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Authors: Magda Szabó

La puerta (18 page)

BOOK: La puerta
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Finalmente, pese al terrible calor del día veraniego, tuvo la amabilidad de ofrecerse para acompañarnos a visitar las tumbas. Sus padres y el abuelo yacían en el cementerio del pueblo, y los familiares de su prima en el de Nádori, ya clausurado. Al hablar de los padres de Emerenc bajó la voz, como si compartiese con el abuelo el remordimiento por su actitud vergonzosa al oponerse a que su hija se casara con un Szeredás. Una hostilidad, por cierto, que no tenía justificación alguna, ya que el carpintero siempre se había ganado bien la vida, y en la inefable tragedia que sobrevino nadie había tenido la culpa: ningún milagro habría podido resucitar a su hija ni a los gemelos. Tras aquella muerte múltiple, dispuso que tanto la hija como los dos nietos fueran sepultados en el cementerio de Nádori, junto al cuerpo del desgraciado carpintero Szeredás, cuyas víctimas, según él, habían sido su propia mujer y sus hijos; al menos eso era lo que la gente rumoreaba, aunque yo, siendo una niña en aquellos tiempos, poco criterio podía tener, concluyó la mujer. Suele decirse que, cuando se envía lejos a los muertos, es porque se sufre menos con la distancia. Por lo que respecta al segundo marido, el que cayó en el frente de Galitzia —también se lo habrá contado Emerenc, supongo—, al parecer ni siquiera tiene tumba propia: seguramente arrojaron su cuerpo a una fosa común. La mujer me pidió que transmitiera a su prima de Budapest que, si albergaba la intención de encontrar algún resto de sus muertos, convendría que se diera prisa: desde hacía un año, a causa de la unificación administrativa de ambas comarcas, las autoridades preparaban un saneamiento exhaustivo de los terrenos del antiguo cementerio en desuso. Además, me dijo que tampoco conocía la ubicación de las tumbas de los Szeredás, puesto que desde su ya lejana infancia no había ido a visitarlos. No obstante, si nos interesaba, podía enseñarnos dónde yacían los Divék y los Kopró; ella era una Divék, pero se había casado con un Kopró. Como íbamos bien de tiempo, nos acercamos, y así pude ver su sepulcro familiar. Era un obelisco tallado en granito con buen gusto, que ostentaba los símbolos tradicionales del culto funerario: sobre los nombres de los finados, podían verse las aguas y los sauces de Babilonia, con arpas que colgaban de sus ramas. De vuelta en su casa, y tras rebuscar un rato en los armarios, la mujer nos despidió con unos obsequios. Se trataba de dos fotografías: una de la madre de Emerenc, que, con su vestido de novia, me pareció realmente una mujer muy bella; mayor asombro me causó la otra, una fotografía muy vieja y resquebrajada, con los bordes dentados según los usos de la época, que mostraba a la propia Emerenc con un bebé en brazos. Debido a la mala exposición de la placa, solo se veía con nitidez a la niña. Ya en aquella foto se podía ver a la madre con la cabeza cubierta por su habitual pañuelo, y vestida de un modo poco acorde a su personalidad: llevaba un vestido algo llamativo que no le sentaba nada bien, seguramente herencia de alguna de sus patronas. Al contemplarla así y valorar los cambios que se habían producido en ella desde los días de aquella instantánea de juventud, tuve la impresión de que el único cambio radical en aquella mujer había sido la expresión de sus ojos: la mirada fresca y entrañable se había convertido en otra, amargada y sar— cástica. Al despedirnos, la mujer nos prometió que todos los miembros de las familias Divék y Kopró acudirían encantados a mi charla de esa tarde en la biblioteca. Yo era consciente de que lo harían solo por corresponder a mi visita; de no ser así, jamás se les hubiese ocurrido asistir a un acto de ese tipo. Lo mismo debió de sucederles al resto de los supuestos contertulianos: el escaso público que se había animado a venir aguantó con heroísmo el calor insoportable, aunque sin mostrar la menor señal de interés por lo que podía contarles. Mientras hablaba sobre mis temas preferidos, siempre los mismos, mil veces rumiados y repetidos en este tipo de coloquios, mi mente se hallaba realmente en otro lugar: ¿qué habría sido de aquel bebé que aparecía en la foto en brazos de la joven Emerenc?

Una vez cumplidos todos mis compromisos, y antes de emprender el viaje de regreso, no olvidé pedirle a la bibliotecaria que me acompañara un momento a la estación de trenes. Ante los ojos visiblemente sorprendidos de la pobre mujer, aunque lo disimulara bien, procedí a recorrer la superficie del andén de mercancías para calcular su extensión, un muelle de grandes bloques de cemento idéntico a cualquier otro, muy alto y bastante descuidado. Camino ya de Budapest, pedí al conductor que detuviera el coche en Nádori ante la casa natal de Emerenc, a la cual, como pude saber, la gente seguía llamando la casa Szeredás. Comenzaba a atardecer: era una de esas puestas de sol de verano increíbles, en las que la esfera luminosa, en vez de menguar paulatinamente y ocultarse poco.1 poco bajo la línea del horizonte, parecía esfumarse de repente, dejando tras de sí una orgía de azules, violetas y rojos anaranjados. Aún había bastante luz para ver bien la casa, el escenario de la infancia de Emerenc. Pude constatar que la realidad se correspondía con precisión a lo que ella me había descrito; todo, hasta el último detalle técnico, desde la altura de la fachada y las paredes laterales hasta la extensión total de la planta y la proporción entre cada elemento. Parecía que incluso las medidas exactas pervivían nítidas en la memoria de su antigua habitante. Me convencí de que no había añadido ni quitado nada: a Emerenc le bastaba con la belleza auténtica de esa casa tal y como su padre la había ideado; no era una mujer de hacer castillos en el aire. El edificio, a todas luces, se había erigido con una pasión distinta al simple celo profesional de un arquitecto; en su hogar, József Szeredás había logrado plasmar con materiales imperecederos un amor eterno, el suyo. El antiguo taller de carpintería, custodiado por unos feroces mastines para impedir el paso, continuaba siendo utilizado con su finalidad original por la cooperativa, su actual usufructuario, pero equipado con una modernísima sierra eléctrica. El pequeño jardín seguía allí; paseé la mirada por el bancal de flores, los rosales que habían crecido hasta convertirse casi en árboles, el hermoso arce que se alzaba lozano junto al anciano plátano, y la enorme copa del nogal, que se había extendido ampliamente en esos años y de cuyas ramas colgaba un columpio en el que jugaban unos niños. En el espacio que ocupara el rastrojal, había ahora una plantación de maíz con sus tallos espigados en formación militar y sus frutos henchidos que prometían una buena cosecha. No pude dejar de pensar: ¿cómo podía permanecer mudo y sin memoria ese trozo de tierra, donde se habían enterrado tantas ilusiones y sueños y se había derramado un manantial de sangre? ¿Cómo podía seguir dando frutos cada primavera? ¿Será que el sufrimiento humano es su abono y es lo que la hace fértil? Cuando me vio bajar del coche, el jefe del taller, un hombre joven, se acercó para preguntarme si había venido a comprar uno de los cachorros que tenía en venta. Le expliqué que no, que ya tenía perro, que había venido a conocer el edificio en el que había vivido tiempo atrás una vecina de mi barrio. Al saber que no iba a comprar nada, perdió todo interés. Por un instante dudé si pedirle que me dejara cortar un rosa para llevársela a Emerenc, pero luego pensé que era mejor no llevarle ningún recuerdo, básicamente porque no sabía cómo podría reaccionar. A pesar de llevar tanto tiempo juntas, aún no conocía los parámetros con que medía la importancia de los acontecimientos de su pasado. ¿Cómo podía saberlo? Ni siquiera me había mencionado que tenía una hija, de la que, además, nadie sabía si vivía o no. Me conformaba con haber conocido al menos un escenario, concreto, palpable e incuestionable, de su vida. Tan intrigada me sentía que allí mismo, en «el lugar de los hechos», intenté reconstruir las posibles coordenadas de su existencia; no fui capaz de lograrlo ni aun enfrentándome cara a cara con su realidad histórica. En aquel crepúsculo de un azul desleído, con leves fulgores solares, solo pude llegar a una conclusión cierta: Emerenc se había marchado de allí y con ello se había desvinculado definitivamente de sus raíces; y en Budapest, aunque la gran urbe la hubiera acogido bien, ella se proscribió en un cuartucho herméticamente cerrado y se negó a integrarse. Era en esa habitación donde escondía los verdaderos componentes de su identidad, y hasta que ella no estuviera dispuesta a abrir su puerta, por propia voluntad y rompiendo los siete sellos del secreto, no sabríamos quién era. Pero Emerenc no tenía la menor intención de hacerlo. Subí al coche sin coger siquiera una hoja del jardín de recuerdo, y reemprendimos la marcha.

Sabía que ella no me esperaría en casa: era demasiado orgullosa. Antes de delatar su curiosidad y preguntarme qué había quedado de los escenarios de su infancia, preferiría a buen seguro quedarse sin saberlo. Al llegar a casa, entré un momento para saludar a mi marido. Me contó que la vieja les había preparado el almuerzo con igual esmero que si fuera un día de fiesta: estaba delicioso y habían disfrutado mucho los dos, tanto Viola como él, en sus respectivos platos. Después fui a ver a Emerenc. En cuanto llegué a la puerta del patio, Viola salió corriendo a mi encuentro. Ella estaba tomando el fresco sentada en el banco que había delante de la casa, el mismo en que los vecinos amontonaban la ropa sucia para la colada. Al verme llegar no se levantó, pero yo ya maquinaba con malicia en qué momento de mi relato lanzaría, como una bomba, alguna de aquellas anécdotas de su «prehistoria» que, pese a su gran celo por ocultarlas, sus parientes me habían contado sin saberlo. Le expliqué primero la conversación con el relojero; pasé después al tema de su prima y de lo bien que vivía en su confortable casa; a continuación abordé el asunto de su abuelo, su carácter intransigente y lo extraño que me parecía que hubiese podido castigar a sus muertos, que, pobrecillos, ya habían sufrido bastante en vida. No me parecía una actuación coherente por su parte, incluso contraria a toda tradición, haber descuidado tanto las tumbas de su hija y sus nietos. Emerenc me escuchaba con la mirada perdida en la oscuridad del jardín, envuelta en la sombra de un secretismo impenetrable. De repente, me embargó una terrible sensación de vergüenza; empecé a verme a mí misma como una intrusa detestable en sus dominios más íntimos. ¿Con qué derecho me pongo a hurgar en sus asuntos privados y espero, además, que me haga confesiones? Si en tantos años no había dejado que me acercara a su persona ni un milímetro más de lo necesario, ¿por qué creía entonces que iba a contarme su condición de madre soltera, origen probable de tantas dificultades, amarguras y humillaciones en su vida? ¡Cuánto habría sufrido la pobre…! Y por si fuera poco, para seguirla mortificando llego yo y, de forma sádica, meto el dedo en la llaga de un asunto tan espinoso… ¡Qué perversidad…! ¿Cómo podía pensar yo que, a esas alturas, iba a admitir alegremente algo que por aquel entonces ella misma consideraría como el mayor de los pecados?

Emerenc volvió su mirada hacia mí y ya no la apartó, mientras no paraba de acariciar la cabeza de Viola, que estaba a sus pies con el hocico sobre su rodilla. Se me ocurrió la idea absurda de que el perro conocía la existencia de la hija de esa mujer y que todos los secretos que tanto me intrigaban… ¡a él se los había contado!

—En cierta ocasión —empezó en un tono normal—, le dije que ya había logrado ahorrar suficiente dinero para erigir mi tumba, pero que había decidido no hacerlo antes de mi propia muerte. Entonces pensaba que le encargaría todo el asunto al hijo de mi hermano Józsi. No, no siento odio hacia mi abuelo. Eso sí, era un hombre de mal carácter, inflexible y celoso; fíjese, nunca le perdonó a mi padre que le robara a su hija; a mí tampoco me quería. Todo eso ya no importa, ya no se lo echo en cara. Pero el tema de los muertos es un asunto más grave: a un difunto no se le puede negar lo que le corresponde por derecho propio; con la muerte no se juega, ella impone sus propias leyes. Yo me encargaré de traerlos a todos y juntarlos en esa cripta que, ya verá, será la más hermosa de toda la capital. Por cierto, alguno de sus amigos, un arquitecto o un escultor, podría ayudarme a diseñarla, ¿no cree? Solo tendría que limitarse a dibujar exactamente lo que yo le diga; en mi cabeza ya está todo planificado. Las cosas no deberían haber llegado hasta el punto de dejar que las tumbas se estropearan; mi abuelo tampoco se hubiese atrevido en un pueblo como Csabadul, donde la gente vive pendiente de lo que haces o dejas de hacer. Sin embargo, su voluntad de vengarse de mí fue superior a todo. Cuando me presenté en su casa con la niña, el viejo pensó que no podría haber caído sobre la familia mayor vergüenza que aquella. Y, más listo y más malo que el propio diablo, planeó su doble venganza: enfadado como estaba con su familia, y sabiendo lo que significaba para mí, la humilló y la remató dejando que sus sepulcros se pudrieran en el abandono… así mataba dos pájaros de un tiro. Y como yo vivía ya en Budapest, tampoco pude hacerme cargo de ellos.

Dado que ella, a Dios gracias, sacó a colación el tema de la niña, pensé que era el momento adecuado para mostrarle las fotografías. Se quedó observándolas durante largo rato, muy tranquila y sin inmutarse; fue algo que me sorprendió muchísimo. No sabía si en su ciudad prohibida conservaría algún retrato o un álbum. Había esperado una reacción diferente: un tanto turbada, o al menos algo enternecida; en fin, cualquier señal de alteración emocional, aunque se manifestara con un leve rubor en su cara. Pero su extrañísima actitud no tenía nada que ver con la de una madre, y mucho menos con la de una conmocionada hasta el fondo de su alma: recordaba más bien la de un general celebrando una de sus muchas victorias.

—Aquí tiene a Évike —me dijo—. A ella es a quien me quedé esperando el otro día. Es la que vive en América, la misma que me envía el dinero. También suele mandarme paquetes, que luego regalo a la gente. Esas boberías de maquillaje que le traigo a veces, ya sabe, los polvos y las pinturas vienen de ahí. Sí, es un buen retrato, muestra perfectamente cómo era cuando la traje de vuelta de Csabadul a Budapest. Pero nada… Ya no me interesa, ni en foto ni con patatas. La desgraciada… Le pedí que viniera a verme y no me hizo caso, no vino sabiendo muy bien que, cuando la llamo, está en la obligación de acudir enseguida y sin pretextos de ningún tipo, aunque se caiga el cielo. ¿Sabe por qué? Porque ella vive gracias a mí. Si yo no la hubiese salvado, la habrían matado, habrían golpeado su cuerpecito contra la pared hasta romperle el cráneo, o la habrían ahogado en una cámara de gas, da igual… fuera cual fuese la manera, estaría ya mil veces muerta.

BOOK: La puerta
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