Read La práctica de la Inteligencia Emocional Online
Authors: Daniel Goleman
Tags: #Autoayuda, Ciencia
Pero ocurrió que una de las visitas, una amiga íntima que había sido enfermera en el mismo hospital, vio su cuadro médico y se percató de que gran parte de la medicación que se le había recetado no servía para regular la presión arterial. Después de observar detenidamente los resultados del escáner cerebral que había al pie de la cama de su amigo y preocupada por ello preguntó al neurólogo residente: «¿no debería tomar alguna medicación para la presión arterial?»
Irritado por la interrupción, el especialista espetó, antes de salir airadamente de la habitación: «nosotros sólo los tratamos desde el cuello para arriba».
Alarmada por el hecho de que la medicación crucial para la recuperación de su amigo no le parecía adecuada, la enfermera se dirigió a la oficina del director médico del hospital y, tras aguardar hasta que el director acabara una llamada telefónica, se disculpó por la interrupción y le explicó cuáles eran los motivos de su visita, obteniendo inmediatamente la orden para reanudar la medicación y tratar la presión arterial.
«Sabía que, acudiendo al director médico, me estaba saliendo de los cauces preceptivos —me explicó la enfermera—, pero a veces me he visto sorprendida por pacientes que morían porque su tensión arterial no se había controlado adecuadamente. Pero se trataba de una cuestión demasiado urgente como para seguirei protocolo.»
La idea de poder saltarnos las reglas y los procedimientos usuales, y el hecho de tener el valor necesario para hacerlo, son las cualidades distintivas de la confianza en uno mismo.
De hecho, en un estudio realizado sobre doscientas nueve enfermeras de un importante hospital universitario, aquéllas que poseían un mayor sentido de autoeficacia se mostraban también más dispuestas a hablar cuando se hallaban en situaciones de riesgo o médicamente inadecuadas. Las enfermeras dotadas de mayor confianza en sí mismas se enfrentaban abiertamente a los médicos y, en caso de no poder corregir así la situación, no dudaban en acudir a sus superiores.
Esta actitud confrontativa o de protesta es un acto de valentía, especialmente si tenemos en cuenta el bajo estatus que ocupan las enfermeras en la jerarquía hospitalaria. Las enfermeras con más confianza en sí mismas creían que, en el caso de disentir, el peso de su opinión contribuiría a que los problemas se solucionasen mientras que, por el contrario, las enfermeras faltas de esa confianza, en lugar de protestar o hacer el esfuerzo de corregir el error, solían acabar abandonando su trabajo.
Tal vez el trabajo de enfermería constituya un caso especial porque, como norma general, en esta rama de la sanidad suele haber una mayor demanda laboral. Aquellas ocupaciones en las que la oferta laboral es más escasa — como, por ejemplo, la enseñanza, el trabajo social o los niveles intermedios de gestión empresarial— pueden requerir un nivel más elevado de confianza en uno mismo a la hora de expresar un grado similar de valentía o de abierta disidencia. Pero, en última instancia no importa la clase de trabajo o empresa, porque
las personas dotadas de una mayor confianza en sí mismas serán las que se hallen más dispuestas a asumir el riesgo de expresar y denunciar los problemas y las injusticias que los demás sólo se atreven a eludir o mencionar en voz baja.
Desecha el temor.
W. EDWARDSDEMING
Tal vez sea la peor pesadilla a la que deba enfrentarse todo aquél que tiene que hablar en público. Un amigo mío psicólogo viajó desde Hawai a la costa este para participar en un congreso de la policía. El retraso de los aviones y la consiguiente pérdida de vuelos de enlace le habían hecho perder una noche de sueño y, aunque estaba agotado por el
jet lag
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, su conferencia era lo primero que tenía que hacer a la mañana siguiente. Mi amigo ya tenía ciertas dudas sobre del tema con el que abriría la charla porque su postura era un tanto controvertida, pero el agotamiento terminó convirtiendo aquellas dudas en auténtico pánico.
El hecho es que comenzó con un chiste pero se quedó sin habla antes de concluirlo porque había olvidado el final. Estaba paralizado y su mente estaba en blanco. No sólo era incapaz de recordar el desenlace del chiste sino que hasta había olvidado el mismo tema de su conferencia. Súbitamente, sus notas dejaron de tener sentido y su atención no podía apartarse del océano de rostros que le contemplaban fijamente. Tras disculparse y dar alguna explicación, abandonó el estrado.
Sólo tras varias horas de descanso pudo recuperar el equilibro y pronunciar su conferencia —chiste incluido— que, por cierto, mereció un gran aplauso general. En una charla personal que sostuvimos poco tiempo después de aquel ataque de pánico, me dijo: «sólo podía pensar en aquellas caras que me miraban fijamente, pero me resultaba imposible, aunque me fuera la vida en ello, recordar lo que tenía que decir».
Un sorprendente descubrimiento, extraído de los estudios sobre el cerebro de personas que se hallan sometidas a situaciones estresantes
—como pronunciar una conferencia ante un auditorio crítico, por ejemplo—
pone en evidencia que la actividad del cerebro enjacional socava algunas de las funciones de los lóbulos prefrontales, el centro ejecutivo que se halla inmediatamente detrás de la frente.
Los lóbulos prefrontales constituyen el asiento de la "memoria operativa", es decir, de la capacidad para prestar atención y recordar la información sobresaliente, una instancia esencial para la comprensión, el entendimiento, la planificación, la toma de decisiones, el razonamiento y el aprendizaje.
Cuando la mente permanece en calma, el rendimiento de la memoria operativa es óptimo, pero cuando tiene lugar una urgencia el funcionamiento del cerebro cambia a una modalidad autodefensiva centrada en la supervivencia, consumiendo recursos de la memoria operativa y transfiriéndolos a otras localizaciones cerebrales que le permitan mantener los sentidos en estado de hipervigilancia.
Pero este modo, cuando se dispara la adecuada señal de alarma,
la actividad cerebral experimenta un retroceso a las rutinas más sencillas y familiares, y deja de lado el pensamiento complejo, la intuición creativa y la planificación a largo plazo.
El foco de atención se centra entonces en el problema o la incidencia inmediata. Esta modalidad de urgencia bloqueó la capacidad de mi amigo para recordar su conferencia, al tiempo que concentró su atención sobre la "amenaza" inminente, es decir, los rostros expectantes del público aguardando su exposición.
Así pues, aunque el circuito cerebral que se ocupa de afrontar las urgencias evolucionó hace millones de años, sus perturbadores efectos —el temor, los ataques de ansiedad, el pánico, la frustración, la irritación, la ira y la rabia— todavía siguen con nosotros.
Un secuestro amigdalar de tres millones de dólares
El mordisco de Mike Tyson a la oreja de Evander Holyfield durante el combate por el título de los pesos pesados de 1997 le costó tres millones de dólares —la penalización máxima que permitía su bolsa de treinta millones de dólares— y un año de suspensión.
En cierto modo podríamos decir que Tyson fue víctima de su sistema de alarma cerebral, un sistema ligado al funcionamiento de la amígdala, situada en el antiguo cerebro emocional —al que se conoce como sistema límbico— que circunda el tallo cerebral.
La región prefrontal —el centro ejecutivo— está conectada a través de una especie de superautopista neuronal con la amígdala, que actúa a modo de sistema de alarma cerebral, un dispositivo que ha tenido un extraordinario valor para la supervivencia durante los millones de años de evolución del ser humano.
La amígdala es el banco de la memoria emocional del cerebro
, el lugar en el que se almacenan todas nuestras experiencias de éxito, fracaso, esperanza, temor, indignación y frustración, actuando a modo de un centinela que supervisa toda la información que recibimos —es decir, todo lo que vemos y oímos, por ejemplo, instante tras instante— para valorar las amenazas y las oportunidades que van presentándose, cotejando lo que está ocurriendo con las pautas almacenadas de nuestras experiencias pasadas. En el caso de Tyson, el cabezazo que recibió de Holyfield desencadenó un aluvión de recuerdos de cuando, ocho meses antes, su contendiente hiciera lo mismo en otro combate por cuyo resultado se quejó ostensiblemente. Como consecuencia de todo ello, Tyson experimentó un "secuestro amigdalar", una reacción instantánea de consecuencias desastrosas.
A lo largo de la historia de la evolución, la amígdala ha recurrido a las pautas de la memoria almacenadas para registrar y responder de inmediato a cuestiones tales como «¿soy su presa o es la mía?», situaciones en las que el hecho de detenerse a ponderar o reflexionar el caso hubiera resultado ciertamente suicida.
De modo que la respuesta cerebral ante las situaciones críticas sigue ateniéndose todavía a esa misma estrategia ancestral —agudizar los sentidos, detener el pensamiento complejo y disparar repuestas automáticas reflejas—, una estrategia que en la vida actual puede tener consecuencias lamentables.
Cuando las emociones se desbordan
Estaba en el aeropuerto O'Hare y no pude evitar oír la conversación telefónica que sostenía la mujer del locutorio vecino. Era evidente que estaba atravesando un doloroso proceso de divorcio y que su exmarido era una persona difícil.
—¡Se está comportando como un auténtico bastardo en el tema de la casa! —gritó—. Mi abogado me ha llamado para decirme que vaya inmediatamente al juzgado. ¡Y esta misma noche tengo una presentación!... ¡Es el peor momento posible para toda esta mierda!
Luego colgó bruscamente el aparato, recogió sus maletas y abandonó el lugar con paso airado.
Siempre utilizamos la expresión «el peor momento posible» para referirnos a los problemas y presiones que nos sacan —al menos aparentemente— de nuestras casillas. Las situaciones que nos estresan parecen multiplicativas, en una escalada en la que cada nuevo paso parece más insoportable que el anterior hasta llevarnos al borde del colapso. Poco importa entonces que se trate de pequeños percances que normalmente afrontaríamos sin mayor dificultad porque, súbitamente, nos vemos desbordados ya que,
como decía el poeta Charles
Buckowski:
«no son las grandes cosas las que terminan llevándonos al manicomio sino el cordón del zapato que se rompe cuando no tenemos tiempo para arreglarlo».
Desde el punto de vista de nuestro cuerpo no existe ninguna diferencia entre nuestra casa y nuestro trabajo. En este sentido,
el estrés se construye sobre el estrés,
sin importar lo más mínimo cuál fuere su causa. Porque el hecho de que, cuando estamos sobreexcitados, el más pequeño contratiempo pueda desencadenar una respuesta extrema, tiene una explicación bioquímica ya que, cuando la amígdala pulsa el botón cerebral del pánico, desencadena una respuesta que se inicia con la liberación de una hormona conocida como HCT [hormona corticotrópica] y finaliza con un aflujo de hormonas estresantes, principalmente Cortisol.
Pero, aunque las hormonas que secretamos en condiciones de estrés están destinadas a desencadenar una única respuesta de lucha o huida, el hecho es que,
una vez en el torrente sanguíneo, perduran durante varias horas, de modo que cada nuevo incidente perturbador no hace más que aumentar la tasa de hormonas estresantes.
Es así como la acumulación puede convertir a la amígdala en un verdadero detonante capaz de arrastrarnos a la ira o el pánico a la menor provocación.
Las hormonas estresantes se vierten en el torrente sanguíneo, de modo que, en la medida en que aumenta la tasa cardíaca, la sangre se retira de los centros cognitivos superiores del cerebro y se dirige hacia otras regiones más esenciales para una movilización de urgencia.
En tal caso, los niveles de azúcar en sangre se disparan, las funciones físicas menos relevantes se enlentecen y el ritmo cardíaco se acelera para preparar el cuerpo para la respuesta de lucha o huida. Así pues, el impacto global del Cortisol en las funciones cerebrales cumple con una función estratégica para la supervivencia: abrir las puertas de los sentidos, detener la mente y llevar a cabo la acción a la que más acostumbrados estemos, ya sea gritar o quedarnos paralizados por el pánico.
El Cortisol consume los recursos energéticos de la memoria operativa —del intelecto, en suma— y los transfiere a los sentidos. No es extraño pues que, cuando los niveles de Cortisol son elevados, cometamos más errores, nos distraigamos más, tengamos menor memoria (tanto es así que, a veces, ni siquiera podemos recordar algo que acabamos de leer), aparezcan pensamientos irrelevantes y cada vez resulte más difícil procesar la información.
Lo más probable es que, cuando el estrés persiste, la situación termine desembocando en el burnout o algo peor.
Cuando se sometió a ratas de laboratorio a una situación de estrés constante, el Cortisol y otras hormonas estresantes relacionadas alcanzaron niveles tóxicos, capaces de dañar y terminar destruyendo otras neuronas.
Y, en el caso de que el estrés se mantenga durante un tiempo significativamente largo, el efecto sobre el cerebro es fatal, I
legando a provocar en las ratas la erosión y atrofia del hipocampo, un centro clave para la memoria.
Y algo similar parece ocurrir también en el caso del ser humano. No se trata, pues, tan sólo de que el estrés agudo pueda incapacitarnos provisionalmente sino de que su persistencia crónica puede tener un efecto entorpecedor permanente en nuestro intelecto.
El estrés es un dato con el que inexorablemente debemos contar, ya que resulta prácticamente imposible eludir las situaciones o las personas que nos desbordan. Consideremos, por ejemplo, en este sentido, el efecto que puede provocar un aluvión de mensajes. Cierto estudio realizado con trabajadores de grandes empresas demostró que éstos enviaban y recibían una media de ciento setenta y ocho mensajes al día y que su trabajo se veía interrumpido tres o más veces por hora por avisos que tenían un carácter de urgencia (habitualmente falso).
El correo electrónico, por su parte, en lugar de reducir la sobrecarga de información, no ha hecho más que aumentar el número total de mensajes que recibimos por teléfono, buzón telefónico, fax, correo ordinario, etcétera. Pero el hecho de vernos inundados de información nos coloca en una modalidad reactiva de respuesta, como si continuamente nos viéramos obligados a sofocar pequeños conatos de incendio. Y, puesto que cada uno de estos mensajes constituye una distracción, la función que se ve más afectada es la concentración, haciendo sumamente difícil volver a centrarse en una tarea que se ha visto interrumpida. Por esto, el efecto acumulativo de este diluvio de mensajes acaba generando una situación de distracción crónica.