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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (23 page)

BOOK: La pirámide
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¿Qué era, en realidad, lo que sabían? Que Alexandersson vivía solo, que poseía dos comercios de material electrónico, que tenía cuarenta y nueve años y que había viajado a Ystad, donde se alojó en el hotel Kung Karl. A sus empleados les había dejado dicho que se marchaba de vacaciones, pero, en el hotel, no había recibido ni visitas ni llamadas y él tampoco había llamado a nadie.

Todas las mañanas tomaba un taxi que lo llevaba a Svarte, donde pasaba el día paseando por la playa. A última hora de la tarde y tras haber pedido prestado el teléfono a Agnes Ehn, solicitaba un taxi para el regreso. El día de su cuarta visita a Svarte, falleció en el taxi.

Wallander se detuvo y miró a su alrededor recreando el posible escenario: la playa estaba tan desierta como ahora; la figura de Göran Alexandersson aparece visible prácticamente en todo momento hasta que, en algún punto del recorrido, desaparece de la vista de la señora Ehn. Por fin, reaparece y, minutos después, muere en el taxi.

«Tuvo que verse con alguien», persistía Wallander para sí. «O, más exactamente, tuvo que haber concertado una cita con alguien. Uno no se encuentra con un envenenador así, por casualidad.»

Wallander retomó el paseo. De nuevo contempló las casas que salpicaban la playa y decidió que, al día siguiente, tendrían que ir preguntando una por una. «Alguien tiene que haberlo visto», resolvió. «Incluso puede que lo hayan visto hablando con otra persona.»

De pronto, Wallander descubrió que ya no era el único paseante de la playa. En efecto, un hombre de edad se dirigía caminando hacia él en compañía de un perro labrador negro que corría obediente a su lado. Wallander se detuvo y observó al animal. Durante los últimos años y en varias ocasiones, había considerado la posibilidad de sugerirle a Mona tener un perro. Sin embargo, había desistido de tal propuesta, dada la irregularidad de sus horarios de trabajo, convencido de que un animal le reportaría, con toda probabilidad, más cargo de conciencia que compañía.

El hombre rozó levemente la visera de su gorra cuando alcanzó a Wallander.

—No parece que vaya a llegar la primavera, ¿verdad? —comentó en un dialecto distinto al escaniano.

—Bueno, seguro que, al final, también este año disfrutaremos de ella —respondió Wallander.

El hombre asintió y, a punto estaba de reemprender su marcha, cuando Wallander lo retuvo.

—Supongo que pasea usted por aquí todos los días, ¿no es así?

El hombre señaló una de las casas.

—Sí, bueno, yo vivo aquí desde que me jubilé.

—Mi nombre es Wallander y soy agente de la policía de Ystad. No habrá advertido la presencia de un hombre de unos cincuenta años que ha estado paseando por la playa hace unos días, ¿verdad?

Los ojos del anciano eran de un azul limpio y claro y su cabello blanco apuntaba por debajo de la visera.

—Pues no —rechazó con una sonrisa—. ¿A quién iba a ocurrírsele tal cosa? El único que pasea por estas playas soy yo. Pero en mayo, cuando empiece a mejorar el tiempo, cambiarán las cosas.

—¿Está usted totalmente seguro? —insistió Wallander.

—Verá, yo saco a pasear al perro tres veces al día y, hasta hoy, que lo he visto a usted, no había visto a ningún hombre paseando solo por aquí.

Wallander asintió.

—Bien, en ese caso, no lo molestaré más —se disculpó.

Wallander prosiguió su camino. Cuando, poco después, se detuvo y miró hacia atrás, el señor del perro había desaparecido.

Wallander nunca supo de dónde le vino la idea, o más bien la sensación; sin embargo, desde aquel momento estuvo totalmente seguro de haber visto un destello débil, apenas perceptible, en su rostro y en sus ojos, cuando le preguntó si había visto a algún hombre paseando solo por la playa.

«El anciano sabe algo», se dijo. «La cuestión es qué.»

El inspector echó aún otro vistazo a su alrededor.

La playa volvía a estar desierta.

Permaneció inmóvil durante unos minutos.

Después, volvió al coche y se marchó a casa.

El miércoles 29 de abril fue, aquel año, el primer día de primavera en Escania. Wallander se despertó temprano, como era habitual. Estaba sudoroso y supo que había tenido una pesadilla, si bien no logró recordar nada de su contenido. ¿No habría vuelto a soñar con los toros que lo perseguían? ¿O tal vez con que Mona lo abandonaba? Se dio una ducha antes de tomarse un café y ponerse a hojear algo distraído el ejemplar del diario Ystads Allehanda.

A las seis y media en punto, ya se encontraba en su despacho de la comisaría. En el claro y despejado cielo primaveral, lucía el sol. Wallander esperaba que Martinson estuviese ya totalmente recuperado, de modo que pudiese relevar a Hanson de las tareas de comprobación de los registros. Además, él solía obtener resultados más rápidos y mejores que éste. De ser así y poder contar con Martinson, se llevaría consigo a Hanson para que le ayudase a visitar los chalets de la playa de Svarte. Sin embargo, lo más importante en aquellos momentos era, sin duda, forjarse una imagen tan clara como fuese posible de la persona de Göran Alexandersson. Martinson era bastante más exhaustivo que Hanson a la hora de ponerse en contacto con aquellas personas que pudiesen proporcionarles información. Por otro lado, Wallander resolvió asimismo que debían tomarse en serio el esclarecimiento de lo sucedido a Bengt, el hijo de Alexandersson, cuando lo atacaron y lo asesinaron.

A las siete de la mañana, Wallander intentó localizar a Jörne, el forense que había practicado la autopsia a Göran Alexandersson, pero sin éxito. Se sentía impaciente y no podía por menos de admitir que el caso del hombre al que habían hallado muerto en el asiento trasero de un taxi lo llenaba de preocupación.

A las ocho menos dos minutos, se encontraron en la sala de reuniones. Martinson seguía padeciendo un fuerte dolor de garganta y la fiebre persistía, según informó Rydberg. Wallander pensó que era lógico que Martinson se viese tan afectado por aquel enfriamiento, dada su enfermiza fobia por los virus.

—En ese caso, tú y yo iremos a visitar a los habitantes de las villas costeras de Svarte hoy mismo —decidió el inspector—. Tú, Hanson, deberás seguir operando desde aquí. Quisiera que averiguases algo más acerca de la muerte de Bengt Alexandersson. Habla con Rendal, él te ayudará.

—¿Alguien sabe algo más sobre el veneno? —inquirió Rydberg.

—He estado intentando localizar al forense esta mañana, pero no pude hablar con él —aclaró Wallander.

La reunión no se prolongó demasiado. Wallander solicitó una ampliación de la fotografía que había en el permiso de conducir de Alexandersson, así como algunas copias. Después, se dirigió al despacho de Björk, el comisario jefe. En opinión de Wallander, Björk era un buen jefe, pues no se dedicaba a interferir en el trabajo de sus subordinados. Sin embargo, había ocasiones en que al comisario le entraban las prisas y reclamaba una descripción rápida del estado de las investigaciones en curso.

—¿Qué tal va el asunto de la banda que se dedica a la exportación de coches robados? —preguntó a bocajarro al tiempo que dejaba caer las manos sobre la mesa en sonoro palmetazo, como señal inequívoca de que deseaba una respuesta breve y concisa.

—Mal —repuso Wallander con sinceridad.

—¿Hay alguna detención prevista?

—Ninguna —declaró Wallander—. Si, con lo que ahora tenemos, fuese a pedirle la orden de arresto al fiscal, me echarían del Cuerpo.

—Ya, en fin, lo que en modo alguno podemos hacer es rendirnos —sostuvo Björk.

—¡Por supuesto que no! —convino Wallander—. Yo pienso perseverar. En cuanto hayamos resuelto el caso del hombre que murió en el asiento trasero de un taxi.

—Sí, Hanson me ha puesto al corriente —observó Björk—. Parece un asunto muy extraño.

—Es un asunto muy extraño —corroboró Wallander.

—¿Es realmente posible que haya sido asesinado?

—Eso es lo que aseguran los médicos —explicó Wallander—. Hoy tenemos pensado ir a interrogar a los residentes en la costa de Svarte. Alguien tuvo que verlo.

—Bien, mantenme informado —ordenó el comisario antes de incorporarse y dar así por finalizada la conversación.

Fueron a Svarte en el coche de Wallander.

—Es hermosa Escania —comentó de pronto Rydberg.

—Sí, al menos en un día como el de hoy —opinó Wallander—. Pero estarás de acuerdo conmigo en que también puede ser un auténtico asco, en otoño, por ejemplo, cuando el barro se cuela por la rendija de la puerta o se te mete por la piel.

—¿A quién se le ocurre pensar en el otoño en estos momentos? ¿Por qué amargarse de antemano con los malos momentos si, quieras o no, siempre acaban presentándose al final?

Wallander no replicó, concentrado como estaba en adelantar a un tractor.

—Empezaremos por las casas que bordean la costa al oeste del pueblo —propuso—. Comenzaremos cada uno por un extremo y nos veremos en el centro. Procura enterarte también de quiénes viven en las casas que ahora están deshabitadas.

—¿Qué es lo que esperas encontrar, si puede saberse? —inquirió Rydberg.

—La solución —fue la simple respuesta de Wallander—. Alguien tiene que haberlo visto por la playa. Y alguien tiene que haberlo visto en compañía de alguna otra persona.

Wallander aparcó el coche y le pidió a Rydberg que comenzase por la casa de Agnes Ehn. El colega echó a andar mientras Wallander intentaba, una vez más, localizar a Jörne. Sin embargo, tampoco en esta ocasión hubo suerte. Tomó de nuevo el coche y se alejó un tramo hacia el oeste, volvió a dejar el vehículo estacionado y emprendió el camino en dirección este. La primera vivienda con la que se topó era una antigua casa típica de Escania, de aspecto muy cuidado. Cruzó la verja y llamó al timbre. Nadie respondía, de modo que lo intentó por segunda vez y, a punto estaba ya de marcharse, cuando se abrió la puerta, que dio paso a una mujer de unos treinta años ataviada con un chándal salpicado de manchas.

—No me gusta que me molesten —aseguró mientras observaba a Wallander irritada.

—A veces no hay más remedio —repuso éste al tiempo que le mostraba su placa.

—¿Qué quieres? —inquirió ella.

—Verás, tengo una pregunta que puede resultar extraña, pero necesito saber si, últimamente, has visto a un hombre de unos cincuenta años con un abrigo azul paseando por la playa.

Ella alzó las cejas y observó a Wallander con expresión burlona.

—Siempre pinto con las cortinas corridas —declaró—. No he visto nada.

—Así que eres artista, ¿eh? Yo pensaba que lo que necesitabais era mucha luz.

—Yo no. Pero no creo que eso sea delito, ¿verdad?

—¿Y dices que no has visto nada?

—No, nada. Ya te lo he dicho.

—¿Hay alguien más contigo en la casa? Quiero decir alguien que haya podido ver algo.

—Pues, verás, tengo un gato que suele pasar los días sentado en el alféizar de la ventana. Si lo deseas, puedes hablar con él.

Wallander notó que empezaba a encolerizarse.

—¿Sabes?, hay ocasiones en que los policías tenemos que hacer preguntas; no creas que lo hago por entretenerme. Pero ya no te molesto más.

La mujer cerró la puerta y corrió varias cerraduras. Él continuó su camino hacia la siguiente vivienda, un edificio de dos plantas y de construcción relativamente reciente. En el jardín se alzaba una pequeña fuente. Cuando llamó a la puerta, se oyeron los ladridos de un perro desde el interior, de modo que se dispuso a esperar.

El perro dejó de ladrar y la puerta se abrió y le permitió ver al anciano con el que se había encontrado en la playa el día anterior. A Wallander le dio la impresión de que el hombre no se sorprendía lo más mínimo al verlo. Como si hubiese estado esperándolo y estuviese en guardia.

—Usted otra vez —comentó el anciano.

—Así es —confirmó Wallander—. Estoy preguntándoles a los vecinos que viven cerca de la playa.

—Ya le dije ayer que no vi nada.

Wallander asintió, antes de añadir:

—Ya, bueno, pero a veces uno cae en algún nuevo detalle cuando ya es tarde...

El hombre se hizo a un lado e invitó a Wallander a que entrase. El labrador empezó a olisquearlo muy interesado.

—De modo que usted vive aquí todo el año, ¿no es así? —comenzó Wallander.

—Eso es —confirmó el otro—. Fui médico de distrito durante veinte años en Nynäshamn. Cuando me jubilé, mi mujer y yo nos mudamos aquí.

—Tal vez ella haya visto algo, ¿no? —inquirió Wallander—. Si está aquí...

—Sí, pero está enferma —atajó el hombre—. Ella no ha visto nada.

Wallander sacó un bloc de notas del bolsillo.

—¿Podría decirme su nombre?

—Me llamo Martin Stenholm. Mi mujer se llama Kajsa.

Wallander se guardó el bloc en el bolsillo una vez que hubo anotado ambos nombres.

—Bien, no lo molesto más —se disculpó.

—No, no se preocupe, no es nada —aseguró Martin Stenholm.

—¿Qué le parece si vuelvo dentro de unos días para hablar con su mujer? A veces es mejor que la gente diga por sí misma lo que ha visto y lo que no, ¿no cree?

—Me temo que eso no le será de gran ayuda —observó Martin Stenholm—. Mi mujer está muy enferma. Padece un cáncer y, de hecho, está moribunda.

—¡Vaya! Entiendo... En ese caso, no volveré a molestarlos —garantizó Wallander.

Martin Stenholm le abrió la puerta.

—Y, su mujer, ¿es médico también? —quiso saber Wallander.

—No, ella era abogada.

Wallander salió de nuevo a la calle y visitó otras tres casas, sin obtener el menor resultado, hasta que se encontró con Rydberg. Wallander fue a buscar el coche y se detuvo a esperar a Rydberg ante la casa de Agnes Ehn. Pero Rydberg no tenía ninguna buena noticia que darle: nadie había visto a Göran Alexandersson por la playa.

—¡Y yo que creía que la gente es muy curiosa! Sobre todo en los pueblos y, en especial, con los extraños...

Regresaron a Ystad en silencio. Cuando llegaron a la comisaría, le pidió a Rydberg que buscase a Hanson y que fuesen juntos a su despacho. Entretanto, él llamó de nuevo a los forenses y, en esta ocasión sí logró hablar con Jörne. Cuando concluyó la conversación con él, Hanson y Rydberg ya habían llegado. Wallander miró a Hanson inquisitivo.

—¿Alguna novedad? —preguntó.

—Nada que modifique la imagen que hasta ahora hemos podido forjarnos de Alexandersson —repuso Hanson.

—Yo acabo de hablar con Jörne —explicó Wallander—. La víctima pudo muy bien haber ingerido el veneno sin darse cuenta de ello. No es posible precisar la rapidez con que actúa, aunque Jörne supone que, como mínimo, media hora. Pero, transcurrido ese tiempo, la muerte es fulminante.

BOOK: La pirámide
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