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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (46 page)

BOOK: La piel del tambor
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Quart movía la cabeza, repentinamente seguro de sí. Aquello era justo lo único que le quedaba claro. Su oficio.

—Se equivoca de nuevo —repuso con suavidad—. No lo es. Ya dije en una ocasión que no quiero confesarla a usted.

—No puede evitarlo, padre —Quart percibió despecho e ironía en el tono de la mujer—. Considéreme un alma atribulada que su ministerio le impide rechazar —sobrevino un silencio—… Además, tampoco estoy pidiendo una absolución.

Encogió él los hombros, cual si aquello bastase para dejarlo al margen. Pero ella tenía los ojos llenos de reflejos de luz, y de luna, y de noche, y no pareció advertir el gesto.

—Me quedé embarazada —prosiguió, en el mismo tono de antes— y a Pencho le cayó el mundo encima. Demasiado pronto, demasiados problemas antes de tiempo, insistía. Presionó como nunca nadie en mi vida… Presionó para que me lo quitara.

Así que era eso. Las piezas rezagadas siguieron encajando lentamente en las reflexiones del sacerdote. Macarena se quedaba callada, y él no pudo evitar abrir la boca, a su pesar:

—Y lo hizo —dijo.

No era una pregunta. Se giró a mirarla, viéndola sonreír con una amargura que nunca le había visto antes.

—Lo hice —Santa Cruz seguía reflejándose en sus ojos, pálida a causa de la luna—. Soy católica y me resistí cuanto pude. Pero amaba realmente a mi marido. Contra la opinión de don Príamo, ingresé en una clínica y perdí el niño. Sólo que las cosas se complicaron: tuve una perforación del útero con hemorragia arterial, y hubo que practicarme una histerectomía de urgencia… ¿Sabe lo que significa eso? Que nunca podré ser madre otra vez —alzó los ojos y se inundaron de luna, borrándose todo rastro de lo demás—. Nunca.

—¿Qué dijo el padre Ferro?

—Nada. Es anciano y ha visto demasiado. Sigue dándome la comunión cuando se la pido.

—¿Lo sabe su madre?

—No.

—¿Y su marido?

Ahora ella emitió una carcajada corta y seca.

—Tampoco —pasaba la mano por el alféizar, cerca del brazo de Quart, pero sin llegar a tocarlo esta vez—. Nadie lo sabe excepto el padre Ferro y Gris. Y ahora, usted.

Dudó un momento, como si fuera a añadir un nombre más. Pero Quart la miraba, sorprendido:

—¿Aprobó la hermana Marsala su decisión de abortar?

—Al contrario. Aquello casi me cuesta su amistad. Pero cuando se complicaron las cosas en la clínica, ella acudió a mi lado… En cuanto a Pencho, no le permití acompañarme durante la intervención, y siempre creyó que el aborto fue normal. Regresé a casa, convaleciente, y para él todo parecía ir bien.

Guardó silencio un instante, mirando la Giralda iluminada a lo lejos, y luego se volvió al sacerdote.

—Hay un periodista —dijo—. Un tal Bonafé, el mismo que publicó la semana pasada ciertas fotos…

Se calló, esperando sin duda un comentario; pero Quart no dijo nada. Las fotografías del hotel Alfonso XIII eran lo de menos. Le preocupaba el nombre de Honorato Bonafé en boca de Macarena.

—Un tipo desagradable —prosiguió ella, al cabo de un momento—. Blando, sucio… De esos a quienes nunca darías la mano porque se adivina húmeda.

—Lo conozco —dijo por fin Quart.

Macarena le dirigió una ojeada suspicaz, preguntándose de qué podía él conocer a semejante individuo. Después inclinó la cabeza, y el cabello negro se interpuso entre ambos.

—Vino a verme esta mañana —prosiguió—. En realidad fue a abordarme en la puerta, pues no lo habría recibido aquí nunca. Lo mandé con viento fresco, pero antes de irse insinuó algo sobre la clínica… Ha estado haciendo preguntas.

Sangre de Dios. Quart torcía el gesto, imaginando la escena. Por un momento lamentó no haber sido más contundente con Bonafé cuando su última entrevista. La rata miserable. Deseó con toda el alma tropezárselo de nuevo a su regreso, en el vestíbulo del hotel, para borrar de su cara aquella sonrisa viscosa.

—Estoy un poco inquieta —confesó Macarena.

Lo dijo en un tono preocupado, inseguro, que tampoco le había oído nunca antes. Quart imaginaba sin esfuerzo el partido que Bonafé iba a sacar de la historia.

—Abortar —comentó— ya no es un problema en España.

—No. Pero ese hombre y su revista viven de escándalos.

Cruzaba los brazos, apretados. De pronto parecía tener frío.

—¿Sabe cómo se hace un aborto, padre Quart?… —se había vuelto a estudiarlo, buscando la respuesta en su rostro para descartarla al fin con una mueca despectiva—. No, creo que no lo sabe. Quiero decir que no lo sabe de verdad. Toda aquella luz, y el techo blanco, y las piernas abiertas. Y las ganas de morirse. Y la infinita, fría, espantosa soledad… —se apartó bruscamente de la ventana—. Malditos sean todos los hombres del mundo, incluido usted. Maldito hasta el último de ellos.

Se detuvo en un suspiro muy hondo, expulsando aire igual que si le doliera en los pulmones. El contraste de luces y sombras en su rostro parecía envejecerla; o tal vez fuese aquel tono de voz lento, amargo, que la convertía en otra mujer más dura y más gastada.

—Yo me negaba a pensar —prosiguió, tras un momento—. A reflexionar sobre lo que había ocurrido. Vivía en un sueño extraño del que deseaba despertarme… Y un día, a los tres meses de mi regreso, entré en el cuarto de baño mientras Pencho se duchaba después de que hiciéramos el amor por primera vez. Estaba bajo el agua, enjabonándose, y yo me senté en el borde de la bañera a mirarlo. De pronto sonrió, y entonces lo vi como un perfecto desconocido… Alguien sin relación con el hombre que yo amaba, y por el que había perdido la posibilidad de tener hijos.

Se calló otra vez para exasperación de Quart, que habría preferido no saber, y sin embargo estaba pendiente de sus palabras. Por un momento pareció que había terminado; pero se acercó de nuevo a la ventana, una mano detenida en el alféizar a medio camino entre ella y el sacerdote, sobre la chaqueta doblada.

—Me sentí muy vacía y muy sola —prosiguió por fin—. Peor que en la clínica. Entonces hice una maleta y vine aquí… Pencho nunca lo entendió. Sigue sin entenderlo aún.

Quart respiró despacio cinco, seis veces. Ella parecía aguardar un comentario por su parte.

—Por eso le hace daño —dijo al fin. Ahora tampoco era una pregunta.

—¿Daño?… Nadie puede hacerle daño a él. Su egoísmo y sus obsesiones están blindados. Pero sí puedo hacerle pagar un alto precio social: esta iglesia, su prestigio como financiero y su orgullo como hombre. Sevilla pasa muy fácilmente del aplauso a los silbidos… Hablo de
mi
Sevilla, ésa a cuyo reconocimiento aspira Pencho. Y pagará por ello.

—Su amiga Gris sostiene que usted aún lo ama.

—A veces ella habla demasiado —rió de nuevo, con idéntica amargura— Quizá el problema resida en que lo amo. O en lo contrario. De un modo u otro, eso no cambiaría nada.

—¿Y yo?… ¿Por qué me cuenta todo esto?

La luna miraba a Quart. Dos discos blancos. Opaca.

—No lo sé. Ha dicho que se va, y de pronto eso me incomoda —estaba ahora tan cerca que cuando llegó otro soplo de brisa sus cabellos rozaron la cara de Quart—. Tal vez a su lado me siento menos sola; parece que encarne, a pesar de sí mismo, esa imagen atávica que siempre tuvo el sacerdote para buena parte de las mujeres: alguien fuerte y sabio en quien confiar, o a quien confiarse… Tal vez sean su traje negro y ese alzacuello, o quizá el hecho de que es, también, un hombre atractivo. Puede que su venida de Roma, y lo que representa, atraiga mi interés. Quizá yo sea su
Vísperas.
Puede que intente ganarlo para mi causa, o simplemente intente infligir una nueva y más retorcida ofensa al honor de Pencho… También podría tratarse de algunas o todas esas cosas a la vez. En lo que se ha convertido mi vida, el padre Ferro y usted son los extremos de un terreno tranquilizador: opuestos y complementarios.

—Por eso defiende esa iglesia —concluyó Quart—. La necesita tanto como los otros.

Ella había alzado los brazos, levantándose hasta la nuca el cabello recogido en las manos. Su cuello era una línea suave y oscura desde los lóbulos de las orejas hasta el nacimiento de los hombros.

—Quizá también usted la necesita más de lo que cree —abrió las manos y el cabello se derramó en una cascada negra, ocultándole cuello y hombros—… En cuanto a mí, no sé lo que necesito. Quizá esa iglesia, como dice. Tal vez un hombre apuesto y silencioso que me haga olvidar; o que me otorgue, al menos, el don de la indiferencia. Y otro, anciano y sabio, que me absuelva de buscar mi propio olvido. ¿Sabe una cosa?… Hace un par de siglos era una suerte ser católica. Eso lo solucionaba todo: bastaba sincerarse con un cura y esperar. Ahora ni siquiera ustedes los curas creen en sí mismos. Hay una película,
Jennie…
¿Le gusta el cine?… En un momento del diálogo, Joseph Cotten, el pintor protagonista, le dice a Jennifer Jones: «Sin ti estoy perdido». Y ella responde: «No digas eso. No podemos estar perdidos los dos»… ¿Está usted tan perdido como parece, padre Quart?

Se volvió hacia ella dejando la chaqueta abandonada en la ventana, sin una respuesta en los labios. Y la luna se reía de él con su doble reflejo pálido. Y se preguntó cómo era posible que una boca de mujer sonriese burlona y tierna al mismo tiempo, tan desvergonzada y tan tímida, y tan cercana. Y en el momento en que iba a abrir la suya, dispuesto a decir algo que todavía ignoraba, un reloj cercano dio sobre los tejados once campanadas, y Quart se dijo que, sin duda, el Espíritu Santo acababa de finalizar su turno de guardia. Sangre de Dios. Alzó una mano en dirección al rostro de mujer —la mano herida— pero tuvo el dominio suficiente para detenerla a medio camino. Entonces, incapaz de establecer si era decepción o alivio lo que sentía, vio que don Príamo Ferro se hallaba en la puerta, y los miraba.

—Demasiada luna —comentó el padre Ferro. Estaba de pie junto al telescopio, observando el cielo—. No es buen momento para trabajar.

Macarena se había ido escaleras abajo, dejándolos solos en el palomar. Quart se inclinó a cerrar el baúl de Carlota antes de quedarse inmóvil, atento a la pequeña y reseca figura que le daba la espalda, tan oscura en su sotana negra.

—Apague la luz —dijo el párroco.

Obedeció Quart, y los lomos de los libros, y el baúl de Carlota, y el grabado de la Sevilla del XVII que había en la pared, se fundieron en negro. Ahora la silueta de la ventana parecía más compacta y vigorosa. La noche reforzaba en ella una cualidad singular, hecha de sombras.

—Quiero hablar con usted —dijo Quart—. Dejo Sevilla.

El padre Ferro no hizo ningún comentario. Seguía quieto mirando el cielo, recortado por un escorzo de luna en el arco de la ventana.

—Berenice —dijo por fin—. Puedo ver la cabellera de Berenice.

Quart anduvo hasta situarse a su lado. El telescopio quedaba entre ambos, apuntado al cielo.

—Esas trece estrellas —añadió el padre Ferro—. Al noroeste. Ella ofrendó los cabellos para lograr la victoria de sus ejércitos.

Quart no miraba el cielo, sino el perfil sombrío del párroco, vuelto hacia arriba. Como cumpliendo con retraso sus deseos, la torre iluminada de la Giralda se apagó de pronto, igual que si acabara de esfumarse en la noche. Un instante después, a medida que las retinas de Quart se adaptaron a la nueva situación, sus contornos oscuros empezaron a perfilarse otra vez bajo la luna.

—Y allá, más lejos —proseguía el padre Ferro—, casi en el cenit, están los Perros de Caza.

Pronunció el nombre con un desprecio infinito: intrusos invadiendo un territorio amado. Esta vez Quart sí miró hacia arriba y pudo distinguir, hacia el norte, una estrella grande y otra pequeña que parecían viajar juntas por el espacio.

—No le caen simpáticas —comentó.

—No. Detesto a los cazadores. Y más cuando cazan por cuenta de otros… En este caso, además, son los perros de la adulación. La estrella grande es Cor Caroli. Halley la bautizó así porque brilló con más intensidad el día del regreso de Carlos II a Londres.

—Entonces el perro no es culpable.

Sonó la risa chirriante, apagada, del párroco. Por fin se había vuelto a mirar a Quart de abajo arriba, por encima del hombro. La luna acentuaba la blancura de su pelo recortado a trasquilones; casi lo hacía parecer limpio.

—Lo encuentro muy suspicaz, padre Quart. Y la fama de suspicaz la tengo yo —se rió de nuevo, quedo—. Sólo hablaba de estrellas.

Metió una mano en un bolsillo de la sotana para sacar un cigarrillo de la abollada cajita de lata. Al inclinarse sobre la llama protegida en el hueco de la mano, el resplandor rojizo iluminó cicatrices y arrugas en su rostro devastado, los pelos blancos y negros de la barba mal afeitada y crecida de nuevo, las manchas grisáceas en el cuello, las mangas de la sotana.

—¿Por qué se va? — apagado el fósforo, el cigarrillo era una brasa incandescente en el duro perfil—. ¿Ya descubrió a
Vísperas?

—Vísperas
es lo de menos, padre. Puede ser cualquiera de ustedes, o todos, o ninguno. Su identidad no cambia las cosas.

—Me gustaría saber qué va a contar en Roma.

Quart se lo dijo: las dos muertes habían sido lamentables accidentes, y su investigación coincidía con la versión policial; por otra parte, un veterano párroco libraba una guerra privada, y varios de sus feligreses lo apoyaban en ella. Una historia vieja desde San Pablo, así que no creía que nadie en la Curia se escandalizara por ello. De no mediar el pirata informático y el memorándum a Su Santidad, el asunto no debió salir nunca del ámbito del ordinario de Sevilla. Ése, en síntesis, era el panorama.

—¿Y qué harán conmigo?

—Oh, nada especial, supongo. Como monseñor Corvo ha elevado ya un procedimiento disciplinario al que se unirá mi informe, imagino que a usted le buscarán una jubilación anticipada, discreta, algo antes de lo habitual… Quizás una capellanía de monjas, aunque lo más probable sea una residencia para sacerdotes de edad. Ya sabe: descanso.

La brasa del cigarrillo se movía en el perfil.

—¿Y la iglesia?

Alargó Quart una mano hacia su chaqueta, que seguía sobre el alféizar. La desdobló y volvió a doblarla antes de colocarla otra vez en el mismo sitio.

—Eso queda fuera de mi competencia —dijo—. Pero tal como están las cosas, veo poco futuro. En Sevilla sobran iglesias y faltan curas. Además, Su Reverencia don Aquilino Corvo le tiene puesto el
requiescat.

—¿A la iglesia, o a mí?

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