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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

La piel (30 page)

BOOK: La piel
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Ah! ah, ah! Wonderful!
-gritó el general Cork mientras una alegre carcajada corría en torno a la mesa.

Mrs. Flat, estupefacta, casi asustada, se volvió sonrojándose hacia el general Cork.

–No comprendo… -dijo.

–No es más que una broma – dijo el general Cork riendo-,
nothing, but a joke, a marvellous joke!
-y comenzó a toser para ocultar el placer que le producía aquella broma.

–Es una broma muy tonta -dijo Mrs. Flat severamente-, y me maravilla que un italiano pueda reírse de ciertas cosas.

–¿Está usted segura de que Malaparte se ríe de ellas? – dijo Jack.

Me di cuenta de que estaba conmovido. Mi miraba fijo, sonriéndome con simpatía.


Anyway, I don’t like jokes –
dijo Mrs. Flat.

–¿Por qué no le gustan a usted las bromas? – pregunté-. Si todo esto que ocurre en torno a nosotros, en Europa, no fuese una broma, ¿cree que nos haría llorar, que bastaría llorarlo?

–Usted no sabe llorar – dijo Mrs. Flat.

–¿Por qué quiere que llore? ¿Acaso porque en los bailes que vuestras WACS organizan para divertir a los soldados y a los oficiales americanos, invitan ustedes gentilmente a nuestras mujeres, pero prohiben a los maridos, a los novios, a los hermanos, acompañarlas? ¿Querría usted que llorase porque en América no hay suficientes prostitutas que mandar, a Europa gara divertir a sus soldados? ¿O debería llorar porque su invitación a nuestras mujeres de asistir al baile
solas,
no es una
invitación al vals,
sino una invitación a prostituirse?

–En América no hay nada malo en invitar a una mujer a un baile sin el marido -dijo Mrs, Flat, mirándome estupefacta.

–Si los japoneses hubiesen invadido América y se hubiesen comportado con sus mujeres como ustedes se comportan con las nuestras, ¿qué hubiera usted dicho, Mrs. Flat?

–¡Pero nosotros no somos japoneses! – exclamó el coronel Brand.

–Los japoneses son hombres de color -dijo Mrs. Flat.

–Para los pueblos vencidos -dije- todos los vencedores son hombres de color.

Un silencio embarazoso acogió mis palabras. Todos me miraban estupefactos, doloridos; eran hombres sencillos, honrados, eran americanos, los más puros y los más justos entre todos los hombres, y me miraban con muda simpatía, estupefactos y doloridos de que la verdad de mis palabras los obligase a sonrojarse. Mrs. Flat había bajado los ojos y callaba.

Al cabo de algunos instantes el general Cork se volvió hacia mí.

–Me parece que tiene usted, razón -dijo.


Do you really think Malaparte is right?
-preguntó en voz baja Mrs. Flat.

–Sí, creo que tiene razón -dijo lentamente el general Cork -, incluso nuestros soldados están indignados de
tener
que tratar a los italianos, hombres y mujeres, de una forma que éstos juzgan…
yes… I mean…
poco correcta. Pero no es culpa mía. La actitud que
debemos
adoptar acerca de los italianos nos ha sido dictada por Washington.

–¿Por Washington? – exclamó Mrs. Flat.

–Sí, por Washington, El periódico del Quinto Cuerpo de Ejército
Stars and Stripes,
publica cada día numerosas cartas de G. I. que repiten, sobre el mismo argumento, casi las mismas palabras de Malaparte. Los G. I., Mrs. Flat, son ciudadanos de un gran país donde la mujer es respetada.

–¡Gracias a Dios! – exclamó Mrs. Flat.

–Yo leo atentamente cada día las cartas que nuestros soldados envían a
Stars and Stripes;
y precisamente el domingo pasado di orden de que en adelante a nuestros bailes sean invitados no solamente las mujeres, sino sus maridos o hermanos. Creo haber obrado bien.

–Pienso también que ha obrado usted bien -dijo Mrs. Flat-, pero no me sorprendería que Washington lo desaprobase.

–Washington ha aprobado mi decisión -dijo el general Cork con una sonrisa irónica-, pero incluso sin la aprobación de Washington creería haber obrado bien, especialmente después del último escándalo.

–¿Qué escándalo? – preguntó Mrs. Flat, inclinando la cabeza sobre su hombro.

–No es ciertamente una historia divertida -dijo el general Cork.

Y relató que hacía algunos días un muchacho había matado a tiros, en plena Via Chiaia, a su propia hermana, porque, a pesar de la prohibición, había asistido sola a un baile de oñciales americanos.

–La muchedumbre -añadió el general Cork- aplaudió al asesino.


What?
-preguntó Mrs. Flat.

–La muchedumbre no tenía razón -dijo el general Cork -, pero…

Dos noches antes, algunas muchachas napolitanas de buena familia que habían imprudentemente aceptado asistir a un baile a un club de oficiales americanos, habían sido obligadas a entrar en una habitación arreglada como dispensario, donde se las sometió, por la fuerza, a una visita médica. Todo Nápoles lanzó un grito de indignación.

–He denunciado a la Corte Marcial a los responsables de tal vergüenza -añadió el general Cork.

–Ha cumplido usted con su deber -dijo Mrs, Flat, sonrojándose.


Thank you
-contestó el general Cork.

–Las muchachas italianas -dijo el mayor Morrison – tienen derecho a nuestro respeto. Son muchachas bien, tan dignas de respeto como nuestras muchachas americanas.

–Estoy de acuerdo con usted -dijo Mrs. Flat-, pero no puedo estarlo con Malaparte.

–¿Por qué no? – preguntó el general Cork-, Malaparte es un buen italiano, es un amigo nuestro, y todos lo queremos mucho.

Todos me miraron sonriendo, y Jack, que estaba sentado delante de mí, me guiñó el ojo.

Mrs. Flat se volvió para dirigirme una mirada en la que la ironía, el despecho y la malicia se fundían en un estupor benévolo,
y
me sonrió diciendo:


You are fishing for compliments, aren't you?

En aquel momento la puerta se abrió y en el umbral, precedidos del mayordomo, aparecieron cuatro criados de librea trayendo a la manera antigua, sobre una especie de angarillas recubiertas de un brocado rojo con el escudo de los duques de Toledo, un inmenso pez colocado sobre una enorme fuente de plata maciza. Un «¡oh!» de júbilo y admiración recorrió la mesa, y exclamando: «¡He aquí la sirena!», el general Cork se volvio hacia Mrs. Flat haciendo una inclinación.

El mayordomo, ayudado por los criados, colocó la fuente en medio de la mesa, delante del general Cork y de Mrs. Flat y se retiró unos pasos.

Todos miramos el pescado y palidecimos. Un débil grito de horror escapó dé los labios de Mrs. Flat y el general se guso lívido.

Una chiquilla, algo que parecía una chiquilla estaba tendida sobre la espalda en medio de la fuente, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga, en el centro de una gran guirnalda roja de corales. Tenía los ojos abiertos, los labios entornados; y miraba con ojos de maravilla el
Triunfo de Venus
del techo pintado por Luca Giordano. Estaba desnuda, pero la piel oscura, brillante, del mismo color del vestido de Mrs. Flat, modelaba, como un vestido muy ceñido, sus formas todavía torpes, pero ya armoniosas, la dulce curya de los flancos, la leve prominencia del vientre, los pequeños senos virginales, los hombros anchos y llenos.

Podía tener no más de ocho o diez años, si bien a primera vista, tan precoz era, con formas ya femeninas, podía parecer quince. Aquí y allá, destrozada por la cocción especialmente sobre los hombros y los flancos, la piel dejaba ver, por los cortes y las resquebrajaduras, la carne tierna, argentina, en un punto, dorada en otro, hasta parecer vestida de violeta y amarillo, como la propia Mrs. Flat. Y, como Mrs. Flat, tenía el rostro (que el ardor del agua hirviendo había hecho saltar fuera de la piel como salta la de un fruto demasiado maduro) parecido a una reluciente máscara de porcelana antigua, y los labios salientes, y la frente alta y estrecha, los ojos redondos y verdes. Tenía los brazos cortos, una especie de aletas terminadas en punta, en forma de manos sin dedos. Un tufo de crines le brotaba de sobre la cabeza, que parecían cabellos y bajaban por los lados del pequeño rostro, como hechos de grumos, que parecía esbozar una mueca de sonrisa alrededor de la boca. Los flancos, largos y esbeltos, terminaban, como dice Ovidio,
in piscem,
en cola de pez. Yacía aquella chiquilla en la fuente de plata y parecía dormir. Pero, por un imperdonable olvido del cocinero, dormía como duermen los muertos, con los ojos abiertos, como aquellos a quienes nadie ha tenido la piadosa atención de bajar los párpados, con los ojos abiertos. Y miraba los tritones de Luca Giordano soplar en sus conchas marinas y los delfines enganchados en la cola de Venus, galopando sobre las olas, y Venus desnuda sentada en su áurea concha y el blanco y rosado cortejo de sus Ninfas y Neptuno, tridente en mano, correr sobre el mar arrastrado por la fuga de sus blancos cabellos, sedientos todavía de la sangre de Hipólito. Miraba aquel
Triunfo de Venus
pintado en el techo, aquel mar turquesa, aquellos peces argentinos, aquellos verdes monstruos marítimos, aquellas blancas nubes errantes en el fondo del horizonte y sonreía estática; aquél era su mar, aquella era su patria perdida, el país de sus sueños, el reino feliz de las sirenas.

Era la primera vez que veía una chiquilla cocida, una chiquilla hervida; y callaba, poseído de un terror sacro. Todos, en torno a la chiquilla, estaban pálidos de horror.

El general Cork levantó la vista hacia sus comensales y con voz temblorosa exclamó:

–¡Pero eso no es un pescado! ¡Es una chiquilla!

–No – dije -, es un pescado.

–¿Está seguro de que es un pescado, un
verdadero
pescado? – dijo el general Cork, pasándose la mano por la frente bañada en un sudor frío.

–Es un pescado -dije-, es la famosa sirena del Acuarium.

Después de la liberación de Nápoles los aliados habían prohibido por razones militares la pesca en el golfo; entre Sorrento y Capri e Ischia, el mar estaba plagado de minas errantes que hacían peligrosa la pesca. Y tampoco los aliados, especialmente los ingleses, se fiaban de dejar que los pescadores saliesen a alta mar por temor a que llevasen información a los submarinos alemanes o les procurasen nafta, o pusiesen de un modo u en peligro los centenares de navios de guerra, transportes militares y
Liberty-ships
anclados en el golfo. ¡Desconfiar de los pescadores napolitanos! ¡Creerlos capaces de un delito! Pero lo mismo daba; la pesca estaba prohibida.

En todo Nápoles era imposible encontrar no digo yo un pescado, sino una rodaja de pescado; ni una sardina, ni una escorpina, ni una langosta, un salmonete, un pulpito, nada. De manera que el general Cork, cuando ofrecía una cena a algún oficial aliado, a un mariscal Alexander, a un general Juin, a un general Ander, o a cualquier importante hombre político, a un Churchill, a un Vichinsky, a un Bogomolov o a cualquier comisión de senadores americanos venidos en avión de Washington para recoger las críticas de los soldados de la V Army a sus generales, y sus opiniones, y sus consejos sobre los más graves problemas de la guerra, había tomado la costumbre de surtir su mesa con los peces del Acuarium de Nápoles que, después del de Monaco, es sin duda el más importante de Europa.

En las cenas del general Cork el pescado era siempre, por consiguiente, fresquísimo y de especies raras. Durante la cena que había dado en honor del general Eisenhower, habíamos comido el famoso «pulpo gigante» ofrecido al Acuarium de Nápoles por el emperador de Alemania Guillermo II. Los célebres peces japoneses llamados «dragones», donativo del emperador del Japón Hiro Hito, fueron sacrificados en la mesa del general Cork en honor de un grupo de senadores americanos. La enorme boca de aquellos peces monstruosos, las branquias amarillas, las aletas negras y rojas parecidas a alas de murciélagos, la cola verde y oro, la frente erizada de puntas y crestada como el yelmo de Aquiles, habían deprimido profundamente el ánimo de los senadores americanos ya preocupados por la marcha de la guerra contra el Japón. Pero el general Cork, a cuyas virtudes militares acompañaba la cualidad de perfecto diplomático, había levantado el ánimo de sus comensales entonando el
«Johnny got a zero»,
la famosa canción de los aviadores del Pacífico que todos cantaron a coro.

Los primeros tiempos, el general Cork había hecho pescar el pescado para su mesa en las riberas del lago de Lucrino, célebre por las feroces y exquisitas morenas que Lúculo, que tenía su villa en las cercanías de Lucrino, alimentaba con la carne de sus esclavos. Pero los periódicos americanos, que no perdían ocasión de hacer acerbas críticas del Alto Mando de la U. S. Army, habían acusado al general Cork de
mental cruelty,
por haber obligado a sus huéspedes, «respetables ciudadanos americanos», a comer las morenas de Lúculo. «¿Puede decirnos el general Cork -habían osado imprimir algunos periódicos- con qué nutre a sus morenas?»

Como consecuencia de estas acusaciones el general Cork dio inmediatamente la orden de pescar los peces para su mesa en el Acuarium de Nápoles. Y así, uno a uno, los peces más raros, los más famosos del Acuarium, fueron sacrificados a la
mental cruelty
del general Cork; incluso el famoso pez espada, regalo de Mussolini (que fue servido hervido rodeado de patatas hervidas), y el magnífico atún, donativo de Su Majestad Vittorio Emmanuele III, y las langostas de las islas Wright, gracioso regalo de Su Majestad Jorge V de Inglaterra.

Las preciosas ostras perlíferas que S.A. el duque de Aosta, virrey de Etiopía, había enviado al Acuarium (eran ostras perlíferas de la costa de Arabia, frente a Massaua), habían alegrado la cena que el general Cork ofreció a Wichinsky, vicecomisario soviético de Asuntos exteriores, entonces representante de la U. R. S. S. en la Comisión Aliada en Italia. Wichinsky quedó muy maravillado de encontrar en cada una de las ostras una perla rosada del color de la luna naciente. Y levantó la vista del plato, mirando al general Cork con la misma mirada con la cual hubiera mirado al emir de Bagdad durante una cena de
Las mil y una noches.

–No escupa usted el hueso -le había dicho el general Cork-; es delicioso.


Of course, is a pearl! Don't you like it?

Wichinsky se había embuchado la perla murmurando entre dientes en ruso:

–¡Estos asquerosos capitalistas…!

BOOK: La piel
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