«Román, infortunado Román, ¿dónde estás? —le pregunta en silencio—. ¿Has sentido tú también esta angustia, lejos de tu peña, de las piedras de tu abadía, y pese a la presencia de los padres junto a ti? Por suerte, tu alma eterna ha permanecido en la Virgen Soterraña… Y esta prisión ha protegido tu cuerpo durante más de dos siglos. Ahora ha llegado el momento de que abandones la tierra.»
Impresionada y aterida, Johanna busca las sepulturas de los abades. Los féretros llevan el nombre de sus insignes ocupantes, exclusivamente señores, y tal como ella presentía, ninguno ha ido a vivir allí después de 1791. Solamente siglos XVII y XVIII. Los muertos anteriores al Gran Siglo deben de reposar en otro panteón. La historia, la pequeña y la grande, desfila ante los ojos de Johanna. Pero de los padres abades del Monte, ni rastro.
«¡No creo que a Eloi de Montfort se le ocurriera mezclarlos con otras osamentas en un mismo ataúd! —piensa—. No, su fe no se lo habría permitido… Los huesos de los abades son sagrados. Los padres fundadores. Los seis apóstoles de Mont-Saint-Michel. Pero ¿dónde pudo esconderlos?»
Johanna recorre febrilmente el lugar con la linterna y de pronto detiene el haz de luz. Tiene un sobresalto. Parte de una pared está totalmente recubierta de ataúdes… de bebés. Piensa en Pierrot, su hermano gemelo, y se acerca lentamente a las pequeñas cajas. El apilamiento hace que resulte más impresionante. Dado su tamaño, hay dos por hilera. Cuenta… veintiuno. Veintiún pequeños Pierre están encerrados allí, agrupados en el mismo sitio. Ellos no pueden hacer flanes de arena y galerías subterráneas. Pero están juntos, y quizá a veces conversan. O lloran al unísono el pecho de una madre que ya no los amamantará. Temblando y un poco mareada, Johanna se inclina sobre un pequeño ataúd para leer el nombre de su ocupante… y suelta la linterna al tiempo que profiere un grito. Detrás de la minúscula caja de madera, un cráneo adulto la mira sonriendo.
«Ingenioso, muy ingenioso —se dice—. Eloi de Montfort ocultó las osamentas de los abades detrás de las sepulturas de los bebés. Estos féretros son más cortos, claro, pero también más estrechos, y los padres del Monte, transportados simplemente con su mortaja, eran esqueletos que necesitaban poco sitio. La razón de este emplazamiento parece, pues, de índole práctica, pero también espiritual: los venerables antepasados de fértil y larga existencia son protegidos por seres cuya vida fue interrumpida antes de que crecieran. El alma de los recién nacidos está limpia de pecado, y son esos humanos puros de nacimiento los que velan por el reposo de los sabios puros por experiencia, mientras que los santos garantizan la paz de los pequeños inocentes. Mainardo I, Mainardo II, Hildeberto, Thierry de Jumiéges, Ranulfo de Bayeux y, antes de Ranulfo, Román ocupando el lugar de Almodius.»
Johanna es presa de una excitación cercana al trance. Respira con dificultad, fuerte, y debe alejarse de la pared para calmarse. Es el instante crucial… Ya no siente frío, lo que le ayuda a controlar la respiración. Coge de nuevo la linterna, pega el busto a los pequeños féretros de madera y examina su fabuloso tesoro. Las mortajas están roídas por el tiempo. Distingue la cruz de abad que descansa sobre el pecho. No sabe quién es quién, ninguna inscripción lo dice; le habría gustado identificar a Hildeberto, pero el que ella busca es fácilmente reconocible. Al cabo de unos minutos, lo encuentra en la tercera hilera empezando por abajo: los restos del sudario todavía lo ensombrecen, lleva la cruz, el anillo en el dedo…, pero no tiene cabeza.
Johanna ha subido a la capilla a buscar el cráneo de Román.
Ha observado largamente la vidriera que representa al Arcángel. Ha encendido las dos antorchas situadas a ambos lados de la escalera de la cripta y un grueso cirio que ha cogido del altar. La ceremonia no puede desarrollarse con luz eléctrica. De regreso en la necrópolis, frente a la muralla de pequeños féretros, aparta cuidadosamente, con ternura, los dos minúsculos sarcófagos que ocultan los restos de Román. Los coge para depositarlos un poco más lejos, en el suelo. Después apaga la linterna y acerca la vela; la escasez de aire hace que la llama sea recta, vertical y firme como una carretera ascendente. La luz dibuja un disco pleno y dorado, y el helianto soleado envuelve el cuerpo de Román como su primera aurora. Johanna se arrodilla ante el esqueleto mutilado. Coge la huesuda cabeza entre sus manos tibias y se la coloca entre las piernas. La emoción retiene las palabras en su interior y sella sus blancos labios. Con los ojos clavados en la cruz de abad que cuelga del pecho descarnado, acaricia la frente de Román. El amor fluye de su mirada celeste, inunda sus mejillas lívidas, sustituye su sangre inmóvil por venas transparentes y salinas. El silencio es su oración, su esperanza y su melancolía. El gesto que va a hacer, el duelo de su pasión, el fin de sus sueños. Pero la ventana azul va a abrirse por fin para él. Johanna cierra los ojos. Casi mil años. Mil años de espera. De sufrimiento, de desesperanza. Acedía… Se quita la cruz de Moira que lleva alrededor del cuello y la coloca sobre las costillas de Román. La joya celta cae entre los intersticios de los huesos y penetra en el interior del torso. Será su corazón, para que Moira pueda acoger su alma en el campo del cielo. Johanna se estremece pensando en la inminencia de su unión, que para ella será la separación. Agacha la cabeza: sus largos cabellos castaños cubren el cráneo de Román con el velo del adiós. Adiós para siempre… Coge el cráneo, lo levanta como si fuera una hostia, lo besa y, lentamente, lo acerca al cuerpo, a su cuerpo recuperado.
3 de junio, veintidós horas y cuarenta y siete minutos. En la carretera de Mont-Saint-Michel. Localidad de Pontorson. Pontorson y sus luces de neón rosa en la noche. Johanna atraviesa el cruce como un rayo. Verlo…, como si fuera la primera y la última vez. Míralo, ahí está, el «castillo de hadas erigido en el mar». Está al final de los sueños, al final de las tinieblas, se eleva, solo, rodeado por una aureola permanente, Jerusalén, Jerusalén celeste. La ciudad de Dios, la roca del fin de los tiempos, donde Johanna desea que fray Román la espere. La fortaleza de su cuerpo reunido se ha quedado muda allá abajo, en la capilla de los mortales, bajo la tierra extraña.
«No te has mostrado en Montfort porque tu corazón está donde está tu alma —piensa Johanna—. Y tu alma está en la montaña eterna, en el vientre de granito de la Virgen Soterraña. Voy a reunirme contigo allí, quiero decirte adiós antes de que te marches del Monte, de donde yo también me iré enseguida. ¡Me gustaría tanto verte, contemplar por fin tu rostro! Debo esperar pacientemente sobre el altar de la Trinidad, en la escalera del cielo. El Arcángel es de oro, va a soltar la espada y la balanza para tenderte la mano. Va a cumplir la promesa que hizo hace mil años. El tiempo no es nada, acerca a los ángeles al igual que acerca a los hombres.»
Johanna acelera.
Llega a Beauvoir, llamado Astériac hasta que en el año 709 una ciega recuperó allí la vista al volver los ojos hacia el Monte. Atraviesa Beauvoir. La noche es oscura para un mes de junio. El mar está en su nivel más alto. Las piedras de la iglesia abacial susurran, cantan, gritan. Johanna es alegría, tristeza, agotamiento. La cabeza y el cuerpo le pesan una tonelada. Sus párpados se relajan poco a poco y descienden, se cierran, y todo se vuelve negro. El coche se desliza lentamente fuera del asfalto.
De pronto, una capa imprecisa aclara el cielo nocturno. Una forma larga y delgada se insinúa, una silueta oscura y ascendente. Lentamente, el espectro se precisa y se humaniza. Un sayal negro como el azabache, un escapulario con capucha, una corona de cabellos castaños bajo la tonsura y un rostro… ¡Qué rostro! El de un joven de treinta años guapo, muy guapo… Labios delicados, nariz aquilina, frente despejada, piel pálida y fina, y ojos… grandes, dos círculos de un gris brumoso, el vapor antracita del misterio… Entreabre la boca…
—
Deo gratias
… —susurra con una voz que suena como una caricia. ¡Gracias!
El joven se acerca, se desplaza por el cielo como sobre unas aguas límpidas. Levanta un brazo y tiende una mano de dedos blancos, largos, suaves y estilizados, característica de los que no trabajan con las manos. El cuerpo de Johanna adquiere la levedad de una nube, en su cabeza reina la paz del coro de una iglesia.
—Johanna… —susurra él—, me has desencadenado de la tierra. Fui condenado por el Arcángel a errar como lo hizo mi corazón, entre la tierra y el cielo. Porque aquí abajo mi corazón fue un vagabundo, desgarrado entre el Todopoderoso y Moira, sin tener su morada en ninguna parte. Cuando comparecí ante el pesador de almas, el primero de los ángeles me dijo que, cuando son auténticos, el amor divino y el amor humano no se contraponen sino que se alimentan mutuamente. Habría podido amar a Moira consagrándome a Dios y amar a Dios entregándome a Moira. Pero, al negarme a elegir, al separar mi cabeza de mi cuerpo, al no comprometerme plenamente ni con uno ni con otro, ni contra uno ni contra otro, los amé mal a los dos…
"No eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras lo uno o lo otro! Mas porque eres tibio, te vomitaré de mi boca"
, le dice el Mesías al Ángel de Laodicea en el Apocalipsis de Juan, nuestro libro. Así fui yo, ni frío ni caliente, y san Miguel me vomitó.
»Con todo, el Arcángel me indicó a unos hombres a los que podía dirigirme para pedirles ayuda. Desgraciadamente, durante siglos nadie consiguió romper la maldición. Cuando vi que mi desdichado cuerpo abandonaba la peña y mi cabeza se quedaba bajo la cripta de la Virgen Soterraña, que estaba condenada, perdí la esperanza de ser liberado. Mucho tiempo después, el señor de la montaña sagrada me guió hacia una niña… Entonces me eché a temblar. ¿Cómo iba a tener éxito una niña, una mujer, en la empresa en la que monjes y guerreros habían fracasado? Si monjes y guerreros habían perecido, ¿cómo ibas a sobrevivir tú? Te miré desde las profundidades del tiempo, Johanna, y comprendí por qué te había señalado el Arcángel: tu alma, tan fuerte como la de un monje y un guerrero, me ha amado. Ese amor me ha salvado, ¿podré algún día hacer lo mismo por ti? Esta noche, en que gracias a ti dejo mi exilio, solo puedo iluminarte sobre ti misma. Una parte de tu alma es hermana de la mía, Johanna, más propensa a amar las obras de los hombres que a los propios hombres. Desde el fallecimiento de Pierre, dudas, oscilas entre la vida y la muerte sin escoger. Sobrevives, pero tu corazón está abandonado, prisionero del fantasma de tu hermano, enterrado en la cripta de tu memoria. Permaneces entre la tierra y el cielo, y no perteneces a ninguno de los dos sitios. Esta noche, Johanna, tendrás que elegir: si deseas dejar la tierra, el Arcángel te conducirá a las nubes; si prefieres la vida, tendrás que convertirte en carne y vencer tu terror a amar, a unir tu corazón al de un ser que podría abandonarte, igual que has sido capaz de ligarte a mí. No lo olvides: hay que excavar la tierra para acceder al cielo…, ser el mantillo de uno mismo, habitar las tinieblas de las heridas propias para encontrar la luz. Pero tú eres la única que puedes tomar una decisión, Johanna. El final de tu historia no está escrito. Jamás lo está. Eres libre, te corresponde escribirlo a ti. Adiós, amiga mía…
Román retira su pálida mano, se desvanece, se disipa con una sonrisa y desaparece. El firmamento ha perdido su color, la oscuridad está ahí abajo, alrededor del Monte. La noche de Beauvoir es más clara, su palidez lunar se llena de destellos rojos y azules, de girofaros y sirenas estridentes que se dirigen a toda velocidad hacia el coche, cuyas ruedas traseras giran en el vacío. El morro del vehículo está empotrado en un badén de hierba salada, una zanja de limo y de tierra pegajosa frente a las aguas vivas.
En la puerta del cielo, a los pies del Arcángel, Román atraviesa una nube blanca y la cara oculta del tiempo aparece. Por fin puede ver la trama invisible de su destino y el de los seres que le son queridos. Con el corazón ardiente, se vuelve y dirige una última mirada a Johanna, que yace, inconsciente, entre los dos mundos.
Los autores desean expresar su agradecimiento a todos cuantos desempeñaron con rigor, entusiasmo y espíritu crítico el delicado papel de primeros lectores: Anne Cabesos, Claude Cabesos, Laurence Delain-David, Bénédicte Giménez, Elisabeth y René Lenoir, Christel Macon, Marie-Pierre Paré, Rémi Savournin, Camille Scoffier-Reeves y Bérenger Vergues.
Gracias a Michéle Le Barzic, que nos dispensó una cálida acogida en el Mont-Saint-Michel y nos abrió las puertas de la abadía, de la vida en la isla y de su amistad (una caricia para Elsa y un saludo a todas las personas con las que estuvimos allí).
Gracias al historiador Henry Decaéns, que no solo iluminó nuestras investigaciones con sus apasionantes obras sobre el Mont-Saint-Michel y la Normandía románica, sino que participó personalmente en la validación de las fuentes históricas de esta novela, ofreciéndonos su tiempo, su mirada de especialista y su bondadosa generosidad.
Gracias al historiador Marc Déceneux, cuyas publicaciones, especialmente las dedicadas a la antigua capilla de San Martín, la construcción de la abadía y la mitología del Mont-Saint-Michel, han constituido una valiosa ayuda para nosotros.
Gracias, por último, a todos los que, en el transcurso de estos tres años de trabajo, han alentado y soportado nuestra pasión absoluta y devoradora por el Mont-Saint-Michel. Y un guiño de complicidad a quien nos ha transmitido su fuerza y acompañado en todo momento desde lo alto de su aguja.
[1]
En francés, el término loman, homógrafo del nombre propio Román, significa «novela» y también «románico». (N de la T)
<<