López niega con la cabeza al tiempo que exhibe el objeto. El revólver asusta y tranquiliza a la vez a Florence. Satisfecho del reparto de papeles que ha hecho, en el que la geografía se corresponde con la jerarquía, Bontemps da la señal para ponerse en marcha. Son las dos y cincuenta y cinco minutos de la mañana.
Misma hora. Siete metros por debajo de los pies del comisario Bontemps. Johanna está inmóvil, sentada contra una pared de piedra junto al abad Almodius, con la cabeza inclinada hacia su esquelético compañero. La linterna cuadrada rodea en un sol blanco la estatuilla de Epona, transformada así en obra maestra lunar. Abatida y extenuada por la trágica realidad, Johanna ha huido sumiéndose en el sueño, incapaz de decidirse a apagar la linterna para alargar la vida de las pilas. La oscuridad total le habría recordado la ceguera que ha demostrado respecto a Simón hasta esa noche, y de todas formas, la linterna aguantará más tiempo que ella. En la Virgen Soterraña, la atmósfera continúa siendo templada. Allí está caliente: engañoso consuelo de un aire que se va a volver cada vez más enrarecido. El sueño es una fuga llena de esperanza: su evasión hacia un mundo amigo, habitado por una sombra que quizá le ofrezca la llave de su prisión. Sin embargo, cuando se despierta sabe que ha fracasado: sus sueños estaban vacíos, eran estériles; no había una ventana azul sino una pantalla negra. Se pone las gafas y coge la linterna. Está sudando: la tibieza de las entrañas de la roca o el miedo a la muerte. Porque va a morir ahí, de sed, de hambre, de asfixia, de lasitud. No tiene los miembros rotos como el padre abad, no siente ningún dolor físico, sino la ignominia del horror que ha sucedido al pánico; la angustia vehemente que la había invadido como una ola, arrojándola con un rugido contra la pared del conducto que Simón tapaba, ha dejado paso a un terror lento, sordo e insidioso, una lluvia de miedo desconcertante que le empapa el cabello y la epidermis, aniquilando todo sentimiento de rebeldía, todo esfuerzo de la voluntad, todo soplo de vida. Y además está el silencio que anticipa la muerte, la voz de la nada que empieza a alcanzarla. Por primera vez, Johanna se da por vencida sin luchar.
«Mi vida no ha sido más que un despilfarro de energía, un exceso de ilusiones y de mentiras», se dice.
Confusión. Piensa en Pierrot, ese hermano gemelo al que no recuerda y con el que muy pronto va a reunirse.
«Tres meses… —piensa Johanna—. Es poco para haber existido, suficiente para desaparecer. Quince de agosto, el día de nuestro cumpleaños… Este año habríamos cumplido los dos treinta y cuatro. Yo habría cumplido treinta y cuatro, él dejó de envejecer la noche del catorce al quince de noviembre de nuestro primer año de vida. De todas formas, mis padres habrían vuelto a decirme un triste "feliz cumpleaños". No pueden soportar que el tiempo solo se acumule en un lado. En mi lado. "Muerte súbita del bebé"… Curiosa enfermedad, que se declara mediante la muerte inmediata de su víctima, cuando todo ha acabado.»
Johanna no piensa nunca en ese hermano desconocido, paralizado en el estado de fotografía de eterno bebé, que vive en su pequeña tumba de mármol rosa haciendo flanes de arena con los amigos subterráneos que van a visitarlo excavando bonitas galerías. Eso es lo que se decía ella cuando era pequeña. No piensa nunca en su hermano porque no lo recuerda. Solo recuerda esa noche. Estaba junto a él cuando aquello sucedió, durmiendo, al parecer. Probablemente no notó que se iba. Ahora que le toca a ella irse, espera que la vea llegar. Que no esté durmiendo. Que la reciba.
«Es ridículo… Porque después no hay nada. ¡Absolutamente nada! —se subleva—. Sin embargo, voy a morir por haber querido reunir a dos difuntos, muertos en 1023 y 1063 respectivamente. ¡Qué ironía! ¡Qué cosa más absurda!»
Súbito deseo de romperlo todo, de emprenderla a golpes con esos esqueletos grotescos, de arrojar al suelo la escultura de la diosa madre y de estamparse después contra la pared para acabar más deprisa. Pero ve el cráneo de Román a su lado. A priori, nada lo diferencia del de Almodius, que ella ha vuelto a colocar sobre su cuerpo, con la cruz bautismal alrededor del cuello. ¿Será el suyo idéntico, cuando toda su carne se haya consumido? Coge la cabeza de Román entre sus manos y se acerca de rodillas a los dos altares primitivos, a través del haz de luz de la linterna. Frotando la palma de las manos contra el hueso, como si fuera la lámpara de Aladino, implora una vez más a los espíritus mágicos.
—Román… —susurra, mirando a la diosa a caballo—, quizá me has engañado. En el momento de morir, sigue costándome creerlo. Quien sí lo ha hecho es Simón… Estoy encerrada aquí con sus antepasados, a los que él nunca ha visto pero de cuyo fantasma es prisionero. Me… me da lástima. Repruebo sus actos odiosos, pero no puedo condenarlo del todo. Me envía a la muerte, pero él ya es el cadáver de sí mismo…, sin libertad, y no he conseguido liberarlo. Tal vez he hecho todo esto para nada; me refiero a que tu cuerpo ha desaparecido. A ti tampoco podré liberarte, y yo también estoy perdida…, encerrada aquí. No he visto lo que hubiera debido ver, he avanzado sin reflexionar, sin llevar cuidado con los seres que me rodeaban… Al igual que tú, he comprendido demasiado tarde, ya me encontraba en esta prisión sin salida. Pero a ti la oración te iluminó, la contrición y los sufrimientos del alma, la espera en tu purgatorio te hicieron clarividente. Yo no sé rezar, pero sé que me escuchas… Ahora estás entre mis dedos, toco una parte de ti, la que produce los sueños, los castillos de piedra y los planes de evasión. Ilumíname, no me dejes morir como Almodius, ese ser que, a semejanza de Simón, mata porque cree amar y no ama realmente sino después de haber matado. Sálvame, porque todo cuanto he hecho ha sido por amor por ti.
Román está muerto desde hace casi mil años. Está muerto, reducido a la nada. Las piedras permanecen sordas. No obstante, Johanna se levanta y las palpa centímetro a centímetro, con la linterna en la mano. A pesar de que se ha quitado la cazadora y el jersey, se muere de calor. El corto top que lleva está empapado de sudor. Sus largos cabellos son como cuerdas gastadas. Daría la vida que ya no tiene a cambio de un poco de agua. El agua…, el enemigo que los monjes temían, su isla, su aislamiento, el agua que a esas horas debe de rodear la peña. Aunque fuera agua salada, se la bebería. La roca, examinar la roca en busca de una salida…
«Es imposible, pero debo intentarlo. El fin es absurdo para los que no tienen fe…, disparatado e incoherente. Acidia…, hija de la tristeza…, funesta relajación del alma… ¡Cállate, mira las paredes, Johanna! ¡Que cese la voz de mi pensamiento! Te has pasado la vida mirando las paredes que había a tu alrededor, cuando los demás se las ingeniaban para atravesarlas como podían. Esta noche se han invertido los papeles. Intenta salir… ¡Inténtalo! No puedes contemplarte morir… La hora preciosa, como decían los benedictinos. ¡De eso nada! ¡La hora sucia y horrenda!»
Recorre la roca con la linterna como para eliminar los monstruos agazapados tras ella. Sus dedos tocan el granito. Le duelen los ojos. Los hombros también. Se frota contra la piedra en un baile cuerpo a cuerpo en el que las fuerzas son desiguales.
Bajo la Virgen Soterraña, Johanna está sola con los huesos del pasado y la roca eterna. La piedra desnuda, sin salida. Nada en ninguna parte, salvo unos pequeños signos grabados por los celtas en las paredes, unas marcas apenas perceptibles, en las que no había reparado antes de su unión física con la gruta: cuatro ogams en los cuatro puntos cardinales de la caverna, sin duda alguna como representación del norte, el sur, el este y el oeste, para permitir a los druidas situarse con relación al sol, invisible en esas profundidades. Johanna ha vuelto a ocupar su sitio junto a Almodius. Debe resignarse. Ese es ahora su sitio. El último.
—
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
—dice, antes de romper a reír—. ¡Ah, Román, era todo un hallazgo, hay que reconocerlo, o en cualquier caso, apropiadísimo para mí! He removido la tierra y estoy a punto de ver el cielo.
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
. ¡Ja, ja, ja! «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo»… Bonita frase, ¿no? Y al parecer tiene tres sentidos, que encima hay que casar. Yo lo he hecho por ti, Román. He excavado literalmente la tierra para que tú accedas a tu cielo simbólico, y el resultado es que soy yo quien voy a acabar en el Paraíso. ¡El Paraíso, nada menos! A mí el Paraíso me tiene sin cuidado, no creo en él, preferiría un cielo literal, un hermoso cielo azul…, ¡y hasta un cielo plomizo me iría estupendamente, fíjate! Oye, Román, ¿no aceptarías que casáramos los sentidos al revés? ¿No tendrías una tierra simbólica que yo pudiera excavar para acceder al cielo literal?
Johanna se echa a reír a carcajadas y le da unas palmadas en el hombro a su compañero de infortunio, haciendo temblar sus huesos.
—Perdona, Almodius —masculla, mientras apoya de nuevo el esqueleto contra la pared.
Coloca bien la cruz bautismal sobre las costillas del abad, se queda observándola y de pronto se da una palmada en la frente.
—¡Claro! ¡Tengo uno, símbolo de la tierra, y nada insignificante!
Con movimientos nerviosos, propios de una persona dominada por la ebriedad que provocan las situaciones extremas, se precipita sobre su cazadora, apelotonada en un rincón. A cuatro patas, registra los bolsillos y saca la joya de Moira que le ha arrojado Simón.
—¡Mira, Almodius! —dice, iluminando con la linterna el colgante—. ¡Me lo ha regalado! Los símbolos de los cuatro elementos…, esto debe de traerte recuerdos, ¿eh?
De repente, se interrumpe. Lívida, examina de cerca el colgante celta, se levanta y dirige el haz de luz hacia los cuatro signos grabados en la roca de la gruta.
—Pero… ¡Claro, los ogams! ¡No son los puntos cardinales, sino los cuatro elementos! ¡Los mismos que los que aparecen en la cruz druídica de Moira! ¿Por qué los esculpirían en la pared?
Johanna examina la cruz céltica que llevan en torno al cuello los tres olams, pero en esas no hay ninguna inscripción.
—El aire, el agua, la tierra, el fuego… —murmura, pasando el collar de Moira entre los dedos, como un rosario—. ¡Por el Arcángel! —exclama—. ¿Será posible? Hay que probar, sí, hay que probar ahora mismo… Pero ¿cuál de estos cuatro símbolos representa la tierra? Simón lo ha dicho… ¿Qué ha dicho?
Como una fiera salvaje, salta hacia los cuatro ogams de la roca. Los observa detenidamente de uno en uno. ¿Cuál de ellos es la tierra?
—
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
—musita, como si se tratara de una oración cabalística—. Si hay una solución, tiene que estar forzosamente aquí… Pero ¿dónde? ¡Román, tienes que ayudarme! ¿Qué ha dicho Simón? ¡Lo ha dicho! ¡Recuerda! —implora, tendiendo el colgante hacia el cielo.
Johanna cierra los ojos para entrar en comunión con él.
—Tengo que acordarme… Yo estaba aquí abajo, en el conducto… «Es lo más precioso que tenía, aparte de ti, la cruz de Moira, que se remonta al principio del mundo. Brewen la robó de su cadáver… Los símbolos, los cuatro elementos, los verdugos de Moira»… Román, un esfuerzo más… «El agua abajo», ¡sí! El agua abajo… El otro mundo, el Sid, para ellos está siempre bajo el agua, al fondo de los lagos y de los mares…, luego abajo.
Mira el brazo inferior de la cruz: el agua está representada por tres líneas verticales cortadas por cuatro líneas horizontales. Levanta la cabeza hacia el granito bruto: allí, el mismo ogam en la pared. Es el agua, efectivamente. Por lógica, el fuego tiene que estar en el brazo superior de la cruz. Veamos: un rombo. El fuego es un rombo, y en la joya está grabado arriba. La gruta: ahí está el rombo, es el rayo, la tormenta, el fuego. Ahora el aire… ¿A la derecha o a la izquierda de la cruz? Le parece que ha dicho a la derecha… No está segura. Cuatro trazos horizontales… ¿Es eso? En tal caso, a la izquierda estaría la tierra… En el brazo izquierdo figuran tres trazos horizontales… Tres trazos horizontales… Johanna busca hasta que ve, frente a ella, el pequeño signo correspondiente esculpido en la roca. Debajo, en el suelo de la gruta, los cadáveres de los tres olams dispuestos como si fueran las tres líneas del símbolo.
«Claro… Este pueblo es un pueblo de la tierra… —comprende, guardando el colgante de Moira en un bolsillo de los tejanos y precipitándose hacia el emblema de piedra—. Hay que excavar la tierra para acceder al cielo… La tierra simbólica… Debo excavar el símbolo céltico de la tierra para acceder al firmamento… ¡Para salir de aquí!»
Johanna rasca desesperadamente el granito.
—¡Sigue! ¡Sigue buscando, Johanna! —dice en voz alta—. ¡Excava la representación de la tierra! ¡Porque en esta época todo es símbolo, y esta montaña es un mito, el del encuentro de la tierra y el cielo! ¡Sí, el encuentro de la tierra y el cielo ante la mirada del mar y del rayo!… ¡La peña es el punto de unión de los cuatro elementos!
Intenta introducir los dedos ensangrentados en los tres trazos, presiona al azar en busca de un mecanismo secreto, pero no ocurre nada. ¡Sus dedos no son lo bastante finos, el hueco de las líneas es profundo y estrecho, no consigue hundir las falanges en las ínfimas hendiduras! Se vuelve. ¡Una herramienta! ¡Necesita una herramienta! Algo muy afilado y duro. ¿Qué? ¿Un hueso? ¡Demasiado grande! No tiene nada, solo la linterna, con la que recorre el oscuro antro en busca de lo imposible. De pronto, detiene el rayo sobre un pequeño instrumento cuya visión le arranca un grito de alegría. ¡El estilete de Almodius! El estilete con el que escribió su testamento en la tablilla de cera. Lo coge y hunde su fina punta metálica entre los intersticios del dibujo de piedra. Primera línea superior. Cuerpo intermedio. Trazo inferior. ¡Clac! ¡Un ruido mecánico, un sonido ha roto el silencio! De repente, un lienzo de roca pivota, se entreabre unos centímetros y se detiene: se ha quedado atascado, lleva demasiado tiempo sin funcionar.
—¡Aaah!
Con todas sus fuerzas, Johanna empuja la pequeña puerta de roca, pero esta se niega a apartarse. Se araña los hombros, concentra todo su cuerpo en el esfuerzo sobrehumano. Ya no respira, empuja a su ser hacia la vida. El bloque de granito tiembla y se desplaza un poco. Johanna se incorpora, jadeando, y se inclina sobre los veinte centímetros que se abren ante ella. Un pasadizo, un pasadizo secreto excavado por la mano del hombre en la piedra, idéntico al que ha seguido para descender a la cavidad, salvo que este es horizontal… y oscuro. Johanna ríe y llora al mismo tiempo. ¡Una salida, tiene que ser una salida!