese es el lenguaje, insinuaba el mohín de la boca.

—Bueno. Controla la información. Aporta su versión de los hechos —Bonafé hizo una pausa cargada de sentidos—… Nos pone de su parte, para entendernos.

—¿Y si no lo hago?

—Ah. Eso es diferente. El reportaje se publicará de todos modos, pero usted habrá dejado pasar su oportunidad.

Ahora le llegó a Gavira el turno de sonreír, y lo hizo con su mueca más peligrosa: la del Marrajo del Arenal.

—Eso suena a amenaza.

El otro movía la cabeza, ajeno a las sonrisas y a los matices.

—No, por Dios. Sólo pongo mis cartas sobre la mesa —los ojillos abolsados, porcinos, brillaban de codicia—. Juego limpio con usted, señor Gavira.

—¿Y por qué juega limpio conmigo?

—Oh, pues… No sé —Bonafé se estiraba los faldones de su chaqueta arrugada—. Supongo que, de cara a la opinión pública, su imagen despierta simpatía, ya me entiende: joven banquero que impone un nuevo estilo, etcétera. Usted da bien en las fotos, gusta a las señoras. En una palabra: vende. Es un hombre de moda, y mi revista puede contribuir mucho y bien a que siga de moda. Considérelo una operación de imagen —puso cara de circunstancias—. Mientras que su mujer…

—¿Qué pasa con mi mujer?

Las palabras sonaban igual que astillas de hielo, pero Bonafé no parecía reparar en las señales de peligro:

—Ella también da bien en las fotos —dijo, sosteniendo la mirada de su interlocutor con mucho aplomo—. Aunque creo que ese torero… Bueno, ya sabe. Eso acabó. Precisamente ahora el sacerdote de Roma… ¿Sabe a quién me refiero?

Gavira pensaba muy rápido, sopesando los pros y los contras. Sólo necesitaba una semana de tregua, y después todo daría igual. Y el precio de aquel tipo estaba a la vista.

—Si, ya comprendo —respondió, todavía el aire ausente— Y dígame: ¿cuánto calcula que puede costarme esa operación de imagen?

Bonafé alzó ambas manos para juntar las yemas de los dedos, en gesto de oración, o de acción de gracias. Parecía relajado. Feliz.

—Oh, bueno —dijo—. Yo había pensado en una conversación detenida sobre esa iglesia. Un cambio de impresiones. Y luego, no sé —le dirigió una mirada significativa al banquero— Quizá le interese invertir en prensa.

Volvió a pasar cerca Peregil, mirándolos como al azar. Gavira observó que su asistente seguía preocupado. El banquero compuso una última sonrisa volviéndose hacia Bonafé, mas nadie hubiera interpretado aquel gesto como indicio de simpatía. Tampoco el otro debió de considerarlo así, pues parpadeó un instante, inquieto.

—Hace tiempo que invierto en prensa —dijo Gavira— Lo que pasa es que aún no había tenido que ocuparme de gente como usted.

Frunció la boca el periodista en una mueca cómplice, de modo que se le estremeció la papada igual que si fuera gelatina. Y Gavira, observándolo, se dijo que Honorato Bonafé daba el tipo perfecto para ese personaje abyecto, viscoso, que suele aparecer asesinado en las películas.

—Lo que me fascina de Europa —dijo Gris Marsala— es su larga memoria. Basta entrar en un lugar como éste, mirar un paisaje, apoyarse contra un viejo muro, y todo está ahí. Tu pasado, tus recuerdos. Tú misma.

—¿Por eso anda obsesionada con la iglesia? — preguntó Quart.

—No es sólo esta iglesia.

Se hallaban en el atrio, ante el Nazareno de pelo natural y los exvotos polvorientos colgados en la pared. Los dorados del retablo relucían al fondo, bajo los andamies, en la penumbra que rodeaba la imagen de la Virgen y las tallas orantes de los duques del Nuevo Extremo.

—Quizás hay que ser norteamericana para comprenderlo —añadió Gris Marsala al cabo de unos instantes—. Allí tienes la impresión, a veces, de que todo esto fue construido por gente extraña, ajena. De pronto un día vienes y comprendes que es tu propia historia. Que tú misma, por mano de los antepasados, colocaste piedra sobre piedra. Puede que eso explique la fascinación que muchos compatriotas míos sienten por Europa —le sonrió a Quart, el aire absorto—. Inesperadamente doblas una esquina y recuerdas. Te creías huérfana y resulta que no es así. Tal vez por eso ahora no quiero regresar.

Se apoyaba en la pared blanca, junto a la pila de agua bendita. Llevaba, como siempre, el pelo encanecido sujeto con una pequeña trenza en la nuca y el viejo polo azul oscuro que olía ligeramente a sudor. Colgaba los pulgares en los bolsillos traseros de los téjanos manchados de yeso y cal.

—A mí me convirtieron en huérfana varias veces —dijo—. Y la orfandad es esclavitud. La memoria te da aplomo, sabes quién eres y a dónde vas. O a dónde no vas. Sin ella estás a merced del primero que llega y te llama hija suya. ¿No cree? — aguardó, hasta ver que su interlocutor asentía en silencio—. Defender la memoria es defender la libertad. Sólo los ángeles pueden permitirse el lujo de ser espectadores.

Quart hizo un gesto de comprensión que no comprometía a nada. En ese momento pensaba en el informe que había recibido de Roma sobre aquella mujer, y que ahora estaba en su mesa del hotel, con algunos párrafos subrayados en rojo. Ingreso a los dieciocho años en una orden religiosa. Arquitectura y Bellas Artes en la Universidad de Los Ángeles, con cursos especializados en Sevilla, Madrid y Roma. Brillante expediente académico. Siete años profesora de arte. Cuatro años directora de un colegio religioso universitario de Santa Bárbara. Crisis personal con complicaciones de salud. Dispensa temporal indefinida. Tres años en Sevilla, donde vivía de dar clases a alumnos norteamericanos de Bellas Artes. Discreta, sin nada que señalar, apenas mantenía contacto con una residencia local de la orden a la que pertenecía. Domiciliada en vivienda particular. No había pedido separación del estado religioso. No constaba que hubiese realizado estudios especiales de informática.

Quart miró a la monja. Afuera, en la plaza, la luz subía de intensidad y el calor empezaba a hacerse notar. Agradeció el refugio fresco que brindaba la iglesia.

—Es su memoria recobrada, entonces, lo que la retiene aquí.

—Más o menos.

Gris Marsala sonrió tristemente, observando la medalla militar atada a las flores secas del ramo de novia, entre los exvotos del Nazareno —piernas, brazos, figurillas de latón y cera—, con aire de preguntarse el paradero de las manos que llevaron aquellas flores. Se había endurecido la expresión en sus ojos, cuya claridad intensificaba la luz exterior.

—Los futuristas —dijo, tras un nuevo silencio— propusieron dinamitar la ciudad de Venecia, para destruir así un modelo. Lo que entonces parecía una paradoja esnob se ha vuelto realidad en la arquitectura, en la literatura… En la teología. Arrasar ciudades bombardeándolas sólo es un ejemplo excesivo; un modo brutal de abreviar las cosas —sonreía ensimismada y triste, mirando el seco ramo de novia— Hay métodos más sutiles.

—Ustedes no pueden vencer —dijo suavemente Quart.

—¿Nosotros?… —la monja lo miró sorprendida—. No se trata de un clan, o una secta. Sólo gente agrupada en torno a esta iglesia, cada uno con motivos personales distintos —movía la cabeza; todo aquello resultaba obvio— El padre Óscar, por ejemplo, es joven y ha descubierto una causa de la que enamorarse, como podría haber sido una mujer, o la Teología de la Liberación… En cuanto a don Príamo, me recuerda ese libro magnífico de un español a quien tuve ocasión de oír en la universidad. Ramón Sender:
La aventura equinoccial de Lope de Aguirre
. ¡Aquel conquistador pequeño, desconfiado y duro, que cojeaba de viejas heridas e iba siempre armado a pesar del calor, pues no se fiaba de nadie!… Igual que él, nuestro párroco ha decidido rebelarse contra un rey lejano e ingrato, y librar su guerra personal. ¿No tiene gracia?… También a tipos como Aguirre los reyes les enviaban gente como usted, con órdenes de cárcel o ejecución —suspiró, antes de guardar silencio un instante—. Imagino que es inevitable.

—Hábleme de Macarena.

Al escuchar el nombre, Gris Marsala miró a Quart con atención. Soportaba éste el escrutinio, impasible.

—Macarena —dijo por fin la monja— defiende su propia memoria: algunos recuerdos, el baúl de su tía abuela y las lecturas que la marcaron desde niña. Se debate en lo que ella misma, en sus momentos de humor, llama
el efecto Buddenbroock
: la conciencia de un mundo que se extingue, la tentación gatopardesca de aliarse con los advenedizos para sobrevivir. La desesperanza de la inteligencia.

—Cuénteme más cosas.

—No hay mucho más que contar. Todo está a la vista —Gris Marsala miró a través de la puerta abierta la plaza llena de sol—. Heredó un mundo que ya no existía, eso es todo. También ella es una huérfana que se aterra a los restos de su naufragio.

—¿Y qué papel juego yo en todo esto?

Se sintió incómodo apenas la pregunta abandonó sus labios, pero ella no parecía darle demasiada importancia. Vio que movía los hombros bajo el polo manchado de yeso.

—No sé. Usted se ha convertido en el testigo —pareció reflexionar un poco más—. Todos están tan solos que necesitan a alguien que levante acta. Imagino que desean su comprensión, o más bien la de quienes lo enviaron aquí. Del mismo modo que Aguirre, en el fondo, anhelaba la de su rey.

—¿También Macarena?

Esta vez Gris Marsala tardó un poco en responder. Miraba los rasguños en los nudillos de la mano de Quart.

—Usted le gusta—dijo al fin, con sencillez—. Como hombre, quiero decir. Y no me sorprende. No sé si es consciente, pero su presencia en Sevilla le da a todo un cariz especial. Imagino que ella intenta seducirlo, a su manera —sonrió quedamente, adoptando el aire de un chico malvado—. Y no me refiero al aspecto físico de la cuestión.

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