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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

La piel (29 page)

BOOK: La piel
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El amplio escote del vestido permitía ver unos hombros redondos y blanquísimos, y blancos eran los brazos, desnudos hasta el codo. Tenía el cuello largo y flexible, aquel cuello de cisne que para Sandro Boticelli era el signo de perfección en la belleza femenina. Yo miraba a Mrs. Flat y me causaba placer mirarla; acaso por ese aire cansado y al propio tiempo infantil del rostro o por ese orgullo y desprecio de sus ojos, de su boca pequeña de labios finos, sus cejas ligeramente fruncidas.

Estaba Mrs. Flat sentada en la sala de un antiguo y noble palacio napolitano de arquitectura solemne y fastuosa, perteneciente a una de las familias más ilustres de la nobleza italiana y de Europa; porque los duques de Toledo no ceden el paso ni a los Colonna, ni a los Orsini, ni a los Polignac, ni a los Westminster, salvo, en ciertas ocasiones, al duque de Alba. Y delante de aquella mesa suntuosamente aderezada, en el fulgor de los cristales de Murano y de las porcelanas de Capodimonte, bajo aquel techo pintado por Luca Giordano, entre aquellas paredes revestidas con los más bellos tapices árabe-normandos de Sicilia, desentonaba deliciosamente. Mrs. Flat era la imagen perfecta de lo que hubiera sido una americana del Cuatrocientos, educada en Florencia en la Corte de Lorenzo
el Magnífico,
o en Ferrara, en la Corte de los Esterri, o en Urbino, en la Corte de los Della Rovere, y cuyo
livre de cheret,
hubiese sido, no el
Blue Book,
sino el
Cortegiano
de Messer Baltasar Castiglione.

Fuese el color violeta de su vestido o los adornos amarillos (el violeta y el amarillo, no puesto en contraste, sino armonizados uno con otro, son los colores dominantes en el paisaje cromático del Renacimiento), fuese aquella alta frente estrecha o el resplandor rosado y blanco del rostro, como las uñas lacadas, la forma de su peinado, los clips de oro sobre su seno, todo hacía de ella una americana contemporánea del Bronzino, de Ghirlandaio, de Botticelli. Incluso esa gracia que en las bellísimas y misteriosas damas retratadas por aquellos famosos pintores aparece amasada con la crueldad, adquiría en ella una inocencia nueva, hasta el punto de que Mrs. Flat parecía un monstruo de pudor y de virginidad. Y hubiera sin duda alguna aparecido más antigua que las propias Venus y las propias ninfas de Botticelli, si algo en su rostro, en el brillo de su piel, parecido a una máscara de porcelana, en sus redondos ojos verdes abiertos y fijos, no hubiese recordado ciertas imágenes en colores del
Vogue
o del
Harper's Bazar
dedicadas a la publicidad de algún «Institut de Beauté» o cualquier fábrica de productos alimenticios, o mejor aún, para no ofender el amor propio de Mrs. Flat, no hubiese recordado la copia moderna de un cuadro antiguo, con ese aspecto de demasiado brillante, de demasiado nuevo que tiene el barniz en la copia moderna de un cuadro antiguo. Era, osaría decir, un cuadro de buen autor, pero falso. Si no temiese molestar a Mrs. Flat, añadiría que era de ese mismo estilo Renacimiento, ya inclinado hacia el gusto barroco, de la famosa «sala blanca» del palacio de los duques de Toledo, en el que estábamos aquella noche reunidos en torno de la mesa del general Cork. Era un poco como
Tutchevich,
el personaje de
Ana Karenin,
de Tolstoi, que era del mismo estilo Luis XV que el salón de la princesa Betsy Tverskaia.

Pero lo que bajo la máscara del Renacimiento traicionaba en Mrs. Flat la mujer moderna,
in tuve with out times,
una típica americana, era la voz, el gesto, el orgullo que transparentaba en cada una de sus palabras, en su mirada y en su sonrisa; tenía la voz delgada y cortante, el gesto autoritario y
sofisticated
a la vez, el orgullo impaciente, con la aspereza de ese característico esnobismo de park Avenue para el cual no existen otros seres dignos de respeto que príncipes y princesas, duques y duquesas, en una palabra, la «nobleza»; y más la «nobleza» falsa que la auténtica. Mrs. Flat estaba allí, sentada a nuestra mesa, al lado del general Cork y, sin embargo, ¡cuán lejana! Volaba en espíritu a las esferas, hacia las sublimes esferas donde relucen, como astros de oro, las princesas, las duquesas y las marquesas de la antigua Europa. Estaba sentada erguida, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, la mirada fija en una invisible nube errante en un cielo azul turquesa; y siguiendo su mirada me di cuenta, en un momento dado, de que tenía la vista fija en una tela colgada en la parte de enfrente que representaba a la joven princesa de Teano, abuela materna del duque de Toledo, que hacia 1860 había iluminado con su belleza y con su gracia los últimos tristes días de la Corte de los Borbones en Nápoles. Y no pude menos que sonreír al darme cuenta de que la princesa de Teano estaba también sentada, erguida con la cabeza hacia atrás, mirando al cielo, en la misma postura que Mrs. Flat.

El general Cork sorprendió mi sonrisa, siguió mi mirada y sonrió también.

–Nuestro amigo Malaparte -dijo- conoce a todas las princesas de Europa.

-Really?
-exclamó Mrs. Flat, sonrojándose de placer y bajando lentamente los ojos hacia mí.

Y entre sus labios entreabiertos en una sonrisa de admiración, vi el brillo de sus dientes, el cándido fulgor de aquellos maravillosos dientes americanos contra los cuales nada pueden los años y llegan a parecer verdaderos, tal es su blancura, su igualdad, su perfección. Esta sonrisa me cegó, me hizo bajar la vista con un estremecimiento de miedo. Era ese terrible brillo de dientes que en América es el primer feliz anuncio de la vejez, el último relámpago que todo americano, mientras desciende sonriente a la tumba, lanza como postrer saludo al mundo de los vivos.

–¡Todas no, afortunadamente! – respondí abriendo los ojos.

–¿Conoce usted a la princesa Expósito? – dijo Mrs. Flat-. Es la
first lady
de Roma,
a real Princess.

–¿La princesa Expósito? – respondí-. No hay ninguna princesa que lleve un nombre parecido.

–¿Pretenderá usted acaso que no existe la princesa Expósito? – dijo Mrs. Flat, frunciendo el ceño y mirándome con un frío desprecio-; es una buena amiga mía muy querida. Pocos meses antes de la guerra fue mi huésped en Boston con su marido, el príncipe Gerano Expósito. Es prima de vuestro rey y posee, naturalmente, un magnífico palacio en Roma, al lado mismo del Palacio Real. No veo el momento de que Roma esté liberada para llevarle el afectuoso saludo de las americanas.

–Lo lamento, pero no existe ni puede existir una princesa Expósito -respondí-. Expósito es el nombre que el Instituto de los Inocentes da a los chiquillos abandonados, a los hijos de padres desconocidos.

–Espero que no pretenderá usted hacerme creer -dijo Mrs. Flat- que todos los príncipes de Europa conocen a sus progenitores.

–No pretendo tanto -dije-; quiero decir que, en Europa, las princesas, cuando son verdaderas princesas, se sabe cómo nacen.

–En nuestro país,
in the States
-dijo Mrs. Flat-, no se pregunta nunca a nadie, ni aun a una princesa, cómo nace. América es un país democrático.

–Expósito – dije – es un nombre muy democrático. En las callejuelas de Nápoles todo el mundo se llama Expósito.


I don't care
-dijo Mrs. Flat- no me interesa saber si en Nápoles todo el mundo se llama Expósito. Lo que sé es que mi querida amiga Carmela Expósito es una verdadera princesa. Es muy extraño que no la conozca usted. Es prima de vuestro rey y eso me basta. En Washington, en el State Departament, me dijeron que se ha portado muy bien durante la guerra. Fue ella quien indujo al rey a detener a Mussolini. Es una heroína.

–Si se ha portado bien durante la guerra -dijo el coronel Eliot – quiere decir que no es una princesa auténtica.

–Es princesa -dijo Mrs. Flat-,
a real Princess.

–En esta guerra -dije yo-, todas las mujeres de Europa, princesas o porteras, se han portado muy bien.

-That's true
- dijo el general Cork.

–Las mujeres que han tenido relaciones con los alemanes -dijo el coronel Brand -son relativamente pocas.

–Se han portado, por lo tanto, mucho mejor que los hombres – dijo Mrs. Flat.

–Se han portado tan bien como los hombres – dije yo-, pero de otra forma.

–Las mujeres de Europa – dijo Mrs. Flat con acento irónico- se han portado muy bien también con los soldados americanos; mucho mejor que los hombres; ¿no es verdad, general?

-Yes… no… I mean…
-respondió el general Cork, sonrojándose.

–No hay ninguna diferencia -dije yo- entre una mujer que se protituye a un alemán y una que se prostituye a un americano.


What?
- dijo Mrs. Flat con voz ronca.

–Desde el punto de vista moral -dije yo – no hay ninguna diferencia.

–Hay una muy importante -dijo Mrs. Flat, mientras todos callaban, con el rubor en el rostro-, los alemanes son bárbaros y los soldados americanos son buenos muchachos.

–Sí -dijo el general Cork-, son buenos muchachos.


Oh, sure!
-exclamó el coronel Eliot.

–Si hubieran ustedes perdido la guerra -dije – ninguna mujer se dignaría dirigirles una sonrisa. Las mujeres prefieren los vencedores a los vencidos.

–Es usted un inmoral -dijo Mrs. Flat con voz fría.

–Nuestras mujeres -dije- no se prostituyen a ustedes porque sean bellos ni buenos muchachos, sino porque han ganado la guerra.


Do you think so, general?
-preguntó bruscamente Mrs. Flat volviendo el rostro hacia el general Cork.


I think… yes… no… I think…
-respondió el general Cork parpadeando.

–Ustedes son un pueblo feliz -dije-; no pueden comprender ciertas cosas.

–Nosotros, los americanos – dijo Jack, mirándome con simpatía-, no somos felices, somos afortunados.
We are not happy, we are fortunate.

–Quisiera que todo el mundo de Europa -dijo Mrs. Flat- fuese afortunado como nosotros. ¿Por qué no tratan de ser afortunados?

–Nos basta con ser felices -respondí-,
porque nosotros somos felices.

–¿Felices? – exclamó Mrs. Flat mirando con la estupefacción en los ojos -, ¿cómo pueden ser felices cuando sus hijos mueren de hambre y sus mujeres no se avergüenzan de prostituirse por un paquete de cigarrillos? Ustedes no son felices, son inmorales.

–Con un paquete de cigarrillos -dije en voz baja- se compran tres kilos de pan.

Mrs. Flat se sonrojó y me causó placer verla sonrojarse.

–Nuestras mujeres son todas dignas de respeto – dije-, incluso las que se venden por un paquete de cigarrillos. Todas las mujeres honradas del mundo, incluso las mujeres honradas de América, deberían aprender de las pobres mujeres de Europa cómo es posible prostituirse con dignidad, para calmar el hambre. ¿Sabe usted qué es el hambre, Mrs. Flat?

–No, gracias a Dios. ¿Y usted? – dijo Mrs. Flat.

Me di cuenta de que le temblaban las manos.

–Siento un profundo respeto por todos aquellos que se prostituyen por hambre -respondí-; si tuviese hambre, y no pudiese saciarla de otro modo, no vacilaría un instante en vender mi hambre por un trozo de pan, o un paquete de cigarrillos.

–El hambre, el hambre, siempre el mismo pretexto… – dijo Mrs. Flat.

–Cuando regresen ustedes a América -dije – habrán aprendido por lo menos este hecho horrible y maravilloso: que el hambre, en Europa, puede comprarse con un objeto cualquiera.

–¿Qué entiende usted por comprar el hambre? – me preguntó el general Cork.

–Pretendo decir por «comprar el hambre» – respondí- que los soldados americanos se imaginan comprar las mujeres y no compran más que su hambre. Creen comprar el amor, y compran un trozo de hambre. Si fuese soldado americano compraría un trozo de hambre y me lo llevaría a América para regalarlo a mi mujer, para enseñarle lo que se puede comprar en Europa por un paquete de cigarrillos. Es un bonito regalo un trozo de hambre.

–Las desgraciadas que se venden por un paquete de cigarrillos- dijo Mrs. Flat- no tienen aspecto de hambrientas. Parecen estar perfectamente.

–Hacen gimnasia sueca con la piedra pómez -dije sencillamente.


What?
-exclamó Mrs. Flat, abriendo los ojos.

–Cuando estuve deportado en la isla de Lípari – dije- los periódicos franceses e ingleses anunciaron que estaba muy enfermo y acusaron a Mussolini de crueldad con los condenados políticos. Estaba, en realidad, muy enfermo, y se temía que estuviese tuberculoso. Mussolini dio orden a la policía de Lípari de hacerme fotografiar en traje de deporte y mandar la fotografía a Roma, al Ministerio del Interior, que haría publicar la fotografía en los periódicos para demostrar que gozaba de buena salud. Y así, una mañana, vino a mí un funcionario de la policía con un fotógrafo y me ordenó que me pusiera un traje de deporte.

–No hago deporte en Lípari -respondí.

–¿Ni tan sólo un poco de gimnasia sueca?– dijo el funcionario de policía.

–Sí, a veces hago un poco de gimnasia sueca con la piedra pómez -respondí.

–Está bien -dijo el policía-, lo fotografiaremos mientras hace gimnasia con la piedra pómez. – Y añadió, como si quisiera darme un consejo para mi salud-: No es una gimnasia muy fatigosa. Tendría usted que ejercitarse en algo más pesado para desarrollar los músculos del pecho. Tiene necesidad.

–En Lípari se vuelve uno perezoso -respondí-; además, cuando uno está deportado a una isla, ¿de qué sirven los músculos?

–Los músculos -dijo el funcionario de policía – sirven más que el cerebro. Si hubiese tenido un poco de musculatura no estaría aquí.

Lípari posee los mayores yacimientos de piedras pómez de Europa. La piedra pómez es muy ligera, tan ligera que flota en el agua. Nos fuimos a Canneto, donde están las minas de piedra pómez, y cogí un enorme bloque de aquella porosa y ligera piedra que de aspecto parecía un bloque de granito de una docena de toneladas, pero que, en realidad, sólo pesaba un par de kilos y lo levanté sobre mi cabeza con las dos manos, sonriendo. El fotografo disparó y así fui fotografiado en actividad "deportiva. Los periódicos italianos publicaron mi fotografía y mi madre me escribió: «Soy feliz de ver que estás tan bien y que te has puesto fuerte como un Hércules.»

–Ya lo ve usted, Mrs. Flat; para aquellas desgraciadas que se venden por un paquete de cigarrillos, la prostitución no es más que una especie de gimnasia con la piedra pómez.

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