La puerta oscura. Requiem (53 page)

Read La puerta oscura. Requiem Online

Authors: David Lozano Garbala

BOOK: La puerta oscura. Requiem
3.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Marcel mantenía su cara a escasos centímetros del semblante aterrado de Bernard, que se apresuró a contestar:

—Sí, sí. Lo he entendido.

—¿Te largas o no?

Bernard captó el mensaje y, aún con la cabeza manchada de sangre, se dio la vuelta y echó a correr con toda la energía que su maltrecho estado permitía. De vez en cuando se giraba, como temiendo que Michelle hiciese uso de su arma. El gigante avanzaba entre tropiezos, y pronto desapareció en una arboleda cercana.

Solo entonces, Marcel y Michelle se miraron, para a continuación volverse hacia la furgoneta.

¿Estaba allí Jules? ¿De verdad lo habían conseguido?

Se encontraban exhaustos después de toda la tensión soportada, pero sabían que no podían detenerse.

El forense se aproximó hasta la abertura que comunicaba con el habitáculo del monovolumen. Se sacó del cuello el medallón de Guardián, lo colocó frente a aquel espacio negro y jugó con él hasta que reflejó el brillo de la luna, proyectándolo hacia el interior del vehículo.

Un gruñido se escuchó desde ese compartimento cerrado.

* * *

Cuando Edouard se hubo recuperado del tremendo esfuerzo que le había supuesto la última comunicación, Mathieu se le aproximó y le dio un beso.

—Enhorabuena —le felicitó después—. Has sido capaz de contactar con Pascal.

—Gracias. Ha habido un momento en que pensé que no lo conseguiría.

—Pero lo has hecho.

—La suerte ha sido haberle pillado en una situación que le permitía responder a mi llamada.

—No te quites mérito —insistió Mathieu, orgulloso—. La información los ayudará mucho en su búsqueda de Lena Lambert.

Edouard, complacido, no podía discutir aquella afirmación.

—Una información que tú has localizado. Ahora falta que no surjan nuevos contratiempos —se limitó a añadir con modestia.

Una vez que aquella comunicación les había permitido descartar la hipótesis de que el Viajero y su acompañante hubieran sucumbido a la catástrofe nuclear de Hiroshima, recuperaban el temor a otros obstáculos sobrevenidos.

¿Qué más podía ocurrir?

Y es que, a medida que el encuentro entre el Viajero y la bisabuela de Jules iba adquiriendo visos de realidad, perdía peso el riesgo del propio viaje y ganaban protagonismo otras incógnitas. ¿Qué sucedería? ¿Cómo reaccionaría Mrs. Ramsfield?

¿Accedería a lo que le pedían? ¿Y si, después de todo, su sangre ya no servía para salvar a Jules?

—¿Y si la sangre de la Viajera anterior ha perdido sus efectos curativos? —planteó Mathieu en voz alta, coincidiendo con las reflexiones del médium.

Edouard movió la cabeza hacia los lados.

—La verdad es que, como no hay antecedentes de algo semejante, nada se puede garantizar. No es posible saber en qué estado se encontrará la sangre de Lena Lambert después de que su cuerpo haya estado cien años moviéndose por la Colmena de Kronos.

—Pero ella sigue estando viva…

—Ese es nuestro argumento, nuestra esperanza. Su sangre continuará estando caliente. Tiene que estarlo.

—Pero durante el viaje…

—Tranquilo. Si Pascal no la contamina al verterla en el frasco de cristal que se llevó de aquí, el fluido mantendrá su pureza vital.

A pesar de ello, debían asumir que todos se habían embarcado en esa aventura sin albergar certezas de ningún tipo. Lo que no dejaba de ser un hermoso gesto hacia Jules. En medio de la soledad que debía de abrumar al joven gótico mientras se debatía entre la luz y la oscuridad, los dos chicos desearon que tuviese la entereza suficiente como para percatarse del apoyo incondicional que todos le estaban brindando.

Eso le daría fuerzas para aguantar. No estaba solo, lo único que tenía que lograr era abrir los ojos y mirar a su alrededor.

—A saber lo que ven sus pupilas —comentó Edouard, pesimista—. A lo mejor, solo presas.

—No —rechazó Mathieu—. Hemos de seguir pensando que estamos a tiempo de salvarlo. Eso es fundamental.

—Nada cambia —Edouard había pasado a adoptar un gesto ausente—. Solo el misterio rodea a la Puerta Oscura. Misterio y tinieblas.

Al menos se habían confirmado dos conjeturas esenciales: la de que Lena Lambert había sido la Viajera del siglo XX y la de su paradero, en la Colmena de Kronos.

Tanto Edouard como Mathieu fueron conscientes del importante papel que ambos estaban jugando en aquel desafío, y al menos eso sirvió para subirles el ánimo.

—La Puerta conecta la luz con la oscuridad, ¿no? —Mathieu se empeñaba en ver lo positivo.

—Tal vez no —respondió Edouard, de nuevo solemnne—. Vivos en este mundo y muertos en la Tierra de la Espera, todos buscamos la luz porque aún no la tenemos.

—¿Entonces?

—La Puerta Oscura conecta almas que, en un lado y en otro, se enfrentan al Mal mientras aguardan. Eso es todo.

Mathieu se tomó su tiempo para descifrar aquellas palabras. Decidió que Edouard estaba todavía demasiado afectado por la muerte de la vieja Daphne, y eso le hacía ver las cosas bajo un prisma tan deprimente.

—No estoy de acuerdo —concluyó por fin—. No creo que la vida en nuestro mundo sea una simple espera.

* * *

—¿Qué hora es, por favor? —preguntó Pascal, con una educación que se volvía irónica en medio de aquellas circunstancias.

—Las… las dos de la tarde —respondió el conductor.

La hora perfecta para el encuentro que buscaban. Iban a llegar a tiempo… si no surgían problemas imprevistos, algo a lo que empezaban a acostumbrarse.

El conductor sudaba. Resultaba evidente que no se había creído lo de la urgencia médica, y que precisamente aquel engaño demasiado evidente le hacía sospechar peores intenciones en los chicos, lo que para él estaba convirtiendo ese trayecto en el más largo de su vida.

Y es que en Nueva York, con la crisis, la gente parecía haberse vuelto loca. Suicidios, robos… El clima propicio para que todo fuera posible.

De eso, pensaba Dominique desde el asiento trasero, ellos no tenían ninguna culpa. Se limitaban a aprovecharse de la coyuntura, así de simple. Del ánimo inseguro de la gente.

Al cabo de unos minutos, llegaron al punto que les interesaba y el coche se detuvo con brusquedad. El hombre no podía dejar más claro cuánto ansiaba que ellos desaparecieran de su vista.

Pascal, consciente de que, con las pintas que llevaban —zapatillas, vaqueros caídos, cazadoras—, no lograrían entrar en el restaurante al que se dirigían, tomó la determinación de aprovechar el miedo del desconocido.

—¿Le puedo pedir un último favor?

El conductor se volvió hacia él, asustado.

Pascal no se cortó. Le pidió la camisa, la americana y la corbata. A cambio, sacó de su mochila una camiseta y un jersey.

—Le vendrá un poco justa esta ropa, pero…

El tipo tartamudeó al principio, pero debió de asumir que aquellas prendas que le pedían suponían un precio escaso para lo que podía suceder si se negaba. Y tampoco le habían pedido ni el reloj ni la cartera, así que accedió en silencio.

Cuando Pascal (ataviado con aquella ropa que le sobraba por todos lados) y Dominique descendieron del vehículo —la espada romana bien oculta bajo el pantalón del segundo—, el conductor no se molestó en disimular un gesto de absoluto alivio. En pocos segundos, aceleraba para alejarse antes de que aquellos muchachos tuvieran una nueva ocurrencia con un final menos feliz para él.

Los chicos, sin embargo, ya se habían olvidado del hombre. Sus miradas atentas convergían en el cartel del Lodge's, que atraía sus pupilas con un magnetismo especial.

—Y ahí está —Pascal observaba nervioso la elegante entrada al restaurante, flanqueada por dos porteros de uniforme—. ¿Crees que ya habrá llegado?

La impaciencia empezaba a carcomerle ante el inminente encuentro.

—Es probable —valoró el otro—. ¿Cómo nos organizamos?

Pascal tuvo que pensarlo.

—A ti no te dejarán entrar —dijo, analizando de pies a cabeza las ropas amplias que exhibía su amigo—. Así que tendrás que esperarme en la puerta hasta que salga.

Aquella estrategia no le gustó mucho a Dominique.

—¿Y si me necesitas ahí dentro?

En cierto modo, el chico tenía razón. Habían comprobado que entre los figurantes de aquel laberinto temporal y los verdaderos condenados se filtraban criaturas malignas siempre al acecho.

¿Quién podía asegurar, por ejemplo, que en el Lodge's no se ocultaba algún carroñero?

Ambos eran presas apetecibles.

Además, a Pascal tampoco le hacía demasiada gracia dejar a Dominique solo en la calle, pues estaba expuesto al mismo peligro que él se disponía a correr en el interior del establecimiento: la aparición de seres oscuros, con su insaciable voracidad de almas.

Separarse no era, definitivamente, una buena idea. Pero se trataba de la única que se les ocurría.

—No hay más remedio —asumió Pascal al cabo de unos minutos de infructuoso cálculo—. Si te surge cualquier dificultad, entra a saco en el restaurante y avísame. De todos modos, procuraré tardar muy poco.

Había que tardar muy poco; aquella búsqueda no perdía su naturaleza de contrarreloj. Jules continuaba en el mundo de los vivos agotando sus últimos retazos de humanidad.

Dominique había asentido. Si, llegado el caso, procuraba colarse en el Lodge's, aunque no lo lograse se armaría tal revuelo que su amigo se enteraría en seguida y podría salir a ayudarle. O eso esperaba.

—Pues adelante —animó al Viajero—. Lena es toda tuya. Suerte.

—Gracias, te la deseo también. Aunque espero que no la necesites.

Los dos habían ido caminando hasta situarse justo enfrente del Lodge's, en la otra acera. Pascal comprobó antes de alejarse de su amigo el contenido de su mochila, donde continuaba el instrumental necesario para la extracción de la sangre de Lambert.

Todo en orden. A continuación, adoptó una pose distinguida, se ajustó la ropa lo mejor que pudo y se dispuso a vencer la distancia que le separaba del restaurante, bajo la vigilante mirada de Dominique.

—Ten mucho cuidado, Pascal —le pidió este.

—Lo tendré.

El Viajero caminó hasta encontrarse con los porteros, pero cuando llegó hasta ellos no le franquearon el paso. Empezaban las dificultades.

—¿Tiene reserva? —le preguntó uno de ellos, con cara de recelo.

La juventud de Pascal no ayudaba a hacer creíble su actitud señorial, a lo que se añadía el extraño conjunto de su ropa: americana, corbata, vaqueros y zapatillas, todo aderezado con la mochila en una mano y una cierta suciedad que empezaba a hacerse patente en su rostro y sus manos.

El ritmo de viajes y aventuras iba dejando huella en el aspecto del chico.

—Me esperan dentro —improvisó, procurando esquivar aquel primer obstáculo—. Llego tarde.

—¿Con quién se ha citado? —insistió el portero más desconfiado.

—Con… Patrick Welsh —mintió—. Él y la señorita Eleanor Ramsfield me esperan.

Aquel dato sí pareció vencer las suspicacias de los conserjes, que le abrieron las puertas del restaurante. Pascal dirigió una mirada cómplice a Dominique y entró.

En el vestíbulo, una sala rectangular de aspecto muy confortable, le recibió el
maitre
. Se trataba de un tipo delgado y alto, vestido con
smoking
, que se desplazaba por las dependencias de aquel establecimiento tan erguido que daba la impresión de desfilar.

—¿Le acompaño hasta su mesa, caballero?

Eso podía ser un problema. Pascal tuvo claro que aparecer de improviso en el comedor e interrumpir la comida de Lena Lambert no era una buena idea.

—No —contestó, a punto de perder la seguridad que aparentaba—. Antes debo ir al lavabo. ¿Me indica, por favor, cuál es la mesa de Patrick Welsh? Así la encontraré después.

Dedujo que de nada le habría servido mencionar a Eleanor Ramsfield, pues todavía era una completa desconocida que acababa de llegar a Nueva York… desde muy lejos.

—Por supuesto, sígame.

El Viajero avanzó tras la rígida espalda del empleado hasta situarse en la entrada del comedor, un salón modernista que constituía la imagen misma de una prosperidad ya decadente: arañas de cristal de Bohemia colgaban de un alto techo abovedado, maderas nobles por todos los rincones, telas lujosas y abundantes copas que ya no brindaban con el brío de antaño.

Pascal observó a los comensales.

La inquietud, la incertidumbre sobre el futuro se había colado en ese espacio en forma de un venenoso halo al que nadie lograba sentirse inmune. Aquellos burgueses, insistiendo en mantener sus frívolas costumbres como si así pudieran ahuyentar al fantasma de la ruina, todavía se empeñaban en creer que la situación iba a mejorar. Pero más de uno lanzaba disimuladas miradas de melancolía, procurando retener el recuerdo de esas veladas que se terminaban para siempre.

Pascal y el
maítre
continuaban en el umbral del comedor. Desde allí, con discreción, el empleado señaló una mesa lateral ocupada por dos personas que hablaban animadamente. Después se marchó dejando solo al chico.

Resultaba evidente que el
broker
aún no era consciente de la ruina que se cernía sobre él. Con toda probabilidad, lo mismo que le ocurría a la mitad de las personas que en ese momento abarrotaban la estancia, disfrutando sin saberlo de una de sus últimas comidas exquisitas.

¿Cuántos de aquellos inversores, empresarios, especuladores… se quitarían la vida esa misma semana, incapaces de asumir su nueva condición de «pobres»?

Al menos, todavía ignoraban que la quiebra había sellado su destino. Pascal apostó a que la misteriosa acompañante de Mr. Welsh sí estaba, por el contrario, al corriente de lo que sucedía más allá de los umbrales del restaurante.

Aunque tampoco era seguro, pues el crac del veintinueve era posterior a su propia época.

El sabroso olor que despedían los platos sobre las bandejas de los camareros despertó en Pascal un apetito que se había mantenido dormido por la sucesión imparable de acontecimientos. ¿Cuándo se había alimentado por última vez?

¿Y cuándo había dormido? El frenesí de la ruta que seguían empezaba a pasarle factura. Pero aguantó. Ya habría tiempo de descansar.

Ahora lo prioritario era contactar con Lena Lambert.

Pascal contuvo la emoción al identificarla en la silueta elegante que hablaba con el millonario. Ella estaba de espaldas —el cabello rubio recogido con una resplandeciente diadema—, pero reconoció los pendientes de plata. Sus gestos durante la conversación se adivinaban tan delicados que parecía una aristócrata.

Other books

The Blue Girl by Laurie Foos
A Gentleman and a Cowboy by Randi Alexander
Pilcrow by Adam Mars-Jones
A Kiss of Revenge (Entangled Ignite) by Damschroder, Natalie
A Love Undone by Cindy Woodsmall
Rodmoor by John Cowper Powys
The Traitor's Story by Kevin Wignall
When We Danced on Water by Evan Fallenberg
Married to a Balla by D., Jackie
No Alarms by Beckett, Bernard