Arriba, los rugidos provenían de diferentes lugares y eso me hizo suponer que aquel ser debía de estar recorriendo la casa a distancia del suelo —en ese momento era la única forma que tenía de hacerlo—. No tardó en entrar en la cocina. Lo supe gracias al hedor, que se superpuso a la viciada atmósfera de la bodega, provocándome una náusea. Pero tranquilizaba un poco saber que el agua iba a impedirle levantar la rejilla que cerraba la trampilla. Debió de arrojar algún objeto contundente contra ella, pues oímos un fuerte ruido metálico, seguido de un chapoteo. Aplasté cuanto pude mi cuerpo contra la pared.
—Sabe que estamos aquí, pero le hemos hecho imposible que pueda bajar —dije en voz alta.
—Tiene toda la noche por delante, seguro que se le ocurrirá una manera de abrirla —repuso Camille con pesimismo.
—Contamos con el agua a nuestro favor.
—Depende; está cayendo demasiada a través de la rejilla y eso va a impedir que la casa se inunde pronto, en cualquier caso no antes del alba; si parte del agua viene a parar aquí, será más fácil que se anegue primero la bodega —expuso la muchacha con sorprendente frialdad.
—No quiero morir… —musitó débilmente su hermano.
—Nadie quiere morir, Geoffrey, pero es necesario afrontar con realismo la situación…, no vamos a sacar nada lamentándonos —le dijo Camille—. Y la situación es que estamos encerrados aquí abajo, aislados del resto del mundo, y que, o bien el abad negro encontrará la forma de bajar, o el agua inundará este lugar.
—Creo que exageras un poco —juzgué preciso intervenir—. Al ritmo que está cayendo el agua, la bodega no se llenará en toda la noche; en cuanto a que el abad negro pueda bajar, lo dudo, al menos mientras el agua nos proteja: lo hemos imposibilitado para tocar la trampilla y levantarla.
—Podría haber un corte de suministro. Es algo que sucede con frecuencia…, casi nada funciona bien por esta parte de la ciudad, y menos todavía los días que llueve mucho —apuntó Geoffrey.
—Es verdad —corroboró su hermana.
—Dios mío, espero que esta noche no —dije; pero no pude evitar pensar en la deficiente instalación eléctrica: si la del agua era como ella, no sería raro que el muchacho acertara.
Apenas había dicho eso, percibimos el estrépito de varios objetos estrellándose contra la rejilla. Cada golpe hacía que se agitara algo dentro de mí, como si el impacto se notara en todo mi cuerpo, y despertaba un siniestro eco en la bóveda de la bodega. Aquel monstruo continuaba intentando abrir la trampilla, acompañándose de rugidos de furia. Uno de los objetos que había arrojado debía de ser de cristal, porque oí con claridad el chasquido del vidrio, y varios pedazos fueron a parar al suelo de la bodega, mezclados con el agua. La llama del encendedor me permitió verificarlo. A ello le sucedió un rato de calma, durante el cual el agua siguió cayendo por la rejilla, y me pareció que lo hacía en mayor abundancia. Esa calma tornaba más insoportable el olor de la bodega y más tenso el silencio que había detrás del sonido del agua. Enseguida creí oír unos deslizamientos y unos correteos a nuestro alrededor: las ratas, sin duda.
—¿Cómo hicisteis para volver a la vida a ese ser? —les pregunté de repente; hacía varios minutos que estaba pensando en ello para distraer mi mente del asedio y de la posibilidad de un corte de agua, y cuantas más vueltas le daba a su conducta, ésta me resultaba más incomprensible.
—Usted ha leído el cuaderno, ¿no? —inquirió Camille a su vez—. Sabe, por tanto, que Shaverin tenía más libros, aparte del que le dejó a Stanley Fenton. Y cuando murió, pasaron a formar parte de la biblioteca de nuestro antepasado. Todavía están en casa, bien guardados. Los hemos leído a fondo más de una vez. En uno de ellos se explica cómo devolver la vida a un vampiro al que no se ha acabado de destruir. Apuntamos en un papel todos los pasos que había que dar.
Aquel papel debía de ser el que se le había caído a Geoffrey durante nuestra huida de la abadía; por eso se había preocupado de recogerlo rápidamente del suelo.
—¿No crees que lo consiguiera Stanley?
—Si hubiera sido así, figuraría por escrito en el cuaderno, y éste no acaba, o mejor dicho, termina bruscamente, lo cual es una señal de fracaso. Era lógico sospechar que no lo había logrado. De ser así, el cuerpo del abad negro debía de encontrarse desde aquel tiempo en alguna parte del subsuelo de la abadía,
esperando
.
Esperando
… ¡Con qué calma e ingenuidad había pronunciado esa palabra! ¡Cuánto horror se ocultaba tras ella!
—¿Y por qué lo habéis hecho?
—Para nosotros era como un desafío…, queríamos saber hasta dónde puede ser cierta una leyenda, cuánto hay de real y de imaginario. Era emocionante estar ante una leyenda que afectaba a nuestra familia.
—En realidad, estábamos hartos de que la gente se burlara de las leyendas y no creyera en la existencia de seres de la noche —intervino Geoffrey—.
Usted y nosotros sabemos que existen
. Pero es difícil convencer a los escépticos. Había que encontrar el cuerpo y, a continuación, derramar sangre humana en los ojos del muerto mientras se pronuncian unas palabras rituales… Lo más difícil ha sido encontrar el cuerpo, eso nos ha llevado mucho tiempo…, muchas noches; ha sido más de un año de búsqueda.
—Y vuestra tía ¿no se ha enterado de vuestras excursiones nocturnas?
No contestaron a eso.
—Seguramente ni siquiera os planteasteis pensar en las consecuencias de lo que hacíais… —dije.
—Nos dimos cuenta en cuanto vimos cómo rebullía la sangre en las cuencas vacías de los ojos del abad…, pero ya era demasiado tarde —repuso Geoffrey con tono contrito.
No pudimos seguir hablando, porque un sonido metálico semejante a una llamada atrajo nuestra atención hacia la rejilla, y para comprobar qué lo había producido no tuve más remedio que recurrir de nuevo al encendedor. Entre el agua asomaba un trozo de cuerda de cuyo cabo pendía un hierro retorcido al modo de un garfio. La cuerda subió hasta tropezar con la rejilla y alguien —sólo podía ser el abad negro— comenzó a tirar de ésta con el garfio.
¡Estaba tratando de abrirla para bajar a la bodega!
Resbalando en el agua que caía incesantemente sobre la escalera de madera, reavivando su suciedad, subí sin vacilar hasta situarme debajo de la boca de la rejilla, donde recibí en pleno rostro una fétida vaharada, y apliqué la llama a la cuerda. El agua la apagó más de una vez, pero protegiéndola con la mano izquierda conseguí desprender el garfio, que cayó cerca de mí, y volví al lado de Geoffrey y Camille.
—Esperemos que no vuelva a intentarlo —dije—. ¿No habrá en esta maldita bodega una linterna o una vela?
—Ya le hemos dicho que hace mucho tiempo que nadie la usa; no recuerdo haber bajado ni una sola vez —repuso la muchacha.
—Tiene que haber forzosamente algo…, no puedo soportar por más tiempo esta oscuridad… ¿Sabéis si la bodega es muy grande?
—Bastante —contestó Geoffrey.
—¿No habéis dicho que nadie la usaba? ¿Cómo puedes saberlo?
—Se lo oímos comentar a nuestro padre —dijo Camille.
—Pues en tal caso habría que explorarla; es posible que haya otro lugar más seguro donde ocultarnos —pensé en voz alta.
—Si nos quedamos aquí, sabremos mejor lo que sucede ahí arriba: podemos oír los ruidos en la trampilla —alegó la muchacha.
Aunque reconocí que no le faltaba razón, me disgustaba seguir allí. Por una parte, me parecía mejor permanecer atentos a las artimañas de aquel ser para abrir la trampilla, si bien arriesgándonos a que lo lograra y eso hiciera la fuga imposible; pero, por otra, tenía la confianza de que si recorríamos la bodega encontraríamos algún escondite. Me decidí por lo segundo.
—Vamos a ver qué hay por aquí —dije con un tono que les daba a entender que no admitía discusión.
Con el encendedor en la mano y chapoteando por el agua acumulada en el suelo, que era mucha más de lo que creía, abrí la marcha hacia el fondo de la bodega. Tuvimos que pasar por un pequeño arco ovalado de piedra, a través del cual se accedía a una estancia de grandes dimensiones, en la que el olor a humedad, a cerrado y a descomposición estaba acentuado, si cabe. Por todas partes había cajas, viejos sacos deshilachados e incluso sillas rotas. Unas ratas buscaban refugio desesperadamente en unos agujeros de la pared. Una estantería vacía testimoniaba que alguna vez debió de servir como depósito de botellas; en otra pared había una puerta. Por fortuna encontré también un paquete de velas cubiertas de telarañas.
—Estarán podridas, no servirán —apuntó Camille.
Eso podía ser cierto, pero no quise dejarlas allí sin comprobarlo. Después de limpiar con las manos las telarañas, me hice con una de las velas y, en contra de lo que esperaba, la llama del encendedor prendió el pábilo. Hubo un sordo chisporroteo y un hilo de humo esparció por el aire un olor a cera vieja, en mal estado; de esa manera pude contemplar con detenimiento lo que nos rodeaba, sin olvidar por ello la amenaza que seguía latente al otro lado de la trampilla, ni el agua, que ya cubría nuestros pies.
La bodega era aún mayor de lo que me había parecido al examinarla con el encendedor y, aparte de varios agujeros, por los que habían huido las ratas, tenía al fondo una especie de cueva excavada en la pared, cuya boca era más ancha por la parte superior que por la inferior, en forma de cono invertido, y permitía el paso de una persona no demasiado gruesa, siempre que lo hiciera encaramándose. Camille y Geoffrey me observaban en silencio, pendientes de mis movimientos.
—Es una bodega bastante peculiar —dije—. No es frecuente encontrar una cueva en un sitio de este tipo; es…, es como… —titubeé, buscando las palabras exactas—. Parece como si estuviera comunicada con otro lugar.
—Lo del agujero es fácil de explicar —dijo Camille—. Nuestro padre nos lo contó también: durante la Segunda Guerra Mundial la familia hizo construir un refugio antiaéreo y después nadie se molestó en recubrirlo, si bien con el paso del tiempo el acceso se ha hecho más pequeño; a veces pasan esas cosas.
—Es posible —asentí, dubitativa—. ¿Y esa puerta?
—Yo diría que no se puede abrir —intervino Geoffrey—. ¡Mire, miss Boyle! ¡Es como si las tuberías hubieran reventado!
Se había vuelto para señalar hacia el arco por el cual habíamos entrado, y al mirar hacia allí descubrí que el agua buscaba camino a través de ella y llegaba a la sala donde nos encontrábamos. Estaba avanzando con más rapidez de lo que yo había creído.
—No es para alarmarse —quise tranquilizarlos—. Dudo mucho que esto pueda anegarse en una sola noche.
Un nuevo rugido, más feroz que cualquiera de los que habíamos oído hasta ese momento, nos recordó la presencia del abad negro detrás de la trampilla en el suelo de la cocina. Los dos hermanos volvieron a aproximarse a mí.
—¡Va a abrir la rejilla y bajará! —gritó Camille.
La muchacha parecía haber perdido su aplomo y estaba desencajada; en sus ojos había una mirada de terror.
—Intentemos abrir esa puerta —propuse, cerrando los míos para ahuyentar la imagen del levitante abad negro.
Pero, aunque pusimos todo nuestro empeño en abrirla, al cabo de un rato nos vimos obligados a desistir. Estaba tan hinchada y deformada por la vejez y la humedad que ya había dejado de ser una puerta para convertirse en una prolongación de la pared. El agua se desplazaba con sorprendente y temible rapidez y llegaba casi a nuestras rodillas. La única solución para no mojarnos era colocarnos de pie en alguno de los diversos objetos que había esparcidos por la bodega. Y en el preciso instante en que me disponía a indicárselo a los dos hermanos, percibimos un fortísimo ruido metálico al que siguió un sordo chapoteo.
—La rejilla…, ha conseguido derribar la rejilla —balbució Camille.
Yo también lo temía, mas no quise reconocerlo y me limité a pedirles que guardaran silencio. Primero percibí el hedor que acompañaba al abad negro como una esencia de ultratumba, y luego un sonido que tenía tanto de rugido como de estertor. Todo apuntaba a que aquel ser se encontraba ya dentro de la bodega…, y para llegar hasta nosotros no necesitaría avanzar por el suelo. El corazón me latía con violencia cuando indiqué a los Fenton que corrieran a refugiarse en el agujero del fondo. A pesar de la amenaza del abad negro, no me pasó inadvertido que titubeaban.
—¡Escondeos allí! —grité.
Por fin me obedecieron, pero como no parecían tener demasiada prisa tuve que empujarles uno a uno por las piernas para hacerles entrar cuanto antes a través del agujero. Antes de seguirles, apagué de un soplo la llama de la vela que nos había servido de luz y después hice que ambos tiraran de mí para poder entrar más deprisa. A mi espalda, un silbido rasgó el aire como un cuchillo, y el mefítico olor llegó al interior de la cueva. Por suerte, el hecho de haber apagado la vela me impidió ver la llegada del abad negro: ignoro si habría sido capaz de soportar esa visión.
Camille y Geoffrey se habían quedado cerca de la entrada y apenas dejaban espacio para que pudiera moverme. Cuando les pedí que se internaran más se negaron a ello, alegando que era un espacio demasiado reducido.
—No podemos ni darnos la vuelta —comentó Geoffrey.
—¡Intentadlo al menos! —grité.
Mientras decía eso noté pasar algo cerca de mi brazo y noté una presión en la manga del abrigo. A pesar de la negrura adiviné que se trataba de una de las manos del abad negro. Dadas las características de la boca de la cueva, no podía entrar sin ayuda, porque la parte del suelo era demasiado estrecha, y por ello se proponía atraparme manteniéndose suspendido en el aire. Empujé sin miramiento alguno a uno de los hermanos —no sabría decir a quién— y eso me permitió adentrarme en la oquedad, liberándome del roce. Al mismo tiempo noté cómo el agua cubría ya mis pies y lamenté no haber comprobado la altura de la cueva antes de entrar. Si no era muy alta, corríamos el riesgo de que se inundara, sin poder salir de ella.
Ni los muchachos ni yo decíamos nada, pendientes del otro lado de la boca del agujero, en tanto notábamos cómo el agua, tan fría como si proviniera de un deshielo, iba ganando terreno camino de nuestras rodillas. La situación mostraba una nueva cara: si poco antes el agua desbordada era una ventaja para nosotros, porque impedía al abad negro aproximarse por el suelo, ahora constituía una desventaja, pues podía ahogarnos dentro de aquel agujero; y si yo había contemplado con horror la posibilidad de un corte en el suministro, en ese momento el temor me hizo desear que sucediera.