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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (21 page)

BOOK: La pirámide
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—Creo que ya conoces al inspector Wallander —conjeturó Hanson.

Stenberg asintió y se puso en pie para saludarlo.

—No, por favor, no te levantes. Pero, dime, ¿qué es lo que ha ocurrido?

Stenberg los miraba con expresión vacilante, sin que Wallander pudiera decir si el hombre estaba preocupado o asustado.

—Me llamaron desde Svarte para una carrera —comenzó Stenberg—. Según me dijeron, el cliente estaría esperando abajo, en la carretera principal. Se llamaba Alexandersson. Y, en efecto, cuando llegué, allí estaba. Se sentó en el asiento trasero y me pidió que lo llevase al centro y me detuviese una vez en la plaza. Yo vi por el espejo retrovisor que tenía los ojos cerrados y creí que estaba durmiendo. Una vez en el destino solicitado, paré el taxi y le dije que habíamos llegado. Pero él no reaccionó. Salí del coche, abrí la puerta y lo moví ligeramente, pero él no se movía, de modo que creí que estaría enfermo y lo traje a urgencias. Pero aquí me dijeron que estaba muerto.

Wallander frunció el entrecejo.

—¿Muerto?

—Hicieron un intento de reanimación —intervino Hanson—. Pero fue inútil. Estaba muerto cuando llegó.

Wallander meditó un instante.

—Desde Svarte hasta la ciudad tardas quince minutos —afirmó dirigiéndose a Stenberg—. ¿Te pareció que estaba indispuesto cuando entró en el coche?

—No, lo habría notado —aseguró Stenberg—. Además, me habría pedido que lo llevase al hospital, ¿no?

—Tampoco parecía estar herido, supongo.

—No. Vestía traje y llevaba un abrigo azul.

—¿Viste si tenía algo en las manos? ¿Una bolsa u otro objeto?

—Nada. Pensé que lo mejor sería llamar a la policía, aunque supongo que otro tanto deben hacer desde el hospital.

Las respuestas de Stenberg eran directas y decididas. Wallander se dirigió entonces a Hanson.

—¿Sabemos quién era?

Hanson sacó su bloc de notas antes de responder:

—Göran Alexandersson, cuarenta y nueve años. Autónomo del ramo de la electrónica, residente en Estocolmo. Llevaba una suma respetable de dinero en la cartera y muchas tarjetas de crédito.

—¡Qué extraño! —exclamó Wallander—. Aunque supongo que sufrió un ataque al corazón. ¿Qué dicen los médicos?

—Que lo único que puede dar una respuesta definitiva sobre la causa de la muerte es la autopsia.

Wallander asintió y se puso en pie.

—Tendrás que reclamar el importe de la carrera a los testamentarios —le advirtió a Stenberg—. Si necesitamos hacerte más preguntas, ya te llamaremos.

—Ha sido bastante desagradable, pero ¡qué coño voy yo a reclamarle a nadie el transporte de un cadáver! —afirmó Stenberg resuelto, antes de marcharse.

—Me gustaría echarle un vistazo —declaró Wallander—. Pero tú no tienes por qué acompañarme si no quieres.

—Mejor no —rechazó Hanson—. Mientras tanto, intentaré localizar a sus familiares.

—¿Sabes qué había venido a hacer a Ystad? —inquirió Wallander pensativo—. Eso es algo que también deberíamos averiguar.

El inspector no se detuvo más que un instante junto a la camilla con el cadáver, que se encontraba en una de las consultas de urgencias. El rostro del fallecido no le reveló ninguna información. Examinó su ropa, que, al igual que los zapatos, era de gran calidad. Si, al final, se demostraba que se había cometido algún crimen, los técnicos tendrían que estudiarlas con más detenimiento. En cuanto a la cartera, no encontró en su interior nada, salvo lo ya mencionado por Hanson. Después fue a hablar con uno de los médicos de urgencias.

—Bueno, sin lugar a dudas, parece una muerte natural: no hay indicios de violencia ni heridas de ningún tipo —apuntó el médico.

—Claro y, además, ¿quién habría podido matarlo en el asiento trasero de un taxi? —observó Wallander—. Pero, de todos modos, me gustaría tener los resultados de la autopsia lo antes posible.

—Se lo enviaremos a los forenses de Lund ahora mismo, a menos que la policía dé instrucciones en otro sentido —afirmó el médico.

—No, claro —repuso Wallander—. En absoluto.

Concluida la conversación, el inspector regresó a la comisaría y se dirigió al despacho de Hanson, que estaba al teléfono. Mientras aguardaba a que terminase, se aplastó con abatimiento el estómago, que empezaba a abrirse paso y a sobresalir por encima del cinturón.

—Acabo de hablar con el despacho de Alexandersson en Estocolmo —explicó Hanson una vez finalizada la conversación telefónica—. Tanto su secretaria como su hombre de confianza quedaron muy impresionados. Y me dijeron que estaba divorciado desde hacía diez años.

—¿Tenía hijos?

—Sí, tuvo un hijo.

—Pues tenemos que dar con él.

—No puede ser —opuso Hanson.

—Y eso, ¿por qué?

—Pues porque también está muerto.

Había ocasiones en que a Wallander lo irritaba la forma tan intrincada en que Hanson gustaba de ir al meollo de la cuestión. Como en aquel caso.

—¿Muerto? ¿Cómo que muerto? ¿Es que tengo que sacártelo todo con sacacorchos?

Hanson leyó en voz alta sus anotaciones:

—Su único hijo murió hace casi siete años. Al parecer, en una especie de accidente. En realidad, no me enteré bien.

—¿Tenía nombre aquel hijo suyo?

—Bengt.

—¿Se te ocurrió preguntar qué había venido a hacer Göran Alexandersson en Ystad o en Svarte?

—Según dejó dicho, se tomó una semana de vacaciones, durante la que se alojaría en el hotel Kung Karl. Llegó hace cuatro días.

—Bien, en ese caso, iremos allí.

Una vez en el hotel, inspeccionaron la habitación de Alexandersson durante más de una hora, sin hallar nada de interés. De hecho, lo único que encontraron fue una maleta vacía, algunos trajes pulcramente colgados en el ropero y un par de zapatos.

—Ni un solo documento, ni un libro..., nada de nada —concluyó Wallander pensativo.

Después, alzó el auricular y preguntó a la recepcionista si Göran Alexandersson había realizado o recibido alguna llamada o la visita de alguna persona. Pero la respuesta fue clara y decidida: nadie había llamado a la habitación 211 ni había visitado a su huésped.

—Veamos, se alojaba en Ystad, pero pidió un taxi desde Svarte, así que habrá que averiguar cómo llegó hasta allí.

—Investigaré lo del taxi —propuso Hanson.

De nuevo en la comisaría y ya en su despacho, Wallander se colocó junto a la ventana a contemplar abstraído el depósito de agua que se alzaba al otro lado de la calle. Y, de pronto, se encontró pensando en Mona y en Linda. Lo más probable era que estuviesen sentadas cenando en alguna terraza, pero ¿de qué estarían hablando? Seguramente, de a qué se dedicaría Linda a partir de entonces. Intentó recrear mentalmente la conversación entre madre e hija, pero lo único que oía era el rumor del radiador. Se sentó dispuesto a redactar un informe preliminar mientras Hanson hablaba con la compañía de taxis de Ystad. No obstante, antes de comenzar, se levantó de nuevo para ir al comedor en busca de algo de comer, aunque no halló más que unas tristes galletas olvidadas en una bandeja. Cuando Hanson llamó a su puerta y entró en su despacho, eran ya cerca de las ocho.

—Durante los cuatro días que ha estado en Ystad, ha viajado en taxi a Svarte tres veces —informó Hanson—. Siempre pidió que lo dejasen en las afueras. Siempre salía por la mañana temprano y volvía a pedir un taxi por la tarde.

Wallander asintió con gesto ausente.

—Bueno, en eso no hay nada ilegal —observó—. Tal vez tuviese una amante en Svarte, ¿no te parece?

El inspector se puso en pie y se acercó a la ventana. El viento había arreciado.

—Bien, comprobaremos su nombre en los registros —decidió tras unos minutos de reflexión—. Tengo la sensación de que no sacaremos nada en claro, pero aun así... Luego no nos queda más que esperar los resultados de la autopsia.

—Lo más probable es que fuese víctima de un ataque al corazón —aventuró Hanson al tiempo que se ponía en pie.

—Sí, es lo más probable —corroboró Wallander.

El inspector se marchó a casa, donde se abrió una lata de pyttipanna.
[5]
La figura de Göran Alexandersson no tardó en esfumarse de su memoria y, una vez que hubo consumido su frugal alimento, cayó vencido por el sueño ante el televisor.

Al día siguiente, Martinson, un colega de Wallander, comprobó el nombre de Göran Alexandersson en todos los registros criminales de que disponían, pero en ninguno de ellos obtuvo el más mínimo resultado. Martinson era, en efecto, el más joven de los agentes del grupo de investigación y el más abierto, por ello, a la aplicación de las nuevas técnicas.

Wallander invirtió el día en el seguimiento del caso de los coches de lujo robados procedentes de Polonia. Hacia el atardecer, fue a visitar a su padre, que vivía en Löderup, y estuvo jugando a las cartas con él durante varias horas. La velada terminó con una disputa acerca de quién de los dos le debía cuánto al otro. Cuando, tras haberse despedido, iba camino a casa, Wallander se preguntó si él llegaría a parecerse a su padre cuando alcanzase su edad. O si no habría empezado ya a dar muestras de tan nefasta semejanza. Irritable, protestón, siempre malhumorado... Pensó que debería preguntarle a alguien, aunque tal vez no a Mona.

La mañana del 28 de abril sonó, bien temprano, el teléfono de Wallander. La llamada procedía de la unidad forense del hospital de Lund.

—Se trata de una persona llamada Göran Alexandersson —comenzó el doctor, de nombre Jörne, al que Wallander conocía del tiempo en que había trabajado en Malmö.

—Bien, cuál fue la causa, ¿una embolia o un ataque de apoplejía?

—Ni lo uno ni lo otro —negó el doctor—. O bien se suicidó o bien fue asesinado.

Wallander quedó atónito.

—¿Asesinado? ¿Qué quieres decir?

—Lo que acabas de oír —confirmó Jörne.

—Pero..., eso es impensable. No es posible que haya sido asesinado en el asiento trasero de un taxi. Stenberg, el taxista, no suele acabar con la vida de sus pasajeros. Y tampoco me parece verosímil que se haya suicidado.

—En fin, yo no puedo responder a la pregunta de cómo sucedió —afirmó Jörne imperturbable—. Lo que sí puedo afirmar con toda certeza es que la muerte se produjo a causa de la ingestión, con una bebida o con la comida, de un potente veneno. Y eso apunta, a mi entender, a que se trata de un asesinato. Aunque eso es asunto vuestro, claro está.

Wallander no pronunció palabra.

—Os envío los resultados por fax —finalizó Jörne—. Oye, ¿estás ahí?

—Sí, sí, aquí estoy —reaccionó Wallander.

Tras darle las gracias a Jörne, colgó el auricular sin dejar de pensar en lo que acababa de oír. Al final, pulsó el botón de marcación rápida y le pidió a Hanson que acudiese a su despacho. Wallander tomó uno de sus blocs escolares y plasmó en él dos palabras: «Göran Alexandersson».

En la calle, el viento había arreciado y soplaba ya con la crudeza que presagia la tormenta.

El viento racheado soplaba incesante sobre Escania. Entretanto, encerrado en su despacho, Wallander llegaba a la conclusión de que seguía ignorando qué habría sucedido con aquel hombre que había fallecido en el asiento trasero de un taxi. A las nueve y media de la mañana se dirigió a una de las salas de reuniones de la comisaría, entró y cerró la puerta tras de sí. Sentados en torno a la mesa aguardaban ya Hanson y Rydberg, cuya presencia sorprendió a Wallander. En efecto, el colega había estado de baja a causa de unos terribles dolores de espalda y no había anunciado su incorporación al trabajo.

—¡Vaya! ¿Cómo estás? —quiso saber Wallander.

—Bueno, aquí estoy... —repuso Rydberg esquivo—. ¿Qué lío es ése acerca de un individuo que apareció asesinado en el asiento trasero de un taxi?

—A ver, espera, empezaremos desde el principio —propuso Wallander.

Pero, entonces, miró a su alrededor y detectó la ausencia de uno de sus compañeros.

—¿Dónde está Martinson?

—Llamó para avisar de que tenía la garganta inflamada... —informó Rydberg—. Pero Svedberg podría incorporarse al grupo de investigación, ¿no crees?

—Ya veremos si es necesario —advirtió Wallander al tiempo que recogía el fax que los forenses de Lund ya le habían hecho llegar.

Miró entonces a sus colegas, antes de comenzar:

—Lo que en un principio parecía un asunto muy sencillo puede resultar un caso mucho más complicado de lo que yo creía. Un hombre muere en el asiento trasero de un taxi. El forense de Lund ha comprobado que la muerte se produjo a causa de un veneno. Lo que aún ignoramos es cuánto tiempo transcurrió entre el momento en que ingirió el veneno y la hora de la muerte. Aunque nos han prometido que tendremos el resultado para dentro de un par de días.

—¿Asesinato o suicidio? —inquirió Rydberg.

—Asesinato —sostuvo Wallander sin vacilación—. Me cuesta imaginarme a un suicida tomándose un veneno antes de llamar a un taxi...

—¿Y no cabe la posibilidad de que se lo haya tragado por error? —preguntó Hanson.

—Eso apenas es verosímil —aseguró Wallander—. Según los médicos, se trata de una mezcla tóxica que, en realidad, no existe.

—A ver, a ver, ¿qué significa eso exactamente? —insistió Hanson.

—Que la única persona que podría obtenerla sería un especialista: un médico, un químico o un biólogo, por ejemplo.

Se hizo un profundo silencio, que vino a interrumpir Wallander:

—En otras palabras, debemos interpretar que se trata de un asesinato y preguntarnos qué sabemos acerca de Göran Alexandersson en realidad.

Hanson hojeó su bloc de notas, antes de exponer los datos que allí figuraban.

—Era hombre de negocios —comenzó—. Tenía dos comercios de electrónica en Estocolmo, uno en Västberga y otro en Norrtull. Vivía solo en un apartamento situado en la calle de Åsögatan. Al parecer, no tenía familia. Su ex mujer vive en Francia, a juzgar por la información de que disponemos. Su único hijo murió hace siete años. Los empleados con los que he estado hablando lo caracterizan todos del mismo modo.

—¿Es decir? —interrumpió Wallander.

—Lo consideraban un hombre amable.

—¿Amable?

—Exacto; así lo describieron todos ellos, como una persona amable.

Wallander asintió.

—¿Algo más?

—Al parecer, llevaba una existencia muy organizada. Su secretaria sugirió que tal vez coleccionase sellos, pues solía recibir en el despacho, con cierta periodicidad, varios catálogos de filatelia. No parece haber tenido amigos o, al menos, ninguno al que conociesen sus empleados.

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