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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (42 page)

BOOK: La pirámide
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Ella llegó y sonrió y Wallander la invitó a pasar. Emma tenía el pelo castaño y unos ojos hermosos y era de baja estatura. Él había puesto la música que sabía que le gustaba; bebieron vino y, poco antes de las once, se fueron a la cama. Wallander pensaba en Mona.

Después, ambos cayeron vencidos por el sueño. Ninguno de los dos pronunció palabra. Wallander notó, justo antes de dormirse, que le entraba dolor de cabeza. Cuando ella empezó a vestirse, se despertó. Pero fingió seguir dormido. Cuando la puerta de la calle se cerró, se levantó a beber un vaso de agua. Después, de nuevo en la cama, volvió a pensar en Mona un instante, hasta que se durmió por segunda vez.

En lo más profundo de sus sueños, empezó a sonar el teléfono. Se despertó enseguida, atento. Pero el aparato seguía sonando. Echó una ojeada al reloj que tenía sobre la mesilla de noche y comprobó que eran las dos y cuarto. Lo que sin duda significaba que algo había sucedido. Descolgó el auricular al tiempo que se sentaba en la cama.

Quien llamaba era Näslund, uno de los agentes de guardia.

—Se ha declarado un incendio en la calle de Möllegatan —anunció el colega—. En la esquina con la de Lilla Strandgatan.

Wallander intentó recrear en su mente la imagen de la zona.

—¿Qué es lo que está ardiendo?

—La mercería de las hermanas Eberhardsson.

—Ya, bueno, en ese caso, a quien hay que llamar es a los bomberos y a los de seguridad ciudadana, ¿no?

—Sí, y ya están allí. Pero parece que la casa ha explotado. Y las hermanas viven en el piso de arriba.

—¿Han conseguido sacarlas de allí?

—Me temo que no.

Wallander no tuvo que pensárselo dos veces. Sabía que sólo tenía una opción.

—Salgo ahora mismo —afirmó—. ¿A quién más has llamado?

—A Rydberg.

—Pues a él bien podrías haberlo dejado dormir. Levanta a Svedberg y a Hanson.

Wallander colgó el auricular y volvió a mirar el reloj. Eran las dos y diecisiete minutos. Mientras se vestía, reflexionó sobre lo que le había revelado Näslund. Una mercería que estallaba por los aires..., no parecía muy verosímil. Y, si las dos propietarias no habían logrado salvarse, la situación era grave.

Una vez en la calle, se dio cuenta de que había olvidado las llaves del coche. Lanzó una maldición y subió las escaleras a la carrera. Ya arriba, notó que había llegado sin resuello. «Debería retomar mis partidas de bádminton con Svedberg», se recomendó. «No logro subir cuatro pisos sin perder el aliento.»

A las dos y media se detuvo en la calle de Hamngatan. Toda la zona estaba acordonada. Aun antes de haber abierto la puerta del coche, percibió el olor a quemado. El fuego y el humo se elevaban hacia el cielo. El Cuerpo de bomberos tenía allí todos los coches disponibles. Por segunda vez en dos días, se encontró con Peter Edler.

—Esto tiene mal aspecto —gritó Edler para que pudiese oírlo entre el alboroto.

La casa entera ardía en llamas. Los bomberos se afanaban en la tarea de descargar agua sobre las casas circundantes, con el fin de que el fuego no se extendiese.

—¿Y las dos hermanas? —gritó a su vez Wallander.

Edler negó con un gesto elocuente.

—Ninguna de las dos ha salido —aclaró—. Si estaban en casa, aún siguen dentro. Tenemos un testigo ocular según el cual la casa, simplemente, salió volando por los aires. Al parecer, empezó a arder por todas partes al mismo tiempo.

Edler se marchó para continuar dirigiendo los trabajos de extinción. De pronto, Hanson apareció junto a Wallander.

—¿A quién se le ocurre prender fuego a una mercería? —inquirió el colega.

Pero Wallander no sabía qué contestar.

Pensaba en las dos hermanas, que habían dirigido su mercería durante todos los años que él llevaba en Ystad. Mona y él habían comprado allí una cremallera en una ocasión, para unos pantalones suyos.

Y ahora habían desaparecido.

Más aún, si Peter Edler no andaba muy equivocado, se trataba de un incendio provocado para acabar con la vida de las dos hermanas.

4

Aquella vigilia de Santa Lucía
[10]
de 1989, Wallander estuvo despierto, al destello de otras luces muy distintas a las de la fiesta. En efecto, permaneció en el lugar del incendio hasta el amanecer. Para entonces, él ya había enviado a casa a Svedberg, en primer lugar; después a Hanson. Cuando Rydberg apareció, Wallander le dijo que tampoco él tenía por qué estar allí. El frío de la noche y el calor del fuego no serían beneficiosos para su reuma. A Rydberg le habían explicado brevemente, antes de que se marchase a casa, que lo más probable era que las dos hermanas propietarias del inmueble hubiesen muerto carbonizadas en el interior. Peter Edler invitó a Wallander a un café, que el inspector se tomó sentado en la cabina de uno de los coches de bomberos, mientras se preguntaba por qué no se habría marchado a casa él también en lugar de quedarse a esperar hasta que el fuego se hubiese extinguido, algo que ni él mismo lograba explicarse. Con una sensación de amargo malestar, volvió a su memoria el encuentro de la noche anterior. El erotismo que reinaba entre Emma Lundin y él carecía por completo de pasión. De hecho, se le antojaba poco más que una prolongación de la conversación vacía que habían mantenido horas antes.

«No puedo seguir así», resolvió de repente. «Mi vida tiene que experimentar algún cambio pronto, muy pronto.» Los dos meses transcurridos desde que Mona lo abandonase definitivamente le parecían más bien dos años.

Al amanecer, el fuego quedó por fin extinguido. La casa había quedado carbonizada hasta los cimientos. Nyberg ya estaba allí, a la espera de que Peter Edler le diese la señal de que podían empezar a inspeccionar los restos del incendio junto con los técnicos del Cuerpo de bomberos.

De pronto, también apareció Björk vestido, como de costumbre, de forma impecable y envuelto en un olor a loción tan intenso que logró superar al del humo.

—Los incendios son lamentables —opinó el comisario—. Acabo de enterarme de que las propietarias han muerto.

—Bueno, todavía no tenemos la certeza, pero, por desgracia, tampoco disponemos de ningún indicio que contradiga esa hipótesis.

Björk miró el reloj.

—Bien, lo siento, pero no puedo quedarme —se excusó—. Hoy desayuno con los rotarios.

Dicho esto, desapareció.

—Tanta conferencia acabará matándolo —sentenció Wallander.

Nyberg lo miró inquisitivo.

—Me pregunto qué dirá de la policía y de nuestro trabajo —comentó el técnico—. ¿Tú lo has oído hablar alguna vez?

—Jamás. Pero sospecho que no se prodigará en comentarios sobre sus hazañas detrás del escritorio.

Así quedaron los dos, en silencio y a la espera. Wallander sentía frío y estaba cansado. Toda aquella manzana seguía acordonada, pero un periodista de Arbetet había logrado salvar las barreras. Wallander lo reconoció de otras ocasiones y sabía que era uno de aquellos profesionales que reproducía en sus artículos las palabras del inspector, de modo que le dijeron lo poco que sabían: que aún no se encontraban en condiciones de confirmar la muerte de nadie en el incendio. El periodista no insistió más y se marchó.

Casi una hora más tarde, Peter Edler dio por fin la señal de que podían intervenir. Al salir de casa, Wallander había tenido la sensatez suficiente como para calzarse un par de botas de goma, con las que ahora se adentró en la ciénaga de agua sobre la que flotaban restos de paredes destruidas y vigas quemadas. Nyberg y algunos de los bomberos comenzaron a examinar las ruinas del siniestro. No habían transcurrido ni cinco minutos, cuando se detuvieron y Nyberg le indicó a Wallander que se acercase.

Los cuerpos de dos personas yacían a pocos metros de distancia el uno del otro. Estaban carbonizados e irreconocibles, y Wallander pensó que era la segunda vez en cuarenta y ocho horas que se enfrentaba al mismo espectáculo. Desechó aquel recuerdo con una mueca.

—Las hermanas Eberhardsson —declaró—. ¿Alguien sabe cómo se llamaban?

—Anna y Emilia —respondió Nyberg—. Pero aún no podemos asegurar que sean ellas.

—¿Y quiénes iban a ser si no? —objetó Wallander—. Sólo ellas vivían en esta casa.

—Bueno, lo averiguaremos; aunque nos llevará algunos días —advirtió Nyberg.

Wallander se dio media vuelta y regresó a la acera, donde halló a Peter Edler fumando un cigarrillo.

—¡Ah, pero ¿tú fumas?! —inquirió Wallander sorprendido—. No lo sabía.

—Bueno, no habitualmente —aclaró Edler—. Sólo cuando estoy muy cansado.

—Debemos investigar este incendio de la forma más exhaustiva posible —comentó Wallander.

—Sí, claro... Verás, yo no quiero adelantar acontecimientos, pero este incendio ha sido provocado —afirmó—. Claro que cabe preguntarse quién habría querido asesinar a dos abuelas solteronas.

Wallander asintió, pues sabía que Peter Edler era un oficial de bomberos muy competente.

—Sí, dos abuelas que vendían botones y cremalleras... —completó Wallander.

Ya no había motivo alguno para que permaneciese allí por más tiempo, de modo que abandonó el lugar del siniestro, tomó el coche y se marchó a casa, donde, después del desayuno, consultó el termómetro para decidir qué jersey se pondría aquella mañana. Al final, se decantó por el mismo del día anterior. A las nueve y veinte, aparcó el coche ante la comisaría. Martinson llegaba al mismo tiempo. «Mucho más tarde de lo que es habitual en él», se dijo Wallander. Pero el colega le explicó el motivo sin que él tuviese que preguntar:

—Mi sobrina de quince años llegó anoche a casa borracha —reveló abatido—. Es la primera vez que ocurre algo así.

—Alguna vez ha de ser la primera —sostuvo Wallander.

Él no añoraba su época como policía de seguridad ciudadana en que, según recordaba, la noche de la festividad de Santa Lucía resultaba siempre una pesadilla; como también recordaba que Mona lo había llamado por teléfono, hacía unos años y justo después de una de esas noches, para, muy alterada, contarle que Linda había llegado a casa vomitando. Mona estaba indignada y preocupada, en tanto que él, ante su propio asombro, había adoptado una postura más relajada respecto a aquel suceso. Wallander intentó hacer a Martinson partícipe de sus pensamientos, pero el colega no parecía receptivo. Por último, se rindió y terminó por guardar silencio.

Ya en la recepción, se detuvieron un instante. Ebba se les acercó veloz para preguntarles:

—No será verdad lo que dicen, que las pobres Anna y Emilia han muerto carbonizadas en su casa, ¿no?

—Siento no poder negarlo —se lamentó Wallander.

Ebba meneó la cabeza, compungida.

—¿Sabes? Yo he estado comprándoles hilos y botones desde el año 1951. Siempre tan amables. Si necesitaba algo que no tuviesen ellas lo encargaban sin cobrar ningún recargo. Pero ¿quién habrá querido matar a dos abuelas propietarias de una mercería?

«Ebba es la segunda persona que formula la misma pregunta», se dijo Wallander. «Primero Peter Edler. Ahora Ebba.»

—Si se trata de un pirómano, no ha podido elegir una noche más adecuada para ponerse a funcionar —ironizó Martinson.

—Ya veremos —repuso Wallander—. ¿No hemos recibido más información sobre el avión que se estrelló?

—No, que yo sepa. Pero en Sjöbo iban a hablar con aquel hombre que salió por la noche a buscar su ternera, ¿lo recuerdas?

—Bien, pero llama a los demás distritos, por si acaso —le recordó Wallander—. Es posible que hayan recibido más llamadas de gente que oyese ruidos de motor aquella noche. No puede haber muchos aviones en tránsito a medianoche.

Martinson se marchó y Ebba le entregó a Wallander un documento.

—El seguro de viaje de tu padre —explicó—. Afortunado él, que no sólo se libra de este tiempo espantoso, sino que, además, puede ir a ver las pirámides.

Wallander tomó el papel y se encaminó a su despacho. En cuanto se hubo quitado la cazadora, llamó a Löderup. Pese a que estuvo esperando un buen rato, no obtuvo respuesta, por lo que dedujo que el padre estaría en el taller y colgó sin insistir más. «Me pregunto si no se le habrá olvidado que mañana sale de viaje», se dijo. «Y que yo voy a recogerlo a las seis y media de la mañana.»

Entonces, se alegró ante la idea de pasar algunas horas con Linda. En efecto, la compañía de la joven solía llenarlo de buen humor.

Arrastró hacia sí, sobre el tablero del escritorio, el montón de papeles que había dejado el día anterior, con los documentos relacionados con el robo de la calle de Pilgrimsgatan. Sin embargo, su mente se concentraba en otros asuntos: ¿y si se les había presentado un pirómano? Durante los últimos años no habían sufrido ningún caso de esa naturaleza.

Se obligó, al final, a seguir trabajando con el asunto del robo hasta que, a las diez y media de la mañana, recibió una llamada de Nyberg.

—Creo que deberías venir al lugar del incendio —recomendó el técnico.

Wallander sabía que Nyberg jamás lo habría llamado de no existir una razón de peso, de modo que habría sido una pérdida de tiempo empezar a hacer preguntas por teléfono.

—Salgo ahora mismo —prometió antes de colgar.

Tomó la cazadora y abandonó la comisaría. Tan sólo unos minutos más tarde, ya había llegado al centro con el coche. La zona acordonada había quedado algo más reducida, pero aún seguían desviando gran parte del tráfico para evitar su tránsito por la calle de Hamngatan.

Nyberg estaba aguardándolo cerca del lugar del siniestro, donde las ruinas de la casa todavía despedían gran cantidad de humo. El técnico fue derecho al grano.

—Bueno, no fue sólo un incendio provocado; fue un asesinato.

—¿Asesinato?

Nyberg le indicó que lo siguiese. Los dos cuerpos aparecían ya aislados de entre los escombros. Ambos colegas se acuclillaron junto a uno de ellos y Nyberg señaló una zona del cráneo con un lápiz.

—Un agujero de bala —describió el técnico—. Le pegaron un tiro, si es que es una de las hermanas; aunque imagino que eso podemos darlo por supuesto.

Se pusieron en pie con la intención de acercarse al otro cuerpo.

—Y aquí tenemos otro tanto —anunció al tiempo que señalaba—. Un tiro en la nuca.

Wallander movió la cabeza sin poder dar crédito a lo que veía.

—¿Quieres decir que les han disparado?

—Pues eso me temo. Además, se trata más bien de una auténtica ejecución: dos disparos en la nuca...

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