La promesa del ángel (34 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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El pueblo ha esperado, con la mente oscurecida por los ágapes que se prolongaron hasta muy entrada la noche, pero satisfecho de que la bruja siga con vida, a fin de asistir al segundo suplicio y a otro día de fiesta. A la hora en que los obreros rompen habitualmente el ayuno de la noche, sentados junto a sus herramientas, los lugareños y los numerosos visitantes hacen lo mismo instalados en el suelo, cerca de la hereje, todavía inconsciente. El abad Thierry ha hecho poner una mesa al aire libre para sus invitados de excepción: el obispo y el emisario del príncipe. Mientras él celebra el oficio de prima, Moira abre los ojos. Rolando de Aubigny y Enguerrando de Eglantier están sentados ante unas ostras de Cancale, un pastel de esturión, unos cisnes asados, unos quesos del monasterio y unas jarras del vino enviado por Odilón a Hildeberto. Indiferente a las cadenas, la joven trata de abalanzarse hacia el festín profiriendo un grito ronco.

—¡Muy bien! —exclama el obispó al verla caer al suelo—. Empezábamos a impacientarnos, Moira. Debes de tener hambre, y sed… Solo depende de ti compartir nuestra comida. No tienes más que decir una palabra, y podrás devorar todo esto…

En vista de que la joven permanece en silencio, Rolando de Aubigny se levanta, y los demás también. Dos soldados desatan a la joven y la mantienen en pie. Entonces el prelado levanta la mano para hacer callar a la muchedumbre, avanza y formula la solemne pregunta. Ella tiene ganas de escupirle a la cara, pero el obispo está demasiado lejos y su boca más seca que un viejo pergamino. Agua…, daría mucho por conseguir un poco de agua…, pero no cambiará la memoria de los suyos por unos sorbos. Ese dolor en las costillas y en las piernas… ¿Por qué se ha negado el aquilón a estrellarla contra los arrecifes? ¿Por qué la noche no se la ha llevado y la ha hecho caer en ese sueño profundo que ha aniquilado su resolución de morir? Ahora que ha recobrado la lucidez, reanuda su combate silencioso contra sus verdugos. Mira al prelado con repugnancia. Él está de pie, ella está en el suelo, pero esa tierra es la suya y ella le insufla su poder. El viento le ofrece el eco de los salmos que cantan los monjes en la iglesia, entre ellos Román, y el cántico le infunde valor. Mira la mesa del banquete matinal y vuelve la cabeza con arrogancia. Esa provocación desencadena la ira de Rolando de Aubigny.

—¡Como quieras! —vocifera—. ¡Puesto que nuestro vino no te parece bastante bueno, te ofrezco un brebaje que saciará tu sed, y por mucho tiempo!

El conde hace un gesto y los soldados arrastran a Moira por el camino del pueblo. El sol, que ha salido hace apenas dos horas, parece querer asistir al espectáculo: bajo una bóveda de transparencia acuática, tiende sus rayos hacia el Monte, seca el fango pegajoso del sendero, ilumina la bahía de azul y calienta los huesos agarrotados de Moira. La joven casi no puede caminar y los guardias tiran de ella por los brazos. Con la cabeza gacha, confía en que el suplicio sea rápido, atroz y definitivo, pues desea ardientemente acabar de una vez. Sabe que no volverá a ver a Román, al menos en este mundo, luego ¿para qué resistir? El único temor que aún concebía en relación con él se desvaneció durante el proceso: en ningún momento se pronunció el nombre del constructor. Así pues, Román está libre, vivo, y guardará su secreto. Construirá su Jerusalén y morirá de viejo, en paz consigo mismo y con Dios. Tal vez entonces, si el alma de Moira sigue en el otro mundo, él la reconozca y se amen indefinidamente, en el reino de los difuntos o en la tierra, en otro cuerpo.

El cortejo llega a la base de la montaña lamida por el mar, que ya ha iniciado la huida. Pontones para el transporte de granito, ahora vacíos, y barcas de pescadores amarradas en la orilla chapalean sobre las olas moribundas. Enfrente, la isla de Tombelaine mira alejarse la onda tan rápidamente como ha nacido. Moira sueña que su vida es una ola. Han erigido un poste en la bahía, junto a la fuente de Auberto, y allí la atan como si fuese un mascarón de proa. Moira piensa que su último recuerdo de Román es su espalda oscura estremecida por los sollozos en la celda de Hildeberto, el bondadoso anciano de mirada semejante al mar, fallecido la mañana que debía recoger su abjuración en Beauvoir. Una sonrisa nostálgica distiende sus facciones, su mirada se extravía en el infinito. Perdida en pensamientos confusos por la falta de alimento, ajena a los clamores de la multitud, Moira parece no darse cuenta de que ahora es prisionera del agua y de que esa noche la marea subirá. En ese instante aparece lo que ella cree que es un gran ángel negro y barbudo, con un pellejo en la mano, acompañado de otras túnicas que flotan en el oleaje y se acercan a ella corriendo. Fray Osmundo es detenido inmediatamente por los soldados del duque.

—¡Monseñor, príncipe! —dice al obispo y al conde en un tono de súplica, tendiendo un odre—. ¡Es un poco de vino mezclado con agua! ¡Permitid que el Señor la alivie de la sed, no de sus pecados!

—El Señor la ha condenado —replica secamente el prelado— y su sentencia debe ser ejecutada tal como Él ha deseado, sin alivio de ninguna clase, hermano laico. Además —añade, señalando con ademán irónico la fuente de Auberto—, dispone de una reserva de agua pura, que podrá contemplar cuanto quiera antes de que el mar sacie su sed.

Osmundo, Drocus, Roberto y Bernardo se quedan desconcertados por la rudeza del obispo. Ante la mirada atónita de los monjes, Rolando de Aubigny intenta justificarse.

—Comprendedme, hermanos, esa mujer persiste en renegar de Nuestro Señor, y lo hace con una insolencia que constituye un crimen suplementario hacia el Altísimo y hacia toda la comunidad de los cristianos —explica—. Arroja su desprecio de la fe a la propia cara del Arcángel, en su casa, y vosotros, sus devotos servidores, venís a aplacar su sed. Dudo de que vuestro abad os lo haya ordenado.

—Nuestro padre Thierry no lo ha exigido, en efecto —replica Roberto, el antiguo prior, dirigiendo una mirada sardónica al prelado—. Tal como decís, somos servidores del Señor; Jesucristo y la palabra de los Evangelios son, pues, los que motivan nuestra iniciativa.

—¡Pero la hereje es una desconocida para Jesús! —clama el obispo, rojo de ira—. Esa mujer perversa no está en la morada de Jesucristo y es indigna de su misericordia mientras no cruce el umbral.

—Bien —contesta Roberto, inclinándose ligeramente—. Entonces, vamos a rezar por ella… y para que Jesucristo la acoja en su morada.

—Rezad por la salvación de su alma, lo necesita —concluye el obispo.

Los monjes dan media vuelta con calma y se alejan abriéndose paso entre la multitud, que se aparta ante ellos.

—¡Román!

Fray Bernardo, el ayudante del constructor, se detiene un instante y reanuda su camino. Moira ha visto las espaldas oscuras y no ha ahogado el grito de su corazón. Aplastada contra el poste por la cuerda que ciñe su cuerpo hasta los hombros, dobla el cuello para verlos alejarse hacia la peña, en el lado opuesto del camino de las olas.

Por primera vez desde su detención, sus ojos se llenan de tristeza. El obispo se acerca y le habla en un susurro para que el conde y el populacho no lo oigan.

—Román no tiene nada que hacer contigo. Entérate de que, aunque abjures, no volverás a verlo. Jamás. Su único amor han sido siempre Dios y las piedras con las que edifica en esta montaña para la gloria de Dios. A ti te ha borrado de su memoria. Es libre y soberano de sus movimientos; habría podido venir a verte hace mucho, incluso al tribunal, y no ha querido hacerlo. Sí, lo único que cuenta para él es la construcción de la iglesia. De modo que no pienses en renegar de tus crímenes para ser de nuevo libre de reunirte con él, porque él ya ha renegado de ti en público y tu saliva de ramera no lo tocará nunca más, ¿me oyes?, nunca más.

Las lágrimas resbalan por las mejillas de Moira. La joven cierra los ojos, se concentra y lanza un formidable escupitajo contra la frente del prelado.

—¡Que se haga la justicia divina! —grita el obispo al pueblo, limpiándose la cara—. ¡Que el océano creado por Dios ejecute su obra!

El público le responde con un estruendo ensordecedor. Enguerrando de Eglantier ordena a sus hombres que mantengan a la muchedumbre a distancia de la torturada, y las dos eminencias se retiran para asistir a la misa en la iglesia carolingia.

Moira echa de menos su jaula suspendida; por lo menos la aislaba de esa turbamulta vociferante que profiere insultos entre trago y trago de vino o de hidromiel y a la que se unen peregrinos, malabaristas, vendedores y acróbatas que llegan a pie del otro lado de Tombelaine. El día es largo como las serpientes líquidas y sinuosas que se evaporan al sol. El astro seca la túnica de Moira, mojada de lluvia nocturna, y hace insoportable la sed. El mar está muerto, pero el viento terrestre ha conservado su sal, que corroe su piel todavía más que el cáñamo de la cuerda. Es una roca que se erosiona lentamente. Ya no tiene fuerzas para mantener erguida la cabeza. Sus cabellos apelmazados caen en bultos informes sobre sus pechos y ocultan su rostro gris piedra. Su mente comienza a delirar. Imagina a Román en la iglesia, subiendo la escalera sobre los altares gemelos con unos bloques de granito en las manos y volviéndose para presentarlos a la veneración de los fieles. Después está junto a ella, que se ha transformado en piedra, y él la esculpe para metamorfosearla en pilar a fin de que sostenga la bóveda de la cripta del coro.

De pronto, un ruido la despierta: bajo el sol debilitado por la promesa de la luna, la gente deja estallar su júbilo ante la visión del agua, que se acerca en recompensa por la larga espera. Por fin las olas… El espectáculo que contempló desde arriba el día anterior hoy va a engullirla. Situada de cara al norte, oye el aquilón, que, a lo lejos, se une al oleaje naciente para traspasarla. Muy pronto, el viento se alza cual una espada, le atraviesa los oídos, le empuja la cabeza y el cuerpo hacia atrás, tensa su carne debilitada y tantea su cuerpo con su punta afilada. El público exhorta al tímido mar, aplaude a las serpientes que crecen y se transforman en dragones, de cuya boca fluyen llamas líquidas con un rugido de ultratumba. La multitud y los soldados tienen miedo, retroceden a medida que los monstruos espumeantes se acercan. En cuanto a Moira, es un escollo árido que ansia el abrazo húmedo. El agua es su amiga, le ha hablado muy a menudo en el lago, durante las tormentas, en el mar… El agua consuela de todas las deshonras, sus abismos contienen la morada de los dioses, por ella se deslizan los barcos de cristal que conducen al otro mundo. El agua va a tomarla y a llevarla al país misterioso del origen de los hombres. Moira ruega al agua, madre de la vida, que le acaricie las mejillas, le moje los cabellos, le bese los ojos y los labios, y le inunde el corazón.

Marea baja. Raúl, el capitán del regimiento, tiene dificultades para cortar la cuerda adherida a la piel por el agua salada. Las piernas y los brazos sangran en las zonas donde ese cordón ha dejado su huella, el rostro está hinchado y amoratado a causa de la temperatura del mar, que retrocede a medida que avanza el día. Todo su ser es un prodigioso tiritar de la cabeza a los pies, un escalofrío del que Raúl no sabría decir si es muestra de vida o anuncio de muerte. Unas sílabas incomprensibles, una tos blanda y unas deyecciones líquidas escapan de sus labios azulados. Se diría que dirige vehementes reproches a su madre. Evidentemente, ha perdido la razón. Raúl y otro soldado la depositan en la carreta en presencia de los mirones. Luego, el carro reanuda su inexorable marcha hacia el pueblo, bajo la llovizna enviada por el cielo. Por todas partes han plantado tiendas para alojar a los innumerables curiosos que hacen prosperar el comercio montesino. Al lado de la plaza y de la iglesia parroquial, en el centro del cementerio de los laicos, los hombres de Raúl están terminando de cavar un hoyo. Moira ha perdido demasiado el control de sí misma para estremecerse al ver la fosa.

La lucidez parece haberla abandonado y, sostenida por Raúl, balancea la cabeza de derecha a izquierda como una loca, indiferente a la cara radiante de los maestros de ceremonias. Tan solo Almodius, junto al abad Thierry, frunce el entrecejo y, por espacio de un instante, la aflicción parece empañar su mirada azabache. Rolando de Aubigny abandona su tono irónico. Por tercera vez, formula la pregunta ritual:

—Moira, en la víspera de la Ascensión, te hago de nuevo la pregunta: ¿accedes a abjurar de la falsa religión de tus ancestros para abrazar públicamente la única fe verdadera?

Moira clava una mirada vacía en el obispo y se echa a reír a carcajadas.

—¡He aquí la huella del Maligno! —deduce el obispo—. ¿Veis, señor conde, señor abad? ¿Oís? Se manifiesta en pleno día, los suplicios divinos le han arrancado la máscara. Ahí está: Lucifer, que viene a desafiar a san Miguel en su tierra y se burla de nosotros. ¡Demonio surgido de las entrañas del Infierno —dice, dirigiéndose a Moira—, vuelve al Infierno!

Al oír estas palabras, Raúl y su ayudante arrastran a Moira hasta el hoyo y la meten asiéndola por los brazos. El hoyo no es profundo, pero sí estrecho y oscuro. Su cuerpo inerte cae. Los cuatro dignatarios se inclinan para contemplar su obra: Moira permanece inmóvil como un cadáver, en posición fetal, con los ojos cerrados y los cabellos impregnados de sal extendidos sobre el suelo. La solapada llovizna enseguida transforma la tierra en fango, en turba viscosa que se pega al cuerpo de la joven como un amante. Un ligero impacto en una pierna la saca de su letargo. Descontento por la ausencia de espectáculo, el público le arroja piedrecillas y boñigas de caballo para despertarla. Moira recorre con los ojos extraviados su prisión de barro. La guardia del duque a duras penas puede contener a la muchedumbre. Animal salvaje enterrado, Moira decide dejar de emitir para siempre sonidos humanos, deseando que ese siempre sea de corta duración. Presa de fiebre y de alucinaciones, permanece postrada en la tumba, sentada contra una pared, sudando, mirando fijamente el muro de tierra, con las manos hundidas en el suelo blando, masajeándolo como si fuera carne viva. Cierra los ojos y respira para abstraerse del hedor del mundo. Dirige una súplica silenciosa a la tierra de sus antepasados:

«Tierra de esta montaña que has alumbrado a los dioses, a los celtas y a los ángeles… El viento y el mar luchan desde siempre para poseerte; hoy son los hombres los que se disputan tu poder… El viento y el mar no han querido separarme de ti, a quien pertenezco desde el amanecer de los astros. He revelado tu secreto a un hombre que es tuyo, aunque él lo ignora… Pero yo sé que lo has escogido para festejar tu unión con el cielo. El no te traicionará. Es una criatura del cielo, pero su amor por ti es mucho más fuerte de lo que imagina. Te siembra con piedras bendecidas por el cielo que te harán invencible. Tierra de roca, mi tarea está cumplida: te he encarnado, le he amado y he obtenido su amor… Fue un amor celeste, a su imagen y semejanza, con la pasión y el vigor propios de ti… Hoy, el aire y el agua me han dejado con vida para que vuelva a ti. Solo tú, tierra bendita, puedes separarme de este cuerpo. ¡Te lo suplico, no dejes que el fuego me devore el alma! ¡No prives a mi alma de la vida perpetua!»

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