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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (19 page)

BOOK: La pirámide
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«¿Por qué no se marchará? ¿Qué es lo que está esperando?»

De improviso, el encapuchado dio un paso atrás, con la pistola orientada ahora hacia la cabeza de Wallander, y, con el pie, desplazó un pequeño taburete que señaló con un movimiento breve del arma, antes de volver a apuntar a Wallander.

Este comprendió que el hombre quería que se sentase. «¡Con tal de que no me ate otra vez!», se dijo. «Si hay un tiroteo cuando llegue Hemberg, no quisiera estar maniatado.»

Comenzó, pues, a avanzar despacio hacia el taburete y se sentó en él. El hombre había retrocedido unos pasos y, una vez que Wallander se hubo sentado, se encajó la pistola en el cinturón.

«Sabe que he visto a la mujer muerta», pensó Wallander. «Él estaba por aquí, aunque yo no advertí su presencia. Y por eso me retiene. No se atreve a soltarme. Por ese motivo me amarró a la estantería.»

Wallander sopesó la posibilidad de arrojarse contra el ladrón y emprender la fuga hacia la calle, pero el arma lo disuadió de ello. Por otro lado, pensó que el hombre habría cerrado con llave la puerta de la tienda.

Desestimó, por tanto, la idea. Por si fuera poco, aquel hombre parecía dominar por completo la situación.

«Hasta ahora no ha pronunciado una palabra», retomó Wallander. «Siempre resulta más fácil hacerse con una persona cuando uno ha tenido la oportunidad de oír su voz. Pero este hombre está mudo.»

Wallander hizo un movimiento de cabeza muy lento, como si quisiera estirar el cuello, aunque lo que deseaba era echarle una ojeada al reloj.

Ya eran las siete menos veinticinco. «Mona debería estar ya preguntándose qué ha pasado. Tal vez incluso haya empezado a preocuparse. Pero no puedo contar con que haya llamado ya a la comisaría. Es demasiado pronto. Y, además, está más que acostumbrada a mis retrasos.»

—La verdad, no sé por qué me retienes aquí —aseguró Wallander de pronto—. No acabo de explicarme por qué no me dejas ir.

Ninguna respuesta. El hombre dio un respingo, pero no dijo nada.

El miedo, que se había atenuado durante unos minutos, volvió a hacer presa en él con renovada intensidad.

«Este hombre debe de estar loco», resolvió. «Para robar una tienda en Nochebuena y matar a una mujer indefensa, además de atarme a mí y ahora, quedarse ahí apuntándome con una pistola.

»Por otro lado, no parece tener intención de marcharse. Sí, eso es lo más extraño.»

En aquel momento, empezó a sonar el teléfono que había junto a la caja registradora. Wallander lanzó un grito, pero el encapuchado se mantuvo impasible, como si no lo oyese.

El timbre siguió sonando. El hombre no se inmutó. Wallander intentaba imaginarse quién podría estar llamando. Tal vez alguien estuviese preguntándose por qué Elma Hagman no había regresado a casa aún. Sí, aquélla era la explicación más probable. La mujer debería haber cerrado la tienda y haberse marchado a casa. Era Nochebuena y su familia estaría esperándola.

Wallander sintió cómo la indignación crecía en su interior. Tan aguda e intensa que amortiguaba el miedo. ¿Cómo era alguien capaz de matar a una anciana de un modo tan brutal? ¿Qué estaba pasando en Suecia?

Aquél era un tema de conversación habitual en la comisaría, durante las pausas para el almuerzo o el café. O cuando comentaban el caso que estaban investigando en aquellos momentos.

¿Qué estaba sucediendo en realidad? Una grieta subterránea, abisal, se abría en la sociedad sueca; una grieta que detectaban sismógrafos radicales. Pero ¿qué la había producido? Que la criminalidad aumentase no era nada sorprendente. Uno de los colegas de Wallander solía expresarlo así: «Antes los ladrones robaban gramófonos en lugar de los equipos del coche, por la sencilla razón de que éstos no existían».

Pero la grieta en la que él pensaba era de otra naturaleza y se caracterizaba por la violencia creciente, por una brutalidad inexplicable.

Y Wallander sentía que, en aquellos momentos, él se encontraba en el centro de la inquietante grieta, aquella tarde del día de Nochebuena, con un encapuchado armado de una pistola y una mujer muerta en la trastienda, a escasos metros de donde él se encontraba.

Aquello carecía de toda lógica. Si uno sondeaba con la dedicación y la persistencia suficientes, solía suceder que daba con un momento del proceso que resultaba comprensible. En aquel caso, no era así. Nadie asesinaba con un hierro a una anciana, en una tienda de un barrio apartado, a menos que fuese absolutamente necesario; a menos que la mujer hubiese opuesto una resistencia digna de tal reacción violenta.

Y, sobre todo, nadie, tras haber cometido semejante delito, se quedaba a esperar en el lugar del crimen con la capucha puesta.

De nuevo sonó el teléfono, lo que terminó por convencer a Wallander de que se trataba de alguien que esperaba la llegada de Elma Hagman. Y ese alguien empezaba a preocuparse por su tardanza.

Sin saber qué hacer, intentó figurarse qué estaría pensando el encapuchado.

Pero éste permanecía mudo e inmóvil, con los brazos colgando.

El teléfono dejó de sonar. La luz de uno de los tubos fluorescentes empezó a vacilar.

De repente, Wallander se sorprendió pensando en Linda. Se vio a sí mismo en el umbral de la puerta de su casa en la calle de Mariagatan y experimentó el gozo de verla correr hacia él.

«Esto es un despropósito», concluyó para sí. «Yo no tendría por qué estar aquí, sentado en un taburete, con un moratón en la frente, mareado y muerto de miedo.

»Las únicas capuchas que la gente debería llevar en esta época del año son las de Papá Noel. Sólo ésas.»

De nuevo giró la cabeza para mirar el reloj a hurtadillas. Eran las siete menos diecinueve minutos. Mona estaría ya llamando a la comisaría para preguntar por él. Y sabía que ella no se conformaría con cualquier respuesta. Era tozuda como nadie. Finalmente, la pasarían con Hemberg, que daría la alarma de inmediato. Lo más probable era que él mismo saliese en su busca. Siempre hay recursos para acudir en auxilio de un policía cuando se teme que esté en peligro. En esos casos, ni siquiera los superiores dudaban en lanzarse ellos mismos a la tarea de búsqueda o rescate.

La sensación de mareo volvió a apoderarse de él. Además, no tardaría en necesitar con urgencia ir al baño.

Al mismo tiempo, sentía que no podía seguir inactivo mucho más tiempo. No había más que un camino que seguir. Y él lo sabía. Debía empezar a hablar con el hombre que ocultaba su rostro tras la negra capucha.

—Aunque voy de paisano, soy policía —comenzó—. Lo mejor que podrías hacer es rendirte. Deja el arma. Dentro de muy poco, esto se llenará de coches patrulla. De modo que sigue mi consejo y abandona, será lo mejor. Así no empeorarán las cosas.

Wallander se expresó con lentitud y claridad, esforzándose por que el tono de su voz sonase decidido.

Pero el hombre seguía sin reaccionar.

—Deja la pistola —insistió Wallander—. Quédate o márchate, pero deja la pistola.

El ladrón no se inmutaba.

Wallander empezó a preguntarse si no sería mudo de verdad; o si o estaría tan aturdido que no había comprendido sus palabras.

—Tengo la placa en el bolsillo interior —explicó Wallander—. Si quieres puedes comprobar que soy policía. Como ya habrás supuesto, no voy armado.

Entonces, el hombre reaccionó. De repente, dejó escapar un sonido semejante a un chasquido de labios, o al ruido que hace la lengua contra el paladar.

Y eso fue todo. El hombre seguía allí, impasible.

Transcurrió un minuto, tal vez dos.

Después, de pronto, el individuo alzó la mano, tomó la capucha y se la quitó.

Wallander clavó la mirada en el rostro del hombre, en sus ojos oscuros y cansados.

Cuando todo pasó, Wallander se preguntó en numerosas ocasiones qué esperaba encontrar tras la capucha, en realidad, cómo se había figurado que sería el rostro que ocultaba. En cualquier caso, tenía la más absoluta convicción de que lo que no esperaba era ver lo que ahora se exponía a su vista.

El hombre que tenía frente a sí era negro. No era moreno, ni cobrizo ni mestizo. Sino negro.

Y era un hombre joven, de poco más de veinte años.

Por su cabeza cruzaron diversas teorías. Por fin vio claro que lo más probable era que el ladrón no hubiese comprendido una palabra de lo que él le había dicho en sueco. De modo que lo repitió todo en su inglés deficiente. Y el hombre pareció entender. Wallander le explicó muy despacio que era policía, que los coches patrulla no tardarían en aparecer por decenas en torno a la tienda y que lo mejor que podía hacer era arrojar su arma y entregarse.

El hombre negó con un gesto apenas perceptible. A Wallander le dio la impresión de que era víctima de un profundo cansancio, claramente perceptible sin la capucha.

«No debo olvidar que ha asesinado brutalmente a una anciana», se dijo. «Ni que me ha golpeado y amarrado y ha estado apuntándome a la cabeza con una pistola.»

¿Y qué era lo que había aprendido sobre cómo conducirse en un situación como aquélla? Debía mantener la calma, no efectuar movimientos bruscos ni expresarse de forma provocativa. Intentar iniciar una conversación. No perder el control sobre sí mismo, sobre todo. Perder el control sobre uno mismo era perder el control sobre la situación.

Wallander pensó que hablar de sí mismo podía constituir un buen comienzo, de modo que le reveló cómo se llamaba, que iba a casa donde lo aguardaban su mujer y su hija para celebrar la Nochebuena.. Mientras tanto, el hombre escuchaba.

Wallander le preguntó si lo entendía.

El hombre asintió, pero seguía sin decir nada.

Wallander miró el reloj. Con toda certeza, Mona habría llamado ya a la comisaría. Y era posible que Hemberg estuviese ya en camino.

Y decidió contárselo al ladrón.

Este lo escuchaba con atención. Al agente le dio la sensación de que, en el fondo, esperaba oír el grito de las sirenas aproximándose, cada vez más intenso.

Wallander guardó silencio e intentó dibujar una sonrisa.

—¿Cómo te llamas?

—Oliver.

La voz surgió quebrada, resignada, se le antojó a Wallander. «Está esperando que venga alguien que le explique lo que ha hecho.»

—¿Vives en Suecia?

Oliver asintió.

—¿Eres ciudadano sueco?

Wallander comprendió de inmediato lo absurdo de su pregunta.

—No.

—¿De dónde eres?

El hombre no respondió. Wallander aguardaba, seguro de que terminaría haciéndolo. No eran pocas las preguntas a las que deseaba obtener una respuesta antes de que Hemberg acudiese con los coches patrulla. Pero no le era posible apremiar al extraño. La distancia entre la aparente calma y el momento en que aquel hombre negro alzase de nuevo su arma y le disparase no debía de ser muy grande.

Wallander notó que el dolor de la frente se intensificaba, pero intentó abstraerse y pensar en otra cosa.

—Todo el mundo es de algún país —continuó—. Y África es un continente enorme. En el colegio estudiábamos África. La geografía era mi asignatura favorita. Me gustaba estudiar los desiertos y los ríos. Y leer sobre los tambores y sobre cómo retumbaban en la noche.

Oliver lo escuchaba interesado y a Wallander le dio la impresión de que estaba menos alerta.

—Ya sé, eres de Cambia —conjeturó—. Los suecos suelen ir allí de vacaciones. Incluso algunos de mis colegas. Eres de allí, ¿verdad?

—Soy de Sudáfrica.

La respuesta fue concisa y rápida, casi áspera.

Wallander no estaba muy bien informado acerca de lo que estaba sucediendo en aquel país. Lo único que sabía era que el sistema del Apartheid y sus leyes racistas estaban aplicándose con más dureza que nunca. Aunque la resistencia también había aumentado. De hecho, los periódicos hablaban de bombas que explotaban por doquier en Johanesburgo y Ciudad del Cabo.

Además, sabía que un buen número de sudafricanos había encontrado asilo en Suecia. En especial, aquellos que habían participado abiertamente en la resistencia negra y que corrían el riesgo de ser condenados a morir ahorcados si permanecían en su país.

El agente improvisó una rápida valoración mental. Un joven sudafricano llamado Oliver había asesinado a Elma Hagman. Eso era cuanto sabía, ni más ni menos.

«Nadie me creería», resolvió. «Estas cosas no pasan. Al menos, no en Suecia y, además, en Nochebuena.»

—Es que empezó a gritar —explicó Oliver.

—Claro, se asustaría. Un hombre que entra encapuchado en una tienda y a última hora infunde temor —observó Wallander—. En especial, si lleva una pistola o una barra de hierro en la mano.

—No tendría que haber gritado —replicó Oliver.

—Tú no tendrías que haberla golpeado hasta matarla —objetó Wallander—. Seguro que te habría dado el dinero de todos modos.

Entonces, Oliver sacó la pistola del cinturón. Lo hizo con tal rapidez, que Wallander no tuvo tiempo de reaccionar. De nuevo tenía la pistola apuntándole a la cabeza.

—No tendría que haber gritado —repitió Oliver con voz quebrada por la indignación y el miedo—. Puedo matarte —continuó.

—Así es, puedes matarme —convino Wallander—. Pero ¿por qué habrías de hacerlo?

—No tendría que haber gritado.

En ese momento, Wallander comprendió lo equivocado que estaba. El sudafricano se hallaba lejos de estar controlado y tranquilo. Estaba al límite. El agente ignoraba qué era lo que estaba descomponiéndose, pero empezaba a albergar serios temores ante lo que ocurriría cuando Hemberg llegase por fin: aquello se convertiría en una auténtica masacre.

«Tengo que arreglármelas para quitarle el arma», decidió. «Eso es lo más importante. Primero, lograr que vuelva a guardarla en el cinturón. Creo que es perfectamente capaz de ponerse a pegar tiros a diestro y siniestro. Hemberg estará ya en camino. Y él no tiene ni idea de lo que va a encontrarse aquí. Por más que se tema que ha sucedido algo no se esperará esto; como tampoco yo me lo esperaba. Y será un puro caos.»

—¿Cuánto tiempo llevas en Suecia? —inquirió Wallander.

—Tres meses.

—¿Tan poco?

—Sí. Vine de Alemania Occidental, de Frankfurt —aclaró Oliver—. Y allí no podía quedarme.

—¿Por qué?

Oliver no contestó. Wallander supuso que tal vez no fuese aquélla la primera vez que Oliver se ponía una capucha sobre el rostro y asaltaba un comercio solitario. Y era posible que estuviese huyendo de la policía alemana.

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