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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (46 page)

BOOK: La pirámide
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—Y qué vicios —intervino Rydberg—. Eso no es menos importante.

Al final de la reunión Björk entró en la sala. Al ver tanto dinero amontonado sobre la mesa, lanzó un silbido.

—Esto hay que registrarlo de forma exhaustiva —resolvió cuando Wallander, algo tenso, le explicó la procedencia del dinero—. Como es natural, no puede desaparecer ni un solo billete. A propósito, estaba preguntándome qué ha sucedido con la puerta de la comisaría.

—Un accidente laboral que se produjo cuando la carretilla elevó la caja fuerte para trasladarla al interior —aclaró Wallander.

El inspector pronunció estas palabras con tal énfasis que a Björk no se le ocurrió oponer la menor objeción.

Disuelta la reunión, Wallander se apresuró a salir para evitar quedarse a solas con el comisario jefe. Él debía encargarse de ponerse en contacto con una asociación protectora de animales de la que al menos una de las hermanas, Emilia, había sido miembro activo, a decir de una vecina cuyo nombre, según había sabido Svedberg, era Tyra Olofsson. Al oír el nombre de la calle donde vivía, Wallander se echó a reír: Käringgatan
[11]
11, para preguntarse enseguida si habría otra ciudad sueca que diese a sus calles nombres tan raros como la ciudad de Ystad.

Antes de abandonar la comisaría llamó a Arne Hurtig, el vendedor de coches al que solía acudir cuando quería cambiar de vehículo. Le explicó cuál era el estado de su Peugeot, y Hurtig le presentó algunas propuestas, que a Wallander le parecieron demasiado caras. Sin embargo, cuando le prometió que le ofrecería un buen precio por su antiguo coche, Wallander decidió que lo cambiaría, eso sí, por otro Peugeot. Colgó el auricular y llamó al banco. Tras varios minutos, pudo hablar con la persona que solía atenderlo. Wallander le explicó que necesitaba un préstamo de veinte mil coronas y el empleado aseguró que no habría el menor inconveniente en que se lo concediesen, de modo que podría ir al día siguiente para firmar los documentos y retirar el dinero.

La sola idea de cambiar de coche lo puso de buen humor; aunque no sabía por qué siempre acababa decidiéndose por un Peugeot. «Se ve que soy más animal de costumbres de lo que yo mismo pensaba», consideró mientras salía de la comisaría. En la puerta, se detuvo a contemplar un instante el marco abollado y, puesto que no había nadie por allí, aprovechó para propinarle una patada que lo abolló aún más. Salió a toda prisa, encogiéndose para protegerse del gélido viento racheado. Claro que debería haber llamado a casa de Tyra Olofsson para asegurarse de que la mujer estaba en casa, pero, puesto que estaba jubilada, decidió probar suerte.

Una vez allí, llamó a la puerta, que se abrió casi de inmediato. Tyra Olofsson, que era mujer de baja estatura, llevaba unas gafas, claro indicio de su alto grado de miopía. Wallander le explicó quién era y le mostró su placa, que ella sostuvo a escasos centímetros de las lentes para estudiarla con gran interés.

—La policía —declaró la mujer—. O sea, que algo tiene que ver con la pobre Emilia.

—Así es —convino Wallander—. Espero no molestar.

La señora lo invitó a pasar y el inspector percibió un intenso olor a perro en el vestíbulo. Ella lo guió hasta la cocina, sobre cuyo pavimento Wallander pudo contar hasta catorce cuencos de comida para animales. «Esto es peor aún que lo de Haverberg», concluyó.

—Los tengo fuera de la casa —advirtió Tyra Olofsson adivinando su pensamiento.

Wallander se preguntaba si estaría permitido tener tantos perros en el centro de la ciudad. La anciana le preguntó si quería café, pero él lo rechazó. En realidad, tenía hambre. Y pensaba ir a comer tan pronto como hubiese concluido su entrevista con ella. Se sentó a la mesa y se puso a buscar, en vano, algo con lo que escribir. Para variar, se había acordado de meterse en el bolsillo un bloc de notas. Pero ahora resultaba que le faltaba el bolígrafo, de modo que echó mano de un trozo de lápiz que había sobre el alféizar de la ventana.

—Tiene usted razón, señora Olofsson —comenzó—. He venido para hablar de Emilia Eberhardsson, que ha fallecido de forma tan trágica. Por una de sus vecinas supimos que era miembro activo de una asociación local dedicada a la defensa de los animales. Y que usted la conocía bien.

—Llámame Tyra —pidió la mujer—. Y te aseguro que no creo poder decir que la conociese bien. En realidad, tampoco creo que nadie lo hiciese.

—Su hermana Anna, ¿no participó nunca de esa actividad?

—No.

—¿Y no es un tanto extraño? Quiero decir que, puesto que eran hermanas, ambas solteras y vivían juntas... No sé, a mí se me antoja que lo normal sería que tuviesen aficiones comunes.

—¡Bah! Eso es un prejuicio —replicó Tyra Olofsson terminante—. Además, lo más probable es que Anna y Emilia fuesen dos personas muy distintas. Yo fui maestra toda mi vida. Es una profesión en la que una llega a aprender a distinguir a las personas. Las diferencias se atisban desde la infancia.

—¿Cómo describirías a Emilia?

La respuesta sorprendió a Wallander.

—Una engreída. Siempre creía saberlo todo mejor que nadie. Podía llegar a ser muy desagradable, pero, puesto que era ella quien donaba el dinero a nuestra sociedad, no podíamos prescindir de ella, por más que quisiéramos.

Tyra Olofsson le habló de la asociación en defensa de los animales, que ella misma fundó, junto con otras personas que compartían su inclinación, durante la década de los sesenta. Siempre habían trabajado a escala local y el origen de la asociación no fue otro que el creciente problema de los gatos abandonados durante los veranos. La asociación fue siempre un proyecto modesto; los miembros, poco numerosos. Un día, a principios de los años setenta, Emilia Eberhardsson leyó una noticia en un ejemplar de Ystads Allehanda sobre la actividad que desarrollaban y se puso en contacto con ellas. A partir de entonces, contribuyó con una suma de dinero mensual y participó en todas las reuniones y actividades.

—Pero, en el fondo, yo no creo que le gustasen demasiado los animales —reveló Tyra Olofsson de forma inesperada—. Sospecho que lo hacía sólo para que la gente pensase que era una buena persona.

—¡Vaya! No es ésa una descripción que pudiéramos llamar benévola.

La mujer lo miró con malicia, antes de replicar:

—Yo pensaba que la policía quería saber la verdad. ¿Acaso estoy equivocada?

Wallander cambió de tema y le preguntó por la donación mensual.

—Aportaba mil coronas al mes. Una suma importante para nosotras.

—¿Daba la impresión de ser rica?

—Bueno, no vestía prendas especialmente costosas, pero dinero no le faltaba, desde luego.

—Imagino que te preguntaste de dónde sacaba el dinero, pues una mercería no es el tipo de negocio que uno asocia con una fortuna.

—Ni tampoco lo son mil coronas al mes —atajó ella—. Yo no soy una persona curiosa. Tal vez sea por tener tan mala vista. El caso es que no sé nada de la procedencia del dinero ni de cómo iba su mercería.

Wallander vaciló un instante antes de atreverse a decirle la verdad:

—Todos pudimos leer en los periódicos que las dos hermanas murieron carbonizadas en su casa. Sin embargo, nada se decía sobre el hecho de que también presentaban sendos disparos en la nuca. Es decir, que ya estaban muertas cuando el incendio comenzó.

La anciana se estiró en la silla.

—Y ¿quién iba a querer matar a dos ancianas? Eso resulta tan verosímil como decir que alguien quisiese matarme a mí.

—Sí, claro. Y eso es precisamente lo que intentamos comprender —subrayó Wallander—. Y es también la razón de mi presencia aquí. ¿Emilia no te contó jamás si tenía enemigos? ¿O no dio nunca la impresión de estar asustada?

Tyra Olofsson no tuvo que pensárselo dos veces antes de responder:

—Siempre estaba segura de sí misma. Y jamás dijo una palabra sobre su vida o la de su hermana. Cuando se iban de viaje, ni siquiera enviaba una postal. Ni una sola vez. ¡Con tantas postales bonitas de animales como hay por todas partes!

Wallander alzó las cejas.

—¿Quieres decir que salían de viaje a menudo?

—Dos meses al año. Noviembre y marzo. Y a veces también en verano.

—¿Sabes adonde iban?

—Se rumoreaba que a España.

—¿Y quién se hacía cargo del negocio mientras tanto?

—Siempre se turnaban. Tal vez necesitasen descansar la una de la otra de vez en cuando.

—De modo que España. ¿Qué más dice el rumor? Y ¿de dónde procede?

—Pues eso no lo recuerdo. En realidad, yo no suelo prestar atención a las habladurías. Tal vez fuesen a Marbella, pero no estoy segura.

Wallander se preguntaba si Tyra Olofsson estaría en verdad tan poco interesada en las habladurías y los rumores como pretendía hacerle creer. Pronto no le quedó más que una pregunta por hacer.

—¿Cuál es la persona que, en tu opinión, mejor conocía a Emilia?

—Supongo que su hermana.

Wallander le dio las gracias y se puso en marcha hacia la comisaría. El viento había arreciado. Sin dejar de pensar en las palabras de Tyra Olofsson, resolvió que su tono de voz no desvelaba indicio alguno de maldad por su parte. La mujer fue objetiva, fiel a la realidad. Pero su descripción de Emilia Eberhardsson había sido despiadada.

Cuando llegó a la comisaría, Ebba le comunicó que Rydberg había estado buscándolo. Wallander se encaminó directamente al despacho del colega.

—La cosa empieza a aclararse —anunció Rydberg—. Creo que lo mejor será que convoquemos a los demás a una pequeña reunión. Sé que todos están en la comisaría.

—Pero ¿qué ha pasado?

Rydberg blandió un puñado de papeles.

—VPC
[12]
—declaró triunfante—. Una lectura muy interesante, te lo aseguro.

A Wallander le llevó un instante caer en la cuenta de que las siglas VPC significaban Värdepapperscentralen, donde, entre otros asuntos, se registraba la propiedad de acciones.

—Yo, por mi parte, he podido averiguar que por lo menos una de las hermanas era una persona extremadamente desagradable —informó Wallander.

—No me sorprende lo más mínimo —sostuvo Rydberg con una risa entrecortada—. Los ricos suelen serlo.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Wallander.

Pero Rydberg no respondió hasta que todos estuvieron en la sala. Entonces se explicó con más claridad.

—Según datos de Värdepapperscentralen, las hermanas Eberhardsson poseían acciones y obligaciones por valor de casi diez millones de coronas. Cómo se las arreglaron para librarse del impuesto sobre el patrimonio es un misterio. Por otro lado, tampoco parece que hayan pagado impuestos por los dividendos de las acciones. Pero ya he avisado a las autoridades tributarias. Al parecer, Anna Eberhardsson estaba registrada como residente en España. Aunque aún no dispongo de todos los datos. En cualquier caso, poseían gran cantidad de acciones, tanto en Suecia como en el extranjero. Las posibilidades de Värdepapperscentralen de controlar la propiedad de acciones en el extranjero son mínimas, como podéis imaginar. Y tampoco es ésa su misión. Pero las hermanas invirtieron con mucha diligencia tanto en armamento como en la industria aeronáutica británica. Y parecen haber dado muestras tanto de audacia como de habilidad.

Rydberg dejó a un lado los documentos.

—Es decir, que no debemos despreciar la posibilidad de que esto que aquí vemos no sea más que la famosa punta del no menos famoso iceberg. Cinco millones en una caja fuerte y otros diez en fondos y acciones. Hemos tenido acceso a toda esa información en pocas horas. ¿Qué no descubriremos cuando llevemos una semana? ¿Aumentará la suma a cien millones?

Entonces Wallander les refirió su encuentro con Tyra Olofsson.

—Pues de la otra hermana, Anna, tampoco parece guardar nadie un recuerdo muy amable —intervino Svedberg una vez que Wallander hubo concluido—. Estuve hablando con el hombre que, hace unos cinco años, les vendió la casa a las hermanas, cuando el mercado inmobiliario empezó a tambalearse. Al parecer, fue Anna la que se encargó de las negociaciones. Emilia ni apareció. Y el vendedor me aseguró que fue la cliente más desagradable que tuvo jamás. Además, había logrado enterarse de que la agencia inmobiliaria estaba en crisis, tanto en lo relativo a la solvencia como a la liquidez de sus propietarios. Según sus palabras, la señora mostró una frialdad sin límites y prácticamente lo chantajeó.

Svedberg exhibió un gesto de pesadumbre.

—No es ésta precisamente la idea que uno tiene de dos ancianas que venden botones —añadió para concluir, dando paso a un profundo silencio que vino a interrumpir Wallander.

—Bien, comoquiera que sea, esto es un avance —los animó—. Seguimos careciendo de pistas sobre la identidad del asesino. Pero ya poseemos un posible móvil, que ha resultado ser el más habitual de todos los móviles: el dinero. Por otro lado, sabemos que las dos mujeres eran culpables de fraude a la hacienda pública y que ocultaron grandes sumas de dinero a la inspección de la autoridad tributaria. Sabemos, en fin, que eran ricas. A mí no me extrañaría nada que apareciese una casa en España y quizá también otras posesiones en otros lugares del mundo.

Wallander se sirvió un vaso de agua con gas antes de proseguir:

—Toda la información que hemos recabado hasta el momento puede resumirse en dos puntos, dos cuestiones: ¿de dónde sacaron el dinero?, ¿quiénes estaban al corriente de su fortuna?

A punto estaba de llevarse el vaso a los labios cuando vio que Rydberg se estremecía como si le hubiese sobrevenido una descarga eléctrica.

Después el cuerpo del colega cayó pesadamente sobre la mesa.

Como si estuviese muerto.

7

Con posterioridad al suceso, Wallander recordaría que, durante unos segundos, estuvo convencido de que Rydberg había fallecido de verdad. En realidad, cuantos estaban en la sala en el momento del desvanecimiento de Rydberg pensaron, como él, que el corazón del colega había dejado de latir de repente. El primero en reaccionar fue Svedberg, que estaba sentado a su lado y notó que aún respiraba. Echó mano del auricular y llamó a una ambulancia. Entretanto, Wallander y Hanson levantaron a Rydberg para tenderlo en el suelo y le desabrocharon la camisa. Wallander aplicó el oído a su corazón y se percató de que latía aceleradamente. Cuando llegó la ambulancia, Wallander los acompañó durante el corto trayecto hasta el hospital. Rydberg fue atendido de inmediato y el inspector no tardó ni media hora en saber que no había sido un infarto, sino que el desvanecimiento del colega se había debido a causas aún desconocidas. Rydberg estaba ya despierto, pero negó pertinaz con la cabeza cuando Wallander intentó hablar con él. El colega permanecería en el hospital bajo observación y, puesto que su estado se consideraba estable, no había razón alguna para que Wallander se quedase más tiempo. Uno de los coches de la policía fue a recogerlo para llevarlo de vuelta a la comisaría. Entretanto, los colegas habían estado aguardando en la sala de reuniones, adonde también había acudido Björk. Wallander los tranquilizó explicándoles que la situación estaba bajo control.

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