Read La piel del tambor Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (57 page)

BOOK: La piel del tambor
8.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No era tanto el misterio, al fin y al cabo. Y Quart esbozó una sonrisa lentísima y triste, con los ojos fijos en la perla falsa de Nuestra Señora de las Lágrimas, mientras su entorno se ponía a girar despacio, como en la bóveda negra que cada noche escrutaba el padre Ferro en pos de la más estremecedora de las certezas. Y a Quart todo se le reveló increíblemente sencillo mientras lo veía encajar de manera perfecta: la perla, la iglesia, aquella ciudad, el punto del espacio y del tiempo en que todo se situaba. Personajes reflejados en el río ancho, viejo y sabio, camino de un mar inmenso, inmutable; un mar que seguiría batiendo playas desiertas, ruinas, puertos abandonados, barcos oxidados con inmóviles amarras, cuando mucho tiempo después todos ellos se hubieran ido.

Era tan breve el espacio, tan precario el refugio, tan frágil el consuelo, que no resultaba difícil comprender a quien desenvainaba la espada de Josué para librar la batalla que a todo daba sentido, o a quien cargaba la cruz con los pecados de otros. Eran dos caras de la misma moneda: el único heroísmo posible, el valor lúcido desprovisto de banderas y de victoria. Peones solitarios al extremo del tablero, esforzándose por terminar su juego con dignidad incluso desbordados por la derrota, como cuadros de infantería cuyo fuego se extinguiera poco a poco en un valle inundado de enemigos y de sombras. Ésta es mi casilla, aquí estoy, aquí muero. Y en el centro de cada casilla, un cansado redoble de tambor.

—Cuando quiera, páter —anunció Navajo, asomándose a la puerta.

Era eso. Era exactamente eso, y daba igual quién había empujado a Honorato Bonafé desde lo alto del andamio. Alargó Quart una mano hasta rozar con los dedos el envoltorio de la perla. Y de ese modo, mirando la lágrima falsa de Nuestra Señora, el soldado perdido en la ladera de la colina de Hattin reconoció, a lo lejos, la voz ronca y el rumor del hierro de otro hermano que libraba su combate en aquella esquina del tablero. Ya no había manos amigas que enterraran después en criptas heroicas, iluminadas por luz dorada de saeteras, entre estatuas yacentes de caballeros, los guanteletes puestos y el león a los pies. Ahora el sol estaba en el cénit y las osamentas de hombres y corceles se extendían bajo la colina, pasto de chacales y de buitres. Así que, arrastrando la espada, sudoroso bajo la cota de malla, el guerrero cansado se puso en pie y siguió a Simeón Navajo por el pasillo largo y blanco. Y allí, al extremo, en una pequeña habitación con un guardia en la puerta, el padre Ferro estaba sentado en una silla, sin sotana, con un pantalón gris bajo el que asomaban sus viejos zapatos sin lustrar, y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Habían tenido la consideración de no esposarlo; pero incluso así parecía muy pequeño y desamparado, el hirsuto pelo blanco a trasquilones, la barba de casi dos días entre marcas, arrugas y cicatrices. Sus ojos oscuros, enrojecidos en los lagrimales, observaron al recién llegado, impasibles. Entonces Quart fue hasta él y, mientras el subcomisario y el guardia lo miraban atónitos desde la puerta, se arrodilló ante el viejo sacerdote.

—Padre. Absuélvame, porque he pecado.

Eran sus excusas, su respeto, su contrición; y necesitaba dar testimonio público de ello. Por un instante el asombro conmovió la mirada del párroco. Estuvo así, quieto, sin apartar los ojos del hombre que esperaba arrodillado e inmóvil ante él. Por fin alzó lentamente una mano e hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de Lorenzo Quart. En los ojos del anciano había un brillo húmedo de reconocimiento; temblaban su barbilla y sus labios mientras pronunciaba en silencio, sin palabras, la antigua fórmula del consuelo y de la esperanza. Y con ella sonrieron por fin, aliviados, todos los fantasmas y todos los amigos muertos del templario.

Dejó atrás las tres palmeras y cruzó la plaza desierta, entre los semáforos que pasaban del verde al rojo y del rojo al ámbar. Después anduvo en línea recta por la avenida en dirección al puente de San Telmo, en la soledad y el silencio perfectos de la madrugada. Vio la luz de un taxi libre en su parada, pero siguió adelante; necesitaba caminar. Así lo hizo mientras los faroles alargaban y encogían su sombra en las aceras. A medida que se iba acercando al Guadalquivir la humedad era más intensa, y por primera vez desde que estaba en Sevilla tuvo frío. Se subió el cuello de la chaqueta. Junto al puente, sin luces ni turistas que la admirasen a aquellas horas, la torre almohade se fundía con la oscuridad, ensimismada en su tiempo perdido.

Cruzó el puente. Los surtidores de la fuente de la Puerta de Jerez estaban secos cuando pasó junto a la fachada de ladrillo y azulejos del hotel Alfonso XIII. Siguió el pie de la muralla de los Reales Alcázares, y en el patio de banderas dos barrenderos municipales apartaron a su paso el chorro de agua de una brillante embocadura de cobre. Aspiró el aire aromatizado de naranjos y tierra húmeda camino del arco de la Judería, y luego por las calles estrechas de Santa Cruz, precedido por el eco de sus pasos bajo los faroles de luz indecisa. Ignoraba cuánto había andado, pero lo cierto es que la caminata lo llevó muy lejos, fuera del tiempo; a un lugar impreciso donde, en mitad de un sueño, fue a encontrarse de pronto en una placita pequeña, entre casas pintadas de almagre y cal blanca que iluminaba la oscuridad igual que si fuese de día. Una plaza con rejas, y macetas con geranios, y bancos de azulejos con escenas del
Quijote.
Y al fondo, entre andamios que apuntalaban su decrépita espadaña, custodiada por una Virgen sin cabeza que la oscuridad mantenía semioculta en su hornacina, se alzaba, vieja de tres siglos y de la memoria larga de los hombres que bajo su techo se cobijaron, la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas.

Fue a sentarse en uno de los bancos y la estuvo mirando desde allí, inmóvil, durante mucho rato. Las campanadas iban sucediéndose en el reloj de la torre cercana; y cada vez los vencejos y las palomas revoloteaban inquietos, arrancados al sueño, para volverse a posar de nuevo en el resguardo de los aleros. Ya no había luna en el cielo. Las estrellas seguían arriba, parpadeando heladas, y hacia el alba el frío se hizo más intenso, atenazando los muslos y la espalda del sacerdote. Todo se tornaba más definido en su espíritu lleno de paz, y de ese modo vio cómo la claridad que empezaba a insinuarse hacia el este crecía despacio perfilando cada vez más la silueta de la espadaña que parecía ensombrecerse por contraste con la negrura menguante tras ella. Y sonaron más campanadas en el reloj, y otra vez palomas y vencejos serenaron su revuelo. Y era el día lo que se anunciaba ya con decisión, en la claridad rojiza que empujaba a la noche hacia el otro lado de la ciudad, en el perfil nítido de la espadaña, el tejado, los aleros de la plaza y los colores que afianzaban su matiz oscuro de oro y tierra sobre la cal blanca de los muros. Y cantaron los gallos, porque Sevilla era una de esas ciudades donde quedaban gallos para cantarle al alba. Entonces Lorenzo Quart se puso en pie igual que si retornara de un largo sueño. O tal vez seguía envuelto en él, como habría dicho cualquiera que observara su forma de caminar hacia la iglesia.

Bajo el arco de la entrada sacó del bolsillo la llave y la hizo girar en la puerta, que se abrió con un chirrido. Ya entraba luz suficiente por las vidrieras para permitirle avanzar con seguridad entre los bancos amontonados al fondo de la nave y los dispuestos a ambos lados del pasillo central, ante el altar y el retablo, todavía oscuro de sombras, junto al que brillaba la pequeña lamparilla del Santísimo. Escuchando sus pasos anduvo hasta el centro de la iglesia, y allí miró el confesionario con la puerta abierta, los andamios en las paredes, las gastadas losas del suelo y la negra boca de la cripta donde reposaban los restos de Carlota Bruner.

Después se arrodilló en uno de los bancos y aguardó inmóvil hasta que terminó de amanecer. No oraba, pues no sabía ante quién hacerlo, y tampoco la antigua disciplina de los ritos profesionales se le antojaba apropiada a las circunstancias. Por eso se limitó a esperar con la mente vacía, dejándose mecer en el consuelo silencioso de las viejas paredes, bajo el techo ennegrecido por humo de velas, incendios y manchas de humedad que se extendía sobre su cabeza, allí donde la claridad creciente apuntaba el rostro barbudo de un profeta, las alas de un ángel, una nube vacía o una silueta irreconocible como un fantasma desvaneciéndose en la quietud del tiempo. Al fin llegó la luz del sol, penetrando justo a través de la silueta emplomada del Cristo desaparecido en la ventana; y el retablo se volvió barroco arabesco de pan de oro, columnas rubias que mostraban la gloria de Dios. El pie de la Madre aplastaba la cabeza de la serpiente, y eso, supuso Quart, era lo único que de veras importaba. Entonces subió al coro e hizo sonar la campana. Aguardó un cuarto de hora sentado en el suelo, bajo el cabo de cuerda rematada en gruesos nudos, y después, incorporándose, la hizo sonar de nuevo con dos últimos toques espaciados al terminar. Faltaban quince minutos para la misa de ocho.

Encendió la luz del retablo y los seis cirios, tres a cada lado del altar. Después, tras disponer los libros y las vinajeras, fue a la sacristía y se lavó las manos y la cara, frotándose con una toalla el pelo húmedo. Abrió el armario y los cajones de la cómoda, dispuso los objetos litúrgicos y eligió las vestiduras adecuadas al día del año. Cuando todo estuvo listo procedió a vestirse lentamente, con el orden y la manera que había aprendido en el seminario, y que ningún clérigo olvida jamás. Empezó por el amito, el cuadrado de tela de lino blanco ya en desuso, que sólo los sacerdotes integristas o los muy ancianos como el padre Ferro utilizaban todavía. Siguiendo los movimientos rituales, besó la cruz del centro antes de extendérselo por encima de los hombros y anudar sus cintas cruzadas a la espalda. En el armario había tres albas —el vestido blanco que cubría al oficiante de los hombros a los pies—, y dos eran demasiado cortas para su estatura; pero la tercera, sin duda utilizada por el padre Lobato, tenía una longitud razonable. La vistió, cerrándose el lazo del cuello, y la ajustó en la cintura con el cíngulo. Cogió después la cinta ancha de seda blanca llamada estola, y tras besar la cruz de su centro la pasó por encima del amito. A continuación, cruzándosela sobre el pecho, introdujo cada extremo a un costado y los sujetó bajo el cíngulo. Tomó por fin la vieja casulla de seda blanca, con deslucido hilo de oro bordando el anagrama de Cristo en su parte delantera, e introdujo la cabeza por la abertura, dejándosela caer a lo largo del cuerpo. Una vez vestido permaneció inmóvil, las dos manos apoyadas en la cómoda, mirando el abollado crucifijo entre los pesados candelabros de plata que tenía delante. Aunque no había dormido, sentía la misma lucidez y la misma paz experimentadas cuando aguardaba sentado en el banco de la plaza. Su reencuentro con los antiguos gestos familiares, el inicio del ritual, afianzaban esa sensación. Era como si la soledad hubiese dejado de importar, templada por la ejecución de movimientos que otros hombres, otras soledades, habían ido repitiendo del mismo modo, acabada la Cena, durante casi dos mil años. Daba igual que el templo estuviese agrietado y maltrecho, que andamies apuntalasen la espadaña, que en la bóveda se desvaneciesen antiguas pinturas como fantasmas. Que en el cuadro de la pared María inclinase ante un ángel su cabeza ruborosa sobre un lienzo estropeado, lleno de grietas y manchas, oscurecido por la oxidación del barniz. O que al extremo del viejo telescopio del padre Ferro, a millones de años luz, el frío parpadeo de los astros se burlase a carcajadas de todo aquello.

Tal vez aquel judío inteligente llamado Enrique Heine tenía razón, y el Universo no era sino el resultado del sueño de un Dios ebrio que se iba a dormir a una estrella. Pero el secreto, bajo la llave que daba tres vueltas a la puerta del abismo, estaba bien guardado. El padre Ferro se disponía a ir a prisión por ello, y ni Quart ni nadie tenían el derecho de revelárselo a la buena gente que ahora aguardaba afuera, en la iglesia cuyo rumor —una tos, ruido de pasos, el crujido de un banco donde alguien se arrodillaba— llegaba a través de la puerta de la sacristía, junto al confesionario donde había muerto Honorato Bonafé por tocar el velo de Tanit.

Miró el reloj, y era la hora.

XV. Vísperas

Utilizar su verdadero nombre habría ido contra el Código.

(Clough y Mungo.
Approaching Zero
)

Algunos días después de su regreso a Roma y la presentación del informe sobre Nuestra Señora de las Lágrimas, Quart recibió en su casa de la Via del Babuino la visita de monseñor Paolo Spada. Volvía a llover sobre la ciudad como tres semanas atrás, cuando le dieron la orden de viajar a Sevilla. Ahora Quart estaba de pie ante los ventanales abiertos de la terraza, mirando caer el agua sobre los tejados, las paredes ocres de las casas, el reflejo gris del empedrado y las escalinatas de la plaza de España, cuando sonó la campanilla de la puerta. Monseñor Spada estaba en el umbral, macizo y cuadrado bajo una chorreante gabardina negra, sacudiéndose con movimientos de cabeza el agua de sus duras cerdas de mastín.

—Pasaba por aquí —dijo—. Y pensé que tal vez podría invitarme a un café.

Sin esperar respuesta colgó la gabardina en una percha y fue hasta el austero saloncito, donde tomó asiento en uno de los sillones junto a la terraza. Estuvo allí, silencioso, mirando caer la lluvia, hasta que Quart vino de la cocina con la cafetera humeante y un par de tazas en una bandeja.

—El Santo Padre ha recibido su informe.

Quart asintió despacio mientras se servía un poco de azúcar, y luego aguardó de pie, removiendo el café con la cucharilla. Llevaba las mangas de la camisa vueltas sobre los antebrazos, con el cuello abierto sin la cinta de celuloide blanco. El Mastín inclinaba la pesada cabeza de gladiador, mirándolo por encima de su taza:

—También —añadió—ha recibido otro informe del arzobispo de Sevilla donde se le menciona a usted.

La lluvia arreciaba afuera, y el repiqueteo del agua en la terraza atrajo un momento la atención de los dos hombres. Quart puso la taza vacía en la bandeja y sonrió. El gesto triste, distante, que uno tiene preparado desde mucho tiempo atrás, en la certeza de que tarde o temprano lo va a necesitar.

—Siento haberle causado problemas. Monseñor.

Era el viejo tono de siempre. Disciplinado, respetuoso. Aunque estaba en su propia casa permanecía sin sentarse, casi a punto de alinear los pulgares con las costuras del pantalón negro. El director del IOE le dirigió una ojeada de afecto y luego encogió los hombros.

BOOK: La piel del tambor
8.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Winnowing Season by Cindy Woodsmall
Rebel by Francine Pascal
The Opportunist by Tarryn Fisher
Blitz by Claire Rayner
Undercover by Beth Kephart
Nightshades by Melissa F. Olson