La pirámide (28 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La pirámide
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¿Qué haría Lamberg en el estudio a aquellas horas? Había algo en aquella situación que lo intrigaba.

Miró el reloj en el preciso instante en que Ebba lo llamó. Ya había localizado al dentista y podía acudir inmediatamente, a primera hora.

Wallander decidió no esperar. No podía andar con dolor de muelas si quería dirigir una investigación de asesinato, de modo que se asomó al despacho de Martinson y le explicó.

—Se me partió una muela ayer, así que me voy al dentista. No creo que tarde más de una hora. Podríamos celebrar una reunión entonces. ¿Ha vuelto ya Svedberg?

—Que yo sepa, no.

—Bien, averigua si Nyberg también puede estar presente un momento, para que nos cuente cuál ha sido su primera impresión.

Martinson bostezó y se estiró en la silla.

—¿Y a quién crees tú que le puede interesar matar a un viejo fotógrafo? —inquirió el colega—. No parece que se haya producido ningún robo.

—Bueno, tan viejo no era, ¿no? —objetó Wallander—. Cincuenta y seis años. Pero, por lo demás, es una pregunta interesante.

—O sea, que lo atacaron en el interior del local, pero ¿cómo se supone que entró el agresor?

—Si no lo dejó entrar él mismo, tendría la llave.

—Pero a Lamberg lo mataron por detrás.

—Circunstancia que puede deberse a un sinnúmero de motivos que desconocemos —puntualizó Wallander.

El inspector salió de la comisaría camino del dentista, cuya consulta se encontraba cerca de la plaza de Stortorget, justo al lado de la tienda de equipos de música. De niño, solía temer aquellas visitas al dentista a las que se veía arrastrado periódicamente. Pero aquel temor había desaparecido de forma repentina, con la edad. Ahora lo único que le interesaba era librarse de aquel dolor lo antes posible. Aunque, muy a su pesar, sospechaba que aquella rotura era un síntoma de envejecimiento. Sólo tenía cuarenta años, pero la decadencia empezaba a dejarse notar.

Entró enseguida y se sentó en la silla. El dentista era un hombre joven que trabajaba con rapidez y eficacia. Así, media hora más tarde, Wallander ya estaba listo. El dolor había remitido y ahora sólo sentía un sordo malestar.

—La molestia no tardará en desaparecer —aseguró el dentista—. Pero deberías volver y hacerte una limpieza. Creo que no te cepillas los dientes a conciencia.

—Sí, es lo más probable —corroboró Wallander.

Pidió una cita para dos semanas más tarde y regresó a la comisaría. A las diez en punto ya tenía convocados a todos sus colaboradores en la sala de reuniones. Svedberg había vuelto y también Nyberg había podido asistir. Wallander se sentó en su lugar habitual, ante uno de los extremos. Después miró a su alrededor y se preguntó fugazmente cuántas veces habría estado allí sentado, tomando impulso para dar comienzo a una investigación de asesinato. Por otro lado, había notado cómo el dinamismo iba decreciendo con los años. Pero sabía que la única manera de cumplir con su deber era lanzarse. Tenían que resolver un asesinato brutal. Aquello era urgente.

—¿Alguien sabe dónde está Rydberg? —preguntó.

—Le duele la espalda —aclaró Martinson.

—Lástima, nos habría venido bien tenerlo aquí hoy —se lamentó Wallander, antes de dirigir a Nyberg un gesto para que tomase la palabra.

—Bien, ni que decir tiene que aún es demasiado pronto —comenzó el técnico—. Pero no hay indicios de que se haya producido ningún robo. No hay marcas en las puertas ni parece faltar nada; al menos, tras un examen preliminar. Todo es de lo más extraño.

Wallander no esperaba que Nyberg tuviese observaciones decisivas que comunicarles en aquel estadio inicial, pero, de todos modos, él deseaba contar con su participación.

Se volvió entonces a Svedberg.

—Comprenderéis que Elisabeth Lamberg ha quedado terriblemente conmocionada ante la noticia. Al parecer, resulta que duermen en habitaciones distintas, de modo que ella no sabe cuándo regresa su marido si sale por la noche. Habían cenado hacia las seis y media y, poco antes de las ocho, él se marchó al estudio; ella se fue a la cama a las once y se durmió enseguida. La mujer era incapaz de imaginar quién podría haber asesinado a su marido y negaba de plano que tuviese ningún enemigo.

Wallander asintió.

—Bien, pues ya sabemos algo —concretó—. Tenemos a un fotógrafo muerto, pero eso es, por otro lado, cuanto tenemos.

Todos sabían lo que aquello significaba: la puesta en marcha de una penosa serie de pesquisas.

Sin embargo, ninguno de ellos sabía adonde los conducirían tales pesquisas.

La reunión del grupo de investigación celebrada aquella mañana, la primera que convocaban con motivo de la búsqueda del autor o los autores que, por causas que ignoraban, se hallaban tras el asesinato del fotógrafo Simon Lamberg, resultó muy breve. Existía una infinidad de procedimientos rutinarios que siempre seguían. Por otro lado, debían esperar los informes de la unidad forense de Lund y la inspección que del lugar de los hechos estaban llevando a cabo Nyberg y sus técnicos. Ellos, por su parte, comenzarían por averiguar algo más acerca de la personalidad y la existencia que la víctima había llevado hasta su muerte. Además, tendrían que interrogar a los vecinos y buscar a otras personas que pudiesen proporcionarles algún tipo de información. Por supuesto que no perdían la esperanza de que, pese a lo prematuro del estado de la investigación, llegase a su conocimiento algún dato que les permitiese resolver el asesinato en el transcurso de escasos días. Sin embargo, Wallander había desarrollado ya una habilidad especial para intuir que, en realidad, se enfrentaban a una investigación que iba a ser compleja: tenían poco, o más bien nada, en lo que apoyarse.

Sentado en la sala de reuniones, notó que estaba preocupado. El dolor de muelas y las molestias habían desaparecido por completo. Pero allí estaba, a cambio, la desazón en el estómago...

Björk entró en la sala y se sentó dispuesto a prestar atención a los intentos de Wallander de realizar un análisis preliminar del curso de los acontecimientos a la luz de los datos del esquema temporal. Tras esta exposición, nadie formuló ninguna pregunta, de modo que se distribuyeron las tareas más importantes y se marcharon cada uno a su objetivo. Wallander iría a hablar con la viuda de Lamberg a última hora de la tarde, pero, antes, deseaba inspeccionar de nuevo y con más detenimiento el lugar de los hechos. Según Nyberg, podría entrar tanto en el estudio como en la trastienda en unas horas.

Björk y Wallander quedaron rezagados en la sala de reuniones cuando los otros se hubieron marchado.

—Vamos, que tú no crees que se trate de un ladrón que perdió el control al verse sorprendido —inquirió Björk.

—Pues no —ratificó Wallander—. Pero es muy posible que me equivoque. No podemos excluir ninguna posibilidad. Aunque me pregunto qué pensaba el supuesto ladrón que encontraría en el estudio de Lamberg.

—No sé, cámaras, quizá.

—Lamberg no se dedicaba a la venta de material fotográfico. Él simplemente tomaba fotografías y lo único que tenía a la venta eran los portarretratos y los álbumes de fotos. No creo que ningún ladrón se tome la menor molestia por semejante botín.

—En ese caso, ¿qué nos queda? ¿Algún móvil relacionado con su vida privada?

—No lo sé. Pero según Svedberg, Elisabeth Lamberg, su viuda, estaba convencida de que no tenía ningún enemigo.

—¿Y entonces? Tampoco hay indicios que nos hagan pensar en la actuación de un demente, ¿no?

Wallander negó con la cabeza.

—Eso puede decirnos mucho o nada. Sin embargo, hay tres cuestiones sobre las que sí cabe reflexionar desde ahora: ¿cómo entró el autor de los hechos en el taller?; no hay daños ni en la puerta ni en las ventanas; es muy improbable que Lamberg no hubiese echado la llave de la persiana, pues, según Elisabeth Lamberg, era muy cuidadoso con eso.

—Lo que nos deja dos opciones: o tenía llave, o Simon Lamberg le abrió la puerta y lo dejó entrar.

Wallander asintió, convencido de que Björk había comprendido, y prosiguió.

—El segundo motivo de reflexión lo tenemos en el hecho de que el golpe que mató a Lamberg le fue asestado en la nuca con una fuerza desmedida. Lo que, a su vez, puede apuntar, bien al hecho de que el agresor sabía lo que hacía, bien a que estaba fuera de sí. Esto es susceptible, igualmente, de dos interpretaciones, como mínimo. Por un lado, que el agredido no se esperaba semejante ataque, y por otro, que intentó escapar.

—Si fue él mismo quien le abrió la puerta a su agresor, tendríamos ahí la explicación de por qué le dio la espalda.

—En fin, podemos dar un paso más —explicó Wallander—. ¿Acaso cabe la posibilidad de que, a aquellas horas de la noche, dejase entrar a alguien con quien no mantuviese una buena relación?

—¿Alguna otra idea?

—Bueno, según la mujer de la limpieza, Lamberg solía bajar al estudio dos tardes a la semana, aunque podían variar los días; sin embargo, podríamos suponer que el agresor conocía este detalle. Asimismo, podríamos suponer que vamos tras la pista de un asesino que, al menos parcialmente, conocía las costumbres de Lamberg.

El comisario y el inspector abandonaron la sala de reuniones, pero permanecieron aún un instante en el pasillo.

—Bien, todo esto implica, en cualquier caso, que existen varios puntos de partida —apuntó Björk—. O sea, que no estamos totalmente a cero.

Wallander hizo una mueca.

—No, pero poco falta —objetó Wallander—. Estamos tan a cero como se pueda estar. La verdad, nos vendría bien contar con Rydberg.

—Sí, me preocupan sus problemas de espalda —confesó Björk—. A veces tengo la sensación de que no es sólo eso...

Wallander lo miró sorprendido.

—¿Y qué iba a ser si no?

—No sé. Tal vez padezca otra enfermedad. El dolor de espalda puede tener otro origen, no sólo los músculos o las vértebras.

Wallander sabía que Björk tenía un cuñado médico; y puesto que Björk, de vez en cuando, se consideraba a sí mismo víctima de alguna que otra enfermedad grave, a Wallander se le ocurrió que tal vez ahora estuviese extrapolando aquella preocupación al caso de Rydberg.

—Ya, pero Rydberg suele reponerse en cuestión de una semana —apuntó Wallander.

Dicho esto, se despidieron en el pasillo y Wallander regresó a su despacho. Puesto que el rumor de la noticia del asesinato se había extendido, Ebba les advirtió que varios periodistas habían llamado interesándose por el momento en que se los convocaría para ofrecerles cualquier tipo de información. Sin comentarlo con nadie, Wallander le dio instrucciones de que él estaría disponible para responder a sus preguntas a las tres.

Tras la conversación con Ebba, invirtió una hora en elaborar una síntesis para su uso personal. Y acababa de terminar, cuando Nyberg le avisó por teléfono de que ya había concluido con su peritaje y que él podía examinar por lo menos la trastienda. El técnico le confesó que aún no tenía ninguna observación relevante que transmitir; como tampoco el forense había llegado a otra conclusión que la ya conocida de que Lamberg había muerto a causa de un violento golpe en la nuca Wallander le preguntó si podían pronunciarse acerca del tipo de arma homicida empleada, pero el técnico le hizo saber que aún era demasiado pronto. Wallander concluyó la conversación y quedó sentado pensando en Rydberg. Su maestro y su guía, el policía más brillante que jamás había conocido. En efecto, él le había enseñado a Wallander que era vital jugar con los argumentos y aproximarse a un problema desde un frente inesperado.

«Precisamente en estos momentos necesito su ayuda», pensó Wallander. «Tal vez debería llamarlo esta noche a su casa.»

Fue al comedor y se tomó otra taza de café. Lo acompañó de una tostada que fue mordisqueando con mucho cuidado, hasta que comprobó que el dolor de muelas no reaparecía.

Puesto que se sentía cansado tras el escaso descanso de la noche anterior, fue paseando hasta la plaza de Sankta Gertrud. La lluvia persistía y él no cesaba de preguntarse cuándo llegaría, por fin, la primavera. El grado de impaciencia de la sociedad sueca en el mes de abril era muy elevado, se decía. La primavera nunca parecía llegar a su hora. El invierno se presentaba siempre demasiado pronto; la primavera, demasiado tarde.

Ya ante el estudio, comprobó que no eran pocas las personas que allí se habían reunido. Wallander conocía a algunas de ellas o, al menos, sus rostros le resultaban familiares. Así, avanzaba asintiendo a modo de saludo aunque, eso sí, sin contestar a sus preguntas. Pasó por encima de los cordones policiales y entró en el local. Allí estaba Nyberg, con la taza del termo en la mano, reprendiendo enojado a sus técnicos sin detenerse cuando Wallander cruzó la puerta. Una vez que dio por terminada la reprimenda y que hubo dicho lo que deseaba, le hizo a Wallander una seña para que entrase en el estudio. Ya habían retirado el cadáver y lo único que quedaba era la inmensa mancha de sangre sobre el papel blanco, además de unos trazos que indicaban el tramo por el que estaba permitido pisar.

—No te salgas del trazo —ordenó Nyberg—. Hemos encontrado bastantes huellas de pisadas en el estudio.

Wallander se puso unas fundas de plástico en los zapatos, se guardó un par de guantes de plástico en el bolsillo y comenzó a caminar con cuidado hacia lo que era una combinación de oficina y sala de revelado.

El inspector recordaba cómo, cuando era un adolescente de catorce tal vez quince años, había alimentado con pasión el sueño de convertirse en fotógrafo. Pero su intención no era tener un estudio de fotografía, sino llegar a ser reportero gráfico. Quería estar presente, en primera fila, en todos y cada uno de los grandes acontecimientos de su época: él tomaría sus instantáneas mientras otros lo fotografiaban a él.

Y, al tiempo que entraba en la trastienda, iba preguntándose qué habría sido de aquel sueño. Se había esfumado así, sin más. En la actualidad, no poseía más que una simple Instamatic que apenas si usaba. Dos años después de aquello, cambió de parecer y decidió que lo que le gustaría ser era cantante de ópera. Pero aquello también quedó en nada.

Se quitó la cazadora y echó un vistazo a su alrededor. Desde el estudio le llegaban las renovadas protestas de Nyberg. Wallander creyó entender que el motivo era la falta de profesionalidad a la hora de medir la distancia entre dos huellas de pisadas. Se acercó al aparato de radio, lo encendió. La música clásica inundó la habitación. «A veces iba al estudio por las tardes», recordó que le había dicho Hilda Waldén. Para trabajar y para escuchar música clásica. Y parecía que así era. Se sentó ante el escritorio, donde todo aparecía en perfecto orden. Levantó el cartapacio verde, pero debajo no había nada. Entonces fue en busca de Nyberg y le preguntó si habían encontrado algún llavero. El técnico se lo entregó y Wallander se enfundó los guantes mientras volvía a la trastienda. Buscó hasta encontrar la llave adecuada para abrir la cajonera. En el cajón superior, halló varios documentos de la agencia tributaria y la correspondencia con el contable del estudio. Wallander hojeó los papeles con detenimiento: puesto que no buscaba nada en concreto, cualquier cosa podía ser importante.

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