La puerta oscura. Requiem (54 page)

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Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
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O simplemente se trataba de un mecanismo más de mimetismo, ahora que aquella admirable mujer tenía que desenvolverse entre la alta sociedad neoyorquina.

Pero era ella. De nuevo.

Asombrosa su transformación de mujer patricia en Roma a señora burguesa en el Nueva York de mil novecientos veintinueve. ¿Qué más papeles habría interpretado a la perfección a lo largo del siglo que llevaba atrapada en la Colmena de Kronos? Recordó la imagen que Mathieu había descubierto de ella en la Francia del siglo XVIII, desempeñando la arriesgada personalidad de Condesa Sabine de La Martinette en plena revolución francesa. Una vez más, supuso, perfecta en su rol.

Impresionaba su capacidad de adaptación, fruto de muchos años viajando a través del tiempo. Eludiendo trampas, acosos, soledad.

Pascal, recuperando su aplomo, llamó a uno de los camareros.

—Dígame, señor.

—Haga el favor de decirle a la señora Ramsfield, la que acompaña al señor Welsh, que un amigo de la familia Marceaux la espera en el vestíbulo.

—De acuerdo, caballero.

El Viajero, que permanecía en la puerta del comedor con intención de atisbar la reacción de la mujer (no podía permitir que ella huyese por otra puerta pensando que se trataba de una trampa de seres malignos), sintió la boca seca. Llegaba la prueba de fuego, un episodio único: el encuentro de dos viajeros.

Contempló la escena: el camarero que alcanzaba la mesa y se inclinaba sobre la dama, la educada interrupción de la conversación que la pareja mantenía, el leve giro del rostro de ella hacia el sirviente. Aunque no alcanzaba a distinguir sus facciones desde donde se encontraba, tan solo sus delicados hombros bajo el vestido, Pascal sí captó un sutil respingo en ella. Ni siquiera la profesionalidad de la mujer a la hora de mantener la compostura la había preparado para la mención del auténtico apellido de su marido, que no habría vuelto a oír pronunciar desde hacía más de cien años.

Eleanor Ramsfield depositó su servilleta sobre la mesa, con una impactada lentitud muy elocuente. Su semblante debía de haber experimentado un cambio tan rotundo que incluso el señor Welsh parecía preocupado. Ella rechazó su inquietud con un gesto y se levantó.

Lo último que Pascal vio, antes de desaparecer rumbo al vestíbulo para esperarla allí, fue cómo ella acariciaba su collar de plata. Supo que Lena Lambert no escaparía del restaurante.

No sin antes satisfacer la tremenda curiosidad que se acababa de alojar en ella. Porque era imposible que alguien conociera su pasado en ese entorno inerte. Imposible.

Capítulo 34

—¡Jules! —gritaba Michelle sin asomar sus ojos por la abertura del monovolumen—. ¿Me oyes? ¡Soy yo! ¡Hemos venido a ayudarte!

El vehículo permanecía quieto.

Nuevos gruñidos surgieron de su interior, entremezclados con un hilo sonoro más tenue que podía interpretarse como el eco diluido de una voz que intentaba alzarse desde un cuerpo devastado.

Michelle contuvo las lágrimas. ¿Aquello que escuchaba eran los bufidos de una bestia atrapada, o la petición de auxilio de un amigo sometido a una degeneración monstruosa?

—Hemos de irnos —advirtió Marcel—. Luego habrá tiempo de intentar comunicarnos con él.

A pesar de que el enfrentamiento con los cazavampiros se había producido en las profundidades de Pere Lachaise y apenas habían provocado ruido, cabía la posibilidad de que algún vecino atento hubiese llamado a la policía pensando que se estaban produciendo actos vandálicos dentro del recinto.

Los dos se introdujeron en la parte delantera del monovolumen. Ante la duda sobre el estado en el que debía de encontrarse Jules, ambos agradecieron que la placa de metacrilato no fuese transparente.

Marcel arrancó el vehículo. Giró el volante y, en vez de dirigirse hacia la salida del cementerio, siguió la dirección opuesta.

—¿Adónde vamos? —preguntó Michelle, sorprendida.

—Tenemos que recuperar mis armas; no pueden quedarse allí. Después iremos al palacio.

La chica recordó el lugar en el que Suzanne, en su vano intento de socorrer a Bernard, había soltado el instrumental que les habían quitado.

Pensar en ella le hizo caer en la cuenta del cadáver que dejaban tirado junto a las tumbas.

Era todo tan triste, tan desolador…

* * *

Ella salió al vestíbulo manteniendo en todo momento su porte elegante. Allí, frente a él, sin acercarse demasiado, sostuvo sin pestañear la mirada intensa que Pascal le dirigía. Después, sus ojos azules, fríos, recorrieron al chico de pies a cabeza, sin ningún disimulo.

Lena Lambert no dejó traslucir durante aquel primer contacto ni un ápice de la abrumadora curiosidad que debía de estar sintiendo por dentro y que el extraño aspecto de Pascal tenía por fuerza que haber acentuado. Era una profesional.

Al Viajero le recordó, por su carácter hermético y la hermosura que exhibía a su mediana edad —no había envejecido nada con respecto a su imagen de mil novecientos ocho—, a una espía tipo Mata Hari.

—Soy Eleanor Ramsfield —anunció la mujer cuando se quedaron solos, adelantándose un par de pasos más hasta situarse justo frente a Pascal—. ¿Pregunta usted por mí?

Ella jugaba a provocar destellos con su collar de plata, que movía de forma aparentemente accidental con una mano hasta lograr captar y dirigir el reflejo de las luces de la estancia. Pascal sonrió al verse obligado a entrecerrar los ojos por culpa de uno de esos destellos, que lo cegó por un instante.

Lena Lambert lo estaba poniendo a prueba.

—La plata y sus brillos no me afectan gran cosa; tan solo suponen una leve molestia —dijo—. Así que no se moleste en seguir analizando si mi naturaleza es maligna.

Aquellas palabras lograron por primera vez desencajar la perfecta serenidad del semblante de esa señora, cuya entereza empezaba a agrietarse.

—Perdone, ¿qué ha dicho? —incluso su voz había perdido algo de convicción, aunque resistió con bastante dignidad ese primer impacto.

—Me ha oído muy bien, señora Ramsfield —contestó Pascal, tendiéndole el pañuelo que le entregara Marcel al inicio de su último cruce de la Puerta—. ¿O debería llamarla Lena Lambert?

Aquel segundo asalto fue demasiado, como atestiguaron los ojos de la mujer, que se acababan de abrir como platos mientras sostenía entre sus trémulas manos la antigua pieza de tela. ¿Un fallo en la estrategia defensiva de la Viajera? Pascal lo dudó; no se trataba de que ella se sintiese incapaz de continuar con su acostumbrada representación, sino que de repente había perdido todo el interés en seguir fingiendo. Su ansia de conocer, de indagar, superaba con creces la más elemental cautela.

Lo único importante era saber.

Y es que nadie en todo aquel infinito universo paralelo disponía de la información que ese intrigante adolescente parecía ir dosificando con calculada parsimonia.

Nadie. Porque ella jamás había compartido su pasado.

¿Quién era aquel muchacho? ¿De dónde había salido y cómo había logrado hacerse con su pañuelo?

Eleanor Ramsfield, sin acertar a articular palabra, se aproximó aún más. Tenía unas largas pestañas entre las que brillaban sus ojos claros con la inconfundible intensidad de la vida.

Eso era precisamente lo que Lena Lambert estaba comprobando en el rostro cansado y sucio de Pascal. Sus deslumbrantes ojos grises.

—¡Dios mío! —exclamó sin poder contenerse—. ¡Estás vivo!

Se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar, superada por aquel encuentro tras más de cien años deambulando en soledad por la historia.

Pascal la ayudó a sentarse en un sillón. Por suerte, aparte de una pareja que acababa de llegar al restaurante, nadie más había atravesado el vestíbulo.

—Me llamo Pascal Rivas. Soy el Viajero del siglo veintiuno —confesó—. Y he venido porque necesito tu ayuda, Lena.

Ella alzó la cara de ojos enrojecidos, como no dando crédito a lo que oía. De repente, ya sin la máscara de semblante postizo con la que siempre había ocultado sus verdaderos sentimientos, Lena Lambert ofrecía un aspecto mucho más vulnerable.

Había pasado a convertirse en una mujer sola. Se guardó el pañuelo, un tesoro de incalculable valor para ella; la única reminiscencia de su origen, de su vida.

—¿Podemos ir a algún lugar más discreto?

—Sí —ella se iba reponiendo, una muestra de la fortaleza que se intuía en su interior—. He visto antes un pequeño salón que ahora estará vacío.

Pascal titubeó.

—¿Te importa si con tu ayuda conseguimos que dejen entrar a un amigo que viene conmigo?

—¿Un amigo? —ella esbozó una sonrisa liberadora, mientras meneaba la cabeza hacia los lados—. Has logrado desconcertarme de nuevo, chico. ¡Pues claro que sí! Pero antes —dijo, sacando de su bolso un espejo y maquillaje— debo recomponerme. No estoy acostumbrada a perder así los papeles…

Se arregló un poco, se secó los ojos. La huella de las lágrimas quedó oculta bajo rímel y polvos.

Ella volvía a resplandecer.

—Debo advertir a Patrick —avisó—. Si no, se va a preocupar. Espérame un minuto, Pascal.

Al chico le gustó cómo sonaba su nombre en labios de aquella dama. Y aguardó hasta que ella regresó.

Minutos más tarde, Dominique entraba en el restaurante acompañando a Eleanor Ramsfield y a Pascal. Los porteros uniformados le dedicaron una mirada hostil, pero no se atrevieron a interponerse.

Llegaron enseguida hasta una estancia pequeña pero acogedora, donde se sentaron a hablar sin la incómoda —y arriesgada— presencia de desconocidos. Fue Pascal quien contó toda la historia que los había conducido hasta allí, con momentos tan emocionantes que Lena se dejó llevar por las lágrimas en varias ocasiones. Como cuando el Viajero se refirió a la propia familia de Lena, los Marceaux. Sin embargo, la emoción dio paso a sentimientos mucho más duros cuando ella se enteró de la dramática situación que atravesaba su descendiente.

—Solo puede salvarle tu sangre, Lena —comunicó Pascal, sacando de su mochila el puñal de cristal y el frasco—. Necesitamos unas gotas. ¿Estás dispuesta a ayudarle?

La mujer, asombrada ante la enigmática petición, no dudó ni un instante.

—Desde luego —dijo sin titubear—. Después de tantos años de existencia vacía, para mí es una suerte que el destino me brinde la oportunidad de hacer algo realmente útil, valioso. La peor tortura, al final, es vivir sin un sentido. Sobre todo cuando ni siquiera cuentas con el consuelo de un final.

Porque la Colmena de Kronos constituía para ella un encierro a perpetuidad.

Pascal intentó imaginar lo que debía de haber supuesto para Lena Lamben asistir al lento transcurso de tantos años sin más cometido que deslizarse como una sombra de época en época. Obligada a participar en las tragedias que sus ojos contemplaban, sin más compañía que las eventuales presencias de los desgraciados protagonistas de cada momento histórico, sus ojos se hallaban exhaustos de ver sufrimiento, saturados de tristeza.

Cien años siendo testigo del dolor ajeno, sin permitirse actuar, ni prestar ayuda, ni consolar. Había tenido que ser demoledor para ella. Por eso se había vuelto fría, distante. De ahí el gesto ausente que exhibía casi sin darse cuenta.

—La única alternativa para sobrevivir a tanto padecimiento es alejarse, aunque sea con la mente. No implicarse, a pesar de que eso te hace sentir como si estuvieras traicionando tus principios —dijo ella, avergonzada, mirando al suelo.

El Viajero entendió muy bien aquella impresión, dado que él también la había experimentado en varias ocasiones.

Lena continuó con su inesperada confesión, unos sentimientos que por fin lograba compartir: «Al final te ves como la única persona de todas que, sin merecerlo, sigue viviendo. Es insoportable».

¿Vivir podía convertirse en una condena?

Tanto Pascal como Dominique comprendieron mejor el enorme valor que Lena Lambert otorgaba a la posibilidad de salvar a Jules; de ahí su aceptación inmediata. Hacer algo por su descendiente daba sentido al siglo que llevaba arrastrándose por la Colmena de Kronos.

—Y siempre sola. ¿Para qué intentar una amistad, si sabes cómo van a acabar todos los que te rodean, una y otra vez? Patrick Welsh ha sido una excepción, no he podido resistirme a su encanto personal. Yo también tengo mis momentos de debilidad; necesito fingir que, por una vez, importo a alguien y alguien me importa.

Pascal se preguntó si aquel millonario sería un condenado. Llegó a la conclusión de que lo más prudente era no saberlo.

—¿Cómo has conocido a Patrick? —preguntó Dominique.

—Me lo he encontrado esta misma mañana, nada más aterrizar en esta época, por la zona de Wall Street. Me ha debido de ver muy perdida y con unas ropas tan anticuadas (las mías de mil novecientos ocho), que se ha acercado para ver si podía ayudarme.

Los chicos recordaron que Lena, al igual que habían hecho ellos, se había desprendido de sus ropajes romanos al iniciar el viaje temporal que la conduciría a Nueva York.

—Qué amable —comentó Pascal—. Tal como están las cosas por aquí, tiene mérito que alguien todavía se fije en los demás.

Ella sonrió, melancólica.

—Es todo un caballero. Me ha dicho que yo era lo único bueno que le había sucedido en semanas; su vida se ha complicado mucho. Hemos terminado en una cafetería y después le he acompañado al Club Saint Joseph. Allí hemos estado hablando, y al terminar me ha invitado a comer aquí. Supongo que estoy incumpliendo mi propia norma de no implicarme, pero… no soy de piedra.

Por lo tanto, no se habían conocido en el club, dedujo Pascal, como Edouard le había transmitido.

—Así que es tu primer viaje al Nueva York de mil novecientos veintinueve —dijo Dominique.

Ella pareció extrañada.

—Sí, ¿por qué?

—Nos planteábamos si tú eras capaz de elegir el momento histórico en el que caer después de tanta experiencia viajando por la Colmena.

—Si me concentro mucho y maniobro en el flujo temporal, a veces lo consigo. Pero no siempre. Lo único que sí he aprendido es a detectar las salidas de las épocas. Las suelo localizar en cuanto llego a cada destino, y así, si surgen problemas, puedo escapar con rapidez.

Pascal se dio cuenta de que ella, por las circunstancias que habían rodeado su llegada al Más Allá como Viajera, no había disfrutado de la ayuda que él sí había podido aprovechar: la pitonisa, el Guardián de la Puerta… Lena Lambert ni siquiera había contado con el instrumental de Viajero que él poseía: la piedra transparente, la daga, el brazalete que hacía imperceptibles los latidos del corazón.

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