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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (52 page)

BOOK: La piel del tambor
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El maître se acercaba entre las mesas, y por su forma de mirarlo Gavira supo que se dirigía a él. Reprimiendo el impulso de precipitarse desde su asiento, concluyó la frase que tenía a medias, apagó el —cigarrillo en el cenicero, bebió un sorbo de agua mineral, secó cuidadosamente sus labios con la servilleta y se puso en pie, dirigiéndoles una sonrisa a los consejeros:

—Disculpad un momento.

Después caminó hacia el vestíbulo haciendo un par de inclinaciones de cabeza para saludar a algunos conocidos, con la mano derecha en el bolsillo para evitar que le temblara. El vacío de su estómago se ahondó al ver a Peregil con el pelo despeinado sobre la calva y una corbata espantosa.

—Tengo buenas noticias —anunció el sicario.

Estaban solos. Gavira casi lo empujó dentro de los servicios de caballeros, cerrando la puerta detrás cuando se aseguró de que allí no había nadie.

—¿Dónde has estado?

Peregil hizo una mueca satisfecha:

—Ocupándome de que mañana no haya misa —dijo.

Toda la tensión, toda la angustia acumulada, se le disparó a Gavira como un resorte. Habría matado a Peregil allí mismo. Con sus propias manos.

—¿Qué has hecho, cabrón?

Al asistente se le borró la sonrisa de la boca. Parpadeaba, aturdido.

—Pues qué voy a hacer —balbució— Lo que usted me dijo. Neutralizar al cura.

—¿Al cura?

El esbirro apoyaba la espalda contra el lavabo donde Gavira lo tenía acorralado. La luz de neón le hacía brillar la calva bajo los mechones de pelo que se elevaban desde la oreja izquierda.

—Sí —confirmó—. Unos amigos lo han puesto fuera de circulación hasta pasado mañana. En perfecto estado de salud.

Observaba desconcertado a su jefe, sin comprender aquella actitud agresiva. Gavira dio un paso atrás mientras hacía cálculos.

—¿Cuándo fue eso?

—Anoche —Peregil aventuró una tímida sonrisa, atento a las reacciones de su jefe—. Está en lugar seguro y bien tratado. El viernes se le suelta, y santas pascuas.

Gavira movía la cabeza. No le cuadraban las cuentas.

—¿Y el otro?

—¿Quién es el otro?

—Bonafé. El periodista.

Vio enrojecer a Peregil como si le hubiesen bombeado un litro de sangre a la cara.

—Ah, ése —ahora el asistente parecía desencajado. Alzaba las manos para definir algo en el aire—. Bueno… Se lo puedo explicar todo, créame —bajo el neón, la sonrisa forzada parecía un agujero oscuro en mitad de su cara—. Es algo complicada la historia, pero se la puedo aclarar. Lo juro.

A Gavira le vino una ola de pánico. Si su asistente estaba relacionado con la muerte de Honorato Bonafé, los problemas no habían hecho más que empezar. Dio unos pasos por el cuarto, intentando reflexionar a toda prisa. Pero los azulejos blancos le inspiraban el vacío más absoluto. Se volvió a mirar a Peregil:

—Pues más vale que tu explicación sea buena. Al cura lo busca la policía.

En contra de lo que esperaba, Peregil no se mostró especialmente impresionado. Más bien mostraba alivio por el nuevo giro de la conversación:

—Qué rápidos. Aun así, no se preocupe usted.

Gavira no daba crédito a lo que oía:

—¿Que no me preocupe?

—En absoluto —el esbirro esbozó una sonrisita nerviosa—. Sólo va a costamos cinco o seis kilos más.

Gavira se fue otra vez hasta él. La duda oscilaba entre tumbarlo de un puñetazo y patearle el cráneo o seguir interrogándolo.

Con un esfuerzo sobre sí mismo, preguntó de nuevo:

—¿Hablas en serio, Peregil?

—Que sí. Usted tranquilo.

—Oye —esforzándose en mantener la compostura, el banquero se pasaba las palmas de las manos por las sienes—. Tú me estás vacilando.

—Nunca se me ocurriría, jefe —Peregil sonreía con candor—. Ni harto de jumilla.

Gavira se dio otro paseo por el cuarto.

—Vamos a ver… ¿Vienes a decirme que tienes secuestrado a un cura al que la policía busca por asesinato, y quieres que no me preocupe?

A Peregil se le descolgó la mandíbula:

—Cómo que por asesinato.

—Eso he dicho.

El esbirro miró la puerta cerrada. Luego la del retrete. Después de nuevo a Gavira.

—Pero qué asesinato ni qué niño muerto.

—De niño, nada. Adulto. Y culpan a tu maldito cura.

—Venga ya —Peregil soltó una carcajada corta, de absoluta desesperación—. No me gaste esas bromas, jefe.

Gavira se le acercó tanto que el otro casi tuvo que sentarse en el lavabo.

—Mírame la cara. ¿Tengo aspecto de bromear?

No lo tenía, y al asistente no le cupo la menor duda. Ahora Peregil estaba blanco como los azulejos de la pared:

—¿Un asesinato?

—Eso es.

—¿Un asesinato de verdad?

—Que sí, coño. Y dicen que ha sido el cura.

Alzó una mano el otro, pidiendo tiempo para digerir todo aquello más despacio. Estaba tan descompuesto que los largos mechones de pelo le colgaban sobre la oreja.

—¿Antes o después de que lo trincáramos?

—Y yo qué sé. Será antes, supongo.

Peregil tragó saliva con mucha dificultad y mucho ruido:

—A ver si nos aclaramos, jefe. ¿El asesinato de quién?

Después de dejar a Peregil vomitando en el retrete, Pencho Gavira se despidió de los consejeros, subió al Mercedes aparcado ante el restaurante, dijo al chófer que conectara el aire acondicionado y fuese a tomar algo, y con el teléfono móvil en la mano reflexionó un momento. Estaba seguro de que su asistente le había contado la verdad, y —pasado el pánico inicial— eso le daba al problema nuevas perspectivas. Resultaba difícil establecer si todo era una sucesión de casualidades, o si de verdad la gente de Perejil había incurrido en la extraordinaria coincidencia de secuestrar al párroco sólo un poco después de que éste se cargara al periodista. El hecho de que la policía estableciese la muerte de Bonafé a última hora de la tarde, y que la desaparición del párroco no se hubiera producido —según testimonio de la propia Macarena y del cura de Roma— hasta pasadas las doce de la noche, dejaba a Príamo Ferro sin coartada. De un modo u otro, culpable o no, eso cambiaba las posiciones de cada cual. El sacerdote era sospechoso y la policía andaba tras él; retenerlo más tiempo resultaba arriesgado. Gavira tenía la seguridad de que podía ser puesto en libertad sin perjuicio para sus proyectos. Más bien los beneficiaba, pues el cura iba a estar muy ocupado entre encuestas e interrogatorios. Si lo soltaban de noche, con la policía tras él, era más que probable que al día siguiente no hubiera misa en Nuestra Señora de las Lágrimas. El golpe maestro podía venir, pues, de lo inesperado. La filigrana consistía en desembarazarse del párroco y devolverlo a la vida pública con la oportuna limpieza, sin escándalos. Que huyese o se entregara a la policía, eso a Gavira le daba igual. De un modo u otro Príamo Ferro estaba al fílo de quedar fuera de juego por una temporada, y quizá pudieran mejorarse las cosas con una llamada anónima, una denuncia o algo así. No era el arzobispo de Sevilla quien iba a tener prisa por buscarle un sustituto. En cuanto a don Octavio Machuca, para el pragmático banquero estaba bien todo lo que terminaba bien.

Quedaba por resolver la cuestión de Macarena; pero también en eso había ventajas con la nueva situación. La jugada perfecta consistía en venderle a ella la liberación del párroco como un favor, proclamándose Gavira ajeno al exceso de celo de Peregil. Algo del tipo en cuanto me lo dijiste intervine y etcétera. Con el asunto de Bonafé pesando sobre todos, y en especial sobre su admirado don Príamo, ella se iba a guardar mucho de ser indiscreta. Eso podía facilitar, incluso, un acercamiento entre los dos. En cuanto al párroco, que Macarena y el cura de Roma se hicieran cargo de él con policía o sin ella. Gavira no tenía nada contra el cura viejo: igual le daba que se entregara o que emigrase. Con una chispa de suerte, estaba tan acabado como su iglesia.

El aire acondicionado, con el suave ronroneo del motor, mantenía una temperatura perfecta en el interior del Mercedes. Más relajado, Gavira se recostó en el asiento de cuero negro para apoyar la cabeza en el respaldo, contemplándose satisfecho en el espejo retrovisor. Quizá no fuese una mala jornada, después de todo. En su rostro bronceado relucía la sonrisa del Marrajo del Arenal cuando marcó el número telefónico de la Casa del Postigo.

Al colgar el teléfono. Macarena Bruner se quedó mirando a Quart. Parecía reflexionar, muy quieta, apoyada en la mesa cubierta de revistas y libros, en un ángulo de la habitación del piso alto convertida en estudio. Un estudio singular, con azulejos reproduciendo motivos vegetales y cruces de Malta, oscuras vigas en el techo y una gran chimenea de mármol negro. Era el estudio de Macarena, y su huella estaba en todas partes: un televisor con vídeo, un reducido equipo de música, libros de Arte e Historia, antiguos ceniceros de bronce, cómodos sillones de pana oscura, cojines bordados. Había una gran alacena donde se mezclaban antiguos legajos manuscritos, volúmenes encuadernados en pergamino amarillento, cintas de vídeo, y también un par de buenos cuadros en las paredes: un San Pedro de Alonso Vázquez, y otro de autor desconocido representando una escena de la batalla de Lepanto. Junto a la ventana, la talla de un ceñudo arcángel alzaba su espada bajo una campana de vidrio que lo protegía del polvo.

—Ya está —dijo Macarena.

Quart se puso en pie, tenso, dispuesto a la acción. Pero ella permaneció inmóvil, como si todavía no estuviera dicho todo:

—Ha sido un error y se disculpa. Asegura que no tiene nada que ver, y que gente que trabaja indirectamente para él se extralimitó sin su consentimiento.

A Quart eso le daba igual. Ya habría tiempo de establecer la responsabilidad de cada uno. Lo importante era llegar hasta el párroco antes que la policía. Culpable o no, era un eclesiástico; la Iglesia no podía limitarse a verlas venir.

—¿Dónde lo tienen?

Macarena le dirigió una mirada dubitativa, pero sólo fue un momento.

—Está sano y salvo, en un barco amarrado en el antiguo muelle del Arenal… Pencho llamará cuando lo haya arreglado todo —dio unos pasos por la habitación, cogió un cigarrillo de encima de la mesa y extrajo el mechero del escote—. Me lo ofrece a mí en vez de a la policía, a cambio de la paz. Aunque lo de la policía, por supuesto, es un farol.

Quart dejó escapar el aire de los pulmones, aliviado. Al menos aquella parte del problema quedaba resuelta.

—¿Vas a decírselo a tu madre?

—No. Es mejor que siga sin saber nada hasta que todo esté bien. Esta noticia puede matarla.

Hizo una mueca de desolación. Tenía mechero y cigarrillo en la mano, sin encender; parecía haberlos olvidado.

—Si hubieras oído a Pencho —añadió—. Atento, encantador, a mi disposición… Sabe que está a punto de ganar la partida y nos vende una alternativa inexistente. Don Príamo no puede escapar cuando lo liberen.

Lo dijo fríamente, absorta en su única preocupación: el párroco. La escuchaba desolado Quart, aunque no por sus palabras. Cada vez que un gesto de Macarena removía recuerdos recientes, él se llenaba de una tristeza inmensa, desesperada. Tras acercársele tanto y llevarlo al terreno donde los límites se diluían y todo, salvo la soledad compartida y la ternura, carecía de sentido, ella se alejaba de nuevo. Era pronto para determinar cuánto perdía y cuánto ganaba el sacerdote Lorenzo Quart en la carne tibia de aquella mujer; pero la traicionada figura del templario lo acosaba como un remordimiento. Todo era una trampa ancha y vieja, con ese río tranquilo por donde discurría el tiempo que nada respeta, o que confirma tarde o temprano la condición de los hombres. Que arrastra las banderas de los buenos soldados. En cuanto a Quart, Sevilla le arrebataba demasiadas cosas en demasiado poco tiempo, sin dejarle a cambio más que una dolorosa conciencia de sí mismo. Ansiaba un redoble de tambor que le devolviese la paz.

Cuando volvió a la realidad, los ojos oscuros, egoístas, de Macarena estaban fijos en los suyos. Pero Quart no era el objeto de su interés. No vio gotas de miel ni luna agitando hojas de buganvillas y naranjos. No había nada que le concerniera; y por un instante el agente del IOE se preguntó qué diablos estaba haciendo él todavía allí, reflejado en aquellos ojos extraños.

—No veo por qué iba a huir el padre Ferro —dijo, haciendo el esfuerzo de retornar a las palabras y a la disciplina que traían consigo—. Si la causa de su desaparición fue un secuestro, eso atenúa las sospechas sobre él.

El argumento no pareció tranquilizarla en absoluto:

—No cambia nada. Dirán que cerró la iglesia con el cadáver dentro.

—Sí. Pero tal vez, como dijo tu amiga Gris, pueda demostrar que no llegó a verlo. Será bueno para todos que se explique por fin. Bueno para ti, y para mí. Bueno para él.

Movió ella la cabeza:

—Tengo que hablar con don Príamo antes que la policía.

Había ido hasta la ventana. Miraba el patio interior, apoyada en el marco.

—Yo también —dijo Quart, acercándose—. Y es mejor que se presente él mismo, acompañado por mí y por el abogado que he hecho venir de Madrid —consultó el reloj—. Que ahora debe de estar con Gris en la Jefatura de Policía.

—Ella nunca acusará a don Príamo.

—Claro que no.

Se volvió hacia Quart. La ansiedad se reflejaba en los ojos oscuros:

—¿Van a detenerlo, verdad?

Habría levantado los dedos para tocar esa boca, pero el gesto de ella no era suyo, sino de otro. Qué absurdo tener celos de un viejo cura pequeño y sucio, pero lo cierto es que los tenía. Tardó unos segundos en responder:

—No lo sé —tras el momento de duda desvió la mirada hacia el patio. Sentada en una mecedora junto a la fuente de azulejos, abanicándose ajena a todo, Cruz Bruner leía apaciblemente—. Por lo que vi en la iglesia, temo que sí.

—Crees que fue él, ¿verdad? — Macarena también miró a su madre. Lo hizo con una inmensa tristeza—. Aunque no haya desaparecido por su voluntad, tú lo sigues creyendo.

—Yo no creo nada —se zafó Quart, malhumorado—. Creer no es mi trabajo.

Le venía a la memoria el salmo de la Biblia referido a la historia de Uzá,
«quien osó tocar el Arca de la Alianza, y el Señor se encolerizó contra él por su atrevimiento, lo hirió y murió allí mismo, junto al Arca de Dios»…
Por su parte. Macarena inclinaba el rostro. Había deshecho el cigarrillo entre los dedos, sin llegar a encenderlo, y las briznas de tabaco caían a sus pies.

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