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Authors: Magda Szabó

La puerta (16 page)

BOOK: La puerta
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Casi no sabía leer; escribir, a duras penas; y aunque de las operaciones matemáticas básicas solo conocía la suma y la resta, su memoria funcionaba con la eficiencia de un ordenador. Cualquier información de la radio o la televisión que llegara a sus oídos a través de una ventana abierta, fuera cual fuese su contenido, la justificaba o la rebatía según estuviera o no de acuerdo. En muchas ocasiones no tenía la más mínima idea de dónde procedía la noticia, pero podía recitarme su contenido y los nombres exactos de los miembros del gobierno de cualquier país con una pronunciación perfecta; también con los húngaros, y siempre insertando sus típicos comentarios. «Dicen que quieren la paz. ¿Usted lo cree? Yo no, no sería lógico, porque entonces, ¿quién les compraría las armas, y qué argumentos tendrían para colgar y robar a la gente? Y, por otro lado, ¿por qué habrían de creer que la paz mundial va a conseguirse de repente, justo ahora, si nunca ha existido?» Las funcionarías del movimiento feminista, tras innumerables intentos frustrados de sacarla de su indiferencia hostil para llevarla a las asambleas, terminaron por rendirse, desesperadas. El encargado político del barrio, así como el delegado del consejo municipal, llegaron a considerarla y temerla como si se tratara de un desastre natural; el sacerdote era de la misma opinión. Emerenc encarnaba al nuevo Mefisto: lo negaba todo. En una oportunidad le expliqué que, en mi opinión, tenía unas dotes intelectuales que superaban con creces a las de cualquier miembro de la Academia de Ciencias, y que si no hubiera rechazado las oportunidades que la buena suerte habían puesto en su camino, habría podido convertirse en la primera mujer del país con un cargo de embajadora o de ministra; a lo cual me respondió: «De acuerdo… pero esas ¿qué hacen? Ni idea. Lo único a lo que aspiro —prosiguió en su tono de vieja decrépita apropiado para la ocasión— es poder levantar esa bonita cripta de la que le hablé, que me dejen en paz y no me den lecciones, ni usted ni nadie… Sé más de la vida de lo que usted pueda imaginar… Si tan rico le parece su país y tan lleno de posibilidades, cómaselo usted con patatas. Pero a mí, particularmente, me interesa más bien poco, entérese ya de una vez por todas: yo ya no quiero nada ni necesito a nadie».

En efecto, ella no aceptaba este país. No quería engrosar las filas de los que mandan barrer a los demás. No se daba cuenta de que, aunque no hiciese ni participase de forma específica en nada, con su actitud de cerrazón mental drástica y absoluta, seguía siendo uno de los actores que contribuían a moldear la realidad política. Yo suponía que durante la era Horthy debía de haber actuado de la misma forma, y de hecho el hijo de Józsi y algunos de sus antiguos amos me contaron luego que Emerenc había estado detenida varios días por haber proferido palabras subversivas. Emerenc tenía eso: de todas las épocas históricas que le tocó vivir siempre veía el lado negativo, para ella todo era un drama. Pasara lo que pasase en el mundo, en cuanto llegaba a sus oídos, ella se permitía emitir sus juicios de valor con una pasión tan siniestra que cuantos la escuchaban huían de su lado. Por ejemplo, cuando se retransmitió por primera vez el viaje espacial de Gagarin, o cuando pudimos escuchar los latidos del corazón de Laika, ella se indignó por la tortura del animal, y acto seguido, para consolarse un poco, decidió que todo era pura mentira, que lo imitaban con el tictac de un reloj y que ningún perro que estuviera en sus cabales dejaría que lo llevaran hasta el cielo para pasearse allí como un tonto metido dentro de un artefacto redondo. Sobre Gagarin vaticinó que le duraría poco la gloria y que pronto recibiría su justo castigo de Dios: cuando se le pide algo bueno no nos escucha, pero todo aquello que los humanos tememos, eso sí nos lo termina dando siempre. Y si ella misma podía desquitarse del vecino cuando este se atrevía a pisar su precioso bancal de flores, lógicamente quien tuviera la osadía de penetrar en los dominios de Dios también sería castigado. No se pusieron los planetas en el firmamento para que cualquiera se dé vueltas entre ellos como si tal cosa y cuando le dé la gana. El día de la muerte de Gagarin, que causó gran conmoción en el mundo entero, se la podía ver en su antesala fanfarroneándose con gestos ampulosos: que eso había sucedido porque Dios no podía permitirle a nadie que se entrometiese en sus asuntos, y que ya nos lo había dicho en su momento, así que no nos lamentáramos tanto: nos lo había advertido. No lo dijo con esas palabras, pero el sentido era el mismo. La pobre Adélka, aunque por su limitación mental crónica no comprendiera la magnitud del suceso, huyó despavorida, horrorizada. Creo que Emerenc fue la única persona en la Tierra que no sintió lástima por aquel hombre joven consumido en las llamas de los astros. Tampoco se conmiseró con las muertes de Kennedy ni de Martin Luther King: sostenía que en América, aunque fuera otro continente distinto al nuestro, la sociedad también estaba dividida en dos: los que barrían y los que ordenaban barrer, y que Kennedy pertenecía a estos últimos; y el otro, el negro ese que, en vez de trabajar de payaso de circo como correspondería, estaba siempre de viaje, era aún peor, porque tenía a su disposición incluso a más gente a la que hacer barrer. Pero sobre todo porque, ya se sabe, un día todos acudiremos a nuestra cita con la muerte, y prometía que, en cuanto tuviera un minuto libre, dejaría escapar unas lágrimas por aquellos pobres. Mucho tiempo después, durante mis visitas a la tumba de Emerenc, coincidí alguna vez con el hijo de Józsi. Nos gustaba recordarla juntos. Al comentar sus creencias políticas, su gran cerrazón y negatividad frente a los cambios, el joven solía decir, abriendo los brazos para expresar su impotencia, que, en su opinión, a su tía la paz le había llegado tarde, cuando ya era muy mayor y sus posturas estaban demasiado anquilosadas para poder reciclarse. No era el caso de su padre, que vivía contento y a favor de los progresos sociales porque, comparando su vida actual con la de aquellos años de privaciones, valoraba perfectamente y bajo una óptica realista la magnitud de los logros del régimen, el mismo contra el que su hermana lanzó rabiosos ataques hasta sus últimos días. Yo había notado que esa resistencia tan extraña de Emerenc no iba dirigida a nadie en concreto. Podría ser tanto hacia Francisco José como hacia cualquier otra figura histórica que en algún momento hubiera contribuido a forjar el destino de este país para bien o para mal, le daba igual. Yo sospechaba que la explicación de todo aquello radicaba en la persona del hijo del abogado; sin embargo, no dije nada durante la conversación que mantuve más tarde con el teniente coronel y en la que él, sintetizando la opinión de todos nosotros, llegó a la conclusión de que lo que realmente odiaba Emerenc era la idea del poder, y con ella, a cualquiera que lo ejerciera. De haber existido un político capaz de resolver los conflictos de los cinco continentes, habría seguido mirándolo mal por la simple razón de haber triunfado. En su particular esquema mental, personajes tan dispares como Dios, un notario, un miembro del partido, un rey, un verdugo o el secretario general de la ONU entraban en el mismo saco. Por otro lado, su sentido de la solidaridad resultaba también universal: cuando le daba por ejercer la misericordia la extendía a todos sin excepción, incluidos los pecadores. La propia Emerenc me había contado, con ciertas reservas, algún que otro episodio de su azaroso pasado; no era nada conveniente que los demás se enteraran de todas sus hazañas. De que había escondido a gente durante la guerra, me enteré de la siguiente forma: un día estaba sentada tranquilamente ante mi máquina de escribir mientras ella usaba un trapo mojado para quitar los pelos del perro de la alfombra, cuando, en un arranque inesperado, empezó a hablar:

—… Ay, Dios, ahora me acuerdo de cuando escondí por lástima a aquel alemán, pobre hombre, ¡cómo tenía la pierna!, bueno, lo que quedaba de ella después de recibir un tiro; si no lo recogía yo, lo habrían rematado. Bueno, más tarde metí a otro, a un ruso, los dos juntitos, en ese mismo rincón del sótano, que hasta hoy, por cierto, nadie sabe que existe, solo yo. ¡Cuidado! Si se le ocurre a usted ir contando por ahí lo que acaba de oír, lo negaré todo… Cuando ocupé mi vivienda en la finca, el único que vivía en ella era aquel hombre cojo, el señor Szloka, al que más tarde, ¡cómo son las cosas!, me tocó a mí enterrar. Los antiguos propietarios ya habían huido a Suiza, y de los que vendrían más tarde a vivir en la villa aún no había nadie. Lo primero que hice fue inspeccionarla, del techo al sótano, hasta que descubrí un rincón ideal para hacer un refugio. Estaba al fondo; era una pequeña alcoba separada por una puerta pero sin ventanas. Amontoné trozos de madera e hice una especie de muro como pude, pero que servía bien como tapadera. A partir de entonces, cada vez que tuve que esconder a alguien lo hice en este cuartucho. Imagínese la cara que puso el alemán cuando aparecí con el ruso que, creo, tenía una herida de bala en el pulmón… bueno, lo digo porque echaba espuma de sangre por la boca. Había que ver a esos dos malviviendo en mi sótano, pero, fíjese, se llevaban de lo más bien, hasta charlaban sin saber siquiera lo que el otro decía… Terminaron encariñándose el uno con el otro; si no hubiesen muerto, quizá hoy serían buenos amigos. Para acabar el cuento, una noche saqué los dos cadáveres a la calle y, por la mañana, la gente se quedó de lo más sorprendida: los dos enemigos yacían juntos en una postura de lo más pacífica. Durante una breve temporada también al señor Brodarics le tocó hospedarse en mi refugio. Un día se presentaron los detectives de Rákosi buscándolo y diciendo que era un agente secreto. ¿Cómo iba a creer yo tamaña tontería? Si ese hombre trabajaba humildemente, con casco y todo, en una planta petrolera y llegaba a su casa muy sucio, con las manos tan llenas de grasa que no había manera de quitársela de un día para otro. ¿Es así como actúan los espías? ¡Qué gracioso! Que fueran a contárselo a su abuela, pero a mí no me lo iban a hacer tragar. Quien dijera eso de él sí que era un espía. Y, evidentemente, no lo delaté. ¿Que colaborara yo para que se lo llevaran, dejando desamparada a su pobre esposa…? Esa hacendosa mujer que no paraba de trabajar limpiando su casita, y él mismo, ¡tan buena persona…! A mí me apreciaba mucho. Cuántas horas nos pasaríamos juntos delante de la estufa de carbón, mientras me enseñaba cómo alimentarla para economizar combustible y me explicaba el origen del fuego, porque, ¿sabe?, todo tiene su secreto, también el fuego y las brasas. Así las cosas, vinieron los hombres de Rákosi, les abrí la puerta, les dije que podían buscarlo si querían, pero que esa misma mañana se lo habían llevado otros y que, si aun así lo encontraban, que me avisaran porque todavía me debía los potes de mermeladas que le había preparado para el invierno. Y así fue como el señor Brodarics logró sobrevivir a los malos tiempos en mi refugio. La guarida estuvo vacía una temporada, y el siguiente ocupante llegó en el cincuenta y seis. Era un agente de la seguridad del Estado, que había sido herido y nada más llegar a mi patio cayó desplomado. Lo recogí porque ya lo conocía de antes, era un buen muchacho; en una ocasión, cuando tenía roto el brazo, me ayudó a recoger la ropa del tendedero. El que escondí más tarde me inspiraba menos confianza, pero como vino con aquellos fríos, tan malherido, como si fuera un perro, ¿qué otra cosa podía hacer? No iba a dejarlo morir así.

La escuché sin hacer comentarios. Santa Emerenc de Csabadul, salvadora incondicional hasta la locura de cuantos perseguidos se cruzaran en su camino, cualesquiera que fueran su condición o su bandera: los Grossmann o sus perseguidores, tanto daba. Las únicas insignias que aceptaba eran el casco del señor Brodarics o un tendedero de ropa. Era absurda tanta inconsciencia. ¿Acaso no sabía nada de lo que estaba pasando en este país? ¿Cómo era posible, en situaciones así, no tomar partido y meter en el mismo saco extremos tan opuestos entre sí? Sí, tenía una mente brillante, pero por desgracia totalmente ofuscada por las brumas y la confusión. Semejante potencial intelectual desaprovechado, tanta buena voluntad para nada, todo lo que esa mujer habría podido llegar a ser… ¡Qué desperdicio!

—Dígame, Emerenc —le pregunté en una ocasión—, ¿usted se dedicaba solo a salvar a la gente, o también delató a alguien?

Me miró con odio. ¿Por quién la tomaba? No habría denunciado ni al barbero, ese falso que mentía incluso dormido y que la había engañado y robado. Aun así, cuando la abandonó llevándose todo, lo dejó escapar con el botín. El sabría por qué lo había hecho. Eso sí, en adelante estaría muy, pero muy alerta, y cualquier hombre que pudiera presentarse en su vida le parecía la encarnación del barbero. Había decidido no compartir jamás con nadie los pocos bienes que durante su larga vida pudo reunir… ¡y mucho menos su dinero! En sus proyectos de futuro no estaban ni el barbero, ni Kennedy, ni ningún perro: allí solo cabía ella y, si acaso, los pocos muertos que dejara entrar. Nadie más. Dicho eso, interrumpió su trabajo y se fue a toda prisa a la farmacia para buscar una receta de un vecino del barrio que estaba enfermo. Al marcharse, me preguntó si quería algo. Mientras se alejaba, me quedé mirando su figura y meditando: siendo como éramos tan diferentes, seguía sin entender por qué me quería tanto. Como escritora joven y lectora asidua que era en esa época, conocía bien la literatura griega. Sus temas principales, los afectos, la pasión y la muerte, transitan por sus páginas con las manos entrelazadas y, llegado el momento, amenazan con la misma hacha asesina. Debido a mi falta de experiencia, y desprovista aún de la capacidad necesaria para el análisis de la naturaleza, imprevisible, indomable y en ocasiones brutal, de los sentimientos humanos, no podía entender la dimensión irracional de la pasión de esa mujer.

Nádori-Csabaul

Otra de las cosas de las que Emerenc casi nunca hablaba era de su tierra natal, no muy lejos por cierto de donde yo nací. Yo siempre estaba renegando de la contaminación del aire y del agua en la ciudad, pero al llegar la primavera, cuando con las calles aún cubiertas por montones de nieve emanaban de la tierra los vapores del deshielo, comenzaba a añorar los campos de mi terruño. Cuando se lo comentaba a Emerenc ella callaba, y aunque no se hacía eco de mi nostalgia yo sabía que también disfrutaba con las primeras fragancias de la primavera, con esa tímida luz que se filtraba como un velo de seda a través de las ramas anunciando con su tenue verdor el inminente brote de las hojas. Eso me traía siempre el recuerdo del inicio de las labores del campo en mi comarca —que también era la suya—, y me hacía evocar una y otra vez la figura de dos crías brincando y jugando felices en una gota de aquella luz que nacía fulgurante cada primavera, y que en mi memoria se descomponía en los mil colores del arco iris; la niña que fui y la que ella fue. Una tarde de finales de febrero recibí una invitación para dar una charla en la Biblioteca de la Casa de Cultura Municipal de Csabadul. Fui corriendo a casa de Emerenc para preguntarle si le apetecería acompañarme. Mientras yo cumplía con mi compromiso, ella podría visitar a sus parientes o ir al cementerio. No me contestó, lo que me hizo pensar que no le interesaba en absoluto. De todas formas, acepté la invitación y se acordó la fecha: sería dentro de ocho semanas. Al cabo de un mes, Emerenc sacó el tema del viaje: quería saber si lo haríamos en un día, saliendo temprano y regresando tarde, o si tendríamos que pasar allí la noche. Porque si iba y volvía en el mismo día, no descartaba la posibilidad de acompañarme. Sutu se había ofrecido a barrer la calle y Adélka a sacar los contenedores de basura, de modo que si aceptaba llevarla conmigo —con la emoción, su rostro siempre pálido había adquirido algo de color—, estaría encantada de ir. Me pidió que, por favor, no dijera a nadie en Csabadul que ella era mi empleada. Su petición me dolió: ¿cuándo se la había tratado en casa como a una simple señora de la limpieza? Pues claro que no: la presentaría como una familiar lejana de mi marido. Resultaba difícil hacerla pasar como parte de mi familia; en el pueblo me conocían todos y sus propios allegados podrían sospechar que había gato encerrado; en cambio, un parentesco político con un desconocido de Budapest, propiciaba una versión más creíble. Me lanzó una mirada ambigua que nunca le había visto: entre la ironía y la aceptación.

BOOK: La puerta
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