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Authors: Magda Szabó

La puerta (19 page)

BOOK: La puerta
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Me devolvió la foto con un gesto exagerado, como de rechazo.

—No crea que ha sido fácil. —Noté que le costaba muchísimo hablar del tema—. Antes de que pasara aquello, todo el mundo me admiraba. Era como un modelo ejemplar para todos. Se conocía a Emerenc Szeredás como una mujer que sabía valerse por sí misma trabajando honestamente, y también se había demostrado que, pasara lo que pasase, y pasé desgracias, se lo aseguro, siempre había sabido salir airosa. La verdad es que yo no había tenido mucha suerte en el amor; los hombres que había amado me habían dado muchos disgustos, pero, eso sí, también supe aprender de los fracasos. Ya sabe cómo murió mi primera pareja, el panadero, y también de ese otro novio que me quitó cuanto tenía… no solo mis ahorros, sino todos los bienes materiales que había reunido con tanto sacrificio a lo largo de mi vida. Pues después de todo lo que he pasado, aquí me tiene usted sana y salva. Cualquier otra habría terminado envenenándose o pegada a la barra de un bar día y noche ahogando sus penas en alcohol. Yo no… ni me he quitado la vida, ni tampoco se me ha ocurrido darme a la bebida. Todo lo contrario, las derrotas me fueron armando de fuerzas y, en vez de hundirme, como si nada de aquello hubiese tenido relación conmigo, volví a renacer como el ave fénix. Y desde entonces ningún hombre en el mundo ha podido acercarse más a Emerenc Szeredás con el pretexto de enamorarla. ¿Para qué? ¿Para terminar una vez más defraudada: engañada o robada? Nunca más me casé ni tuve pretendiente, ni siquiera me volvió a tocar un hombre. Con todo lo que le cuento, ¿puede imaginarse lo que fue llegar a mi pueblo natal con un bebé en mis brazos diciendo que era mi hija y que quería dejarla allí con ellos hasta que terminara la guerra, porque yo en Budapest no tenía tiempo para atenderla? No les di muchas explicaciones sobre mi supuesto desliz cuyo fruto, por desgracia, había sido una criatura; pero de todas formas, si había venido al mundo ahí estaba, y alguien tendría que encargarse de ella. En la capital, con la dura situación del asedio, era imposible hacerlo, mientras que en el campo la gente siempre se las ha arreglado mejor; al menos respiran aire limpio y aun en esos tiempos la tierra es generosa y da algo para comer.

Los matorrales susurraban. Viola se había quedado dormido con la cabeza apoyada en los zapatos de Emerenc.

—¿Se acuerda usted de las leyes antijudías? A consecuencia de ellas, los abuelos Grossmann decidieron quitarse la vida, eso hicieron, con cianuro, ¿sabe? Los jóvenes encontraron a alguien que, por una suma de dinero, les ayudaría a escaparse; pero como la frontera estaba en una zona montañosa, y para pasarla tenían que ir arrastrándose por el suelo para no ser vistos, en una fuga así no podían llevarse a su bebé. La señora Grossmann sabía lo que yo significaba para su hija: resulta que la pequeña Eva era una niña muy asustadiza, rompía a llorar con cualquier persona que quisiera acercarse a ella, y entonces la única que podía consolarla era yo; incluso era capaz de dejar los brazos de su madre para venir conmigo. Por fin se resolvió que la niña se quedara conmigo, yo me haría cargo. No todos los alemanes eran malos: esa misma mansión, por ejemplo, pertenecía a un industrial germano. El hombre se prestó para ayudar a los Grossmann y los puso en contacto con alguien que se dedicaba a pasar gente por la frontera. Fue aquel industrial, por cierto, quien me contrató como portera para cuidar de su casa cuando regresó a su país. Trazamos el plan: después de instalarme en la mansión, los jóvenes Grossmann partirían hacia la frontera y yo me llevaría a la pequeña a mi pueblo: había que hacer creer que sus padres se la habían llevado con ellos. No quiera saber la que me cayó encima cuando llegué a casa de mi abuelo: en mi vida me había llevado una paliza tan brutal como la que el viejo me propinó, llegué a pensar que no podría volver a levantarme jamás del suelo. Le dije que aunque me matara a golpes y patadas, a mí eso no me importaba, pero le rogué y le supliqué que no hiciera daño a la niña. Le di el dinero y las joyas, todo lo que me habían dejado los Grossmann para la manutención de la pequeña. El abuelo sospechó de mí: que había saqueado a mis patrones aprovechándome de las aguas turbulentas de la guerra; que si no era de ellos, de dónde podría haber sacado yo tanta pasta, porque, eso sí, le aseguro que era una suma muy importante. Pero, como el dinero no huele, aun supuestamente manchado el viejo zorro no dudó en aceptarlo. No le sorprende, ¿verdad? Pues con eso le alcanzó para atender bien a la chiquilla durante un año, justo hasta que volvieron sus padres y entonces me mandaron a buscarla. A los Grossmann les hubiera gustado empezar una nueva vida, pero como empezaba a montarse de nuevo el «circo», esta vez con Rákosi, tenían miedo y prefirieron emigrar al extranjero. Todas las pertenencias que les quedaron aun después de la guerra me las dejaron a mí en señal de agradecimiento. Esos muebles están ahora en mi casa. Por cierto, ¿le dio tiempo a visitar la estación para ver el muelle de mercancías?

Le dije que sí.

—Quería que lo viese porque se me aparece a menudo en sueños, tal como lo vi la última vez, cuando la pobre bestia se arrojó del vagón para alcanzarme. Era una becerrita de color marrón claro, preciosa, tierna; la había criado yo, era como un tercer hermanito para mí junto con los gemelos. Tenía un pelo suave y sedoso, de niño; hociquito de color rosado, incluso olía a leche como los pequeños. La gente se reía de mí al ver que el animal me seguía dondequiera que fuese. Pero llegó el día de su venta: a mí habían tenido que encerrarme en el granero y quitar la escala para impedir que corriera detrás de mi becerra. En aquellos tiempos en el campo no se estilaba aguantar los caprichitos de las criaturas, no como hoy en día que los niños se comportan como déspotas; entonces todo se arreglaba, tanto el prevenir como el castigar las malas crianzas, con un buen capón en el coco. En cualquier caso, antes de encerrarme ya me habían dado una buena paliza para intimidarme, pero aun así escapé. Sabía que si vendían mi novilla se la llevarían en el tren, así que corrí hacia el muelle de mercancías, pero cuando llegué ya la habían metido en el vagón junto con el ganado de los demás criadores. Oí cómo mugía desde lo alto. Grité su nombre: el pobre bicho, nada más oírme y antes de que cerraran el portón, logró saltar. La culpa la tuve yo, pero era una cría y no sabía cómo iba a reaccionar el animal si lo llamaba… La caída fue tan contunden— U: que se rompió las dos patas delanteras. Tuvimos que llamar al gitano para que rematara al animal. Mi abuelo me maldijo: que mejor me hubiera muerto yo en vez de la bestia; que esta, al contrario que yo, al menos servía para algo. Y me obligaron a presenciar cómo la sacrificaban y la despiezaban. No me pregunte lo que sentí, pero quiero que no olvide esta enseñanza: no debe entregarse nunca a una pasión con toda su alma, porque eso lleva, antes o después pero infaliblemente, a la perdición. Los que lo hacen, terminan mal siempre. Para evitarlo es mejor no querer a nadie; porque si eres capaz de amar, siempre habrá un ser querido que será sacrificado por tu culpa y, si no, serás tú quien se arrojará de un vagón. Bueno, vuelva a su casa; por hoy ya no hay más que hablar, mañana será otro día. Váyanse a casa los dos, Viola parece también cansadísimo… Nuestra becerrita también se llamaba Viola: mi madre le había puesto ese nombre. Bueno, adiós, el perro ya no puede más y debe dormir.

El perro, no yo, que había estado todo el día sin parar; ni siquiera ella, que había corrido de aquí para allá limpiando, lavando, barriendo, no… Viola. Comprendí que la clave de todo estaba, pues, en una imagen, la de una becerrita que se llamaba Viola y la perseguía eternamente, estuviera donde estuviese: en el muelle de la estación o en nuestro barrio, en forma de perro. Volví a casa, como me había pedido. Noté que Emerenc necesitaba estar sola para digerir todo lo que le había contado. Muchas cosas debían de haberse reavivado en su memoria. En esos momentos se sentiría, pensaba, rodeada de todos a la vez: estarían probablemente los Grossmann y el industrial, quien no era un hombre malo pese a ser alemán, la imagen de la mansión desierta cuando aún no vivían otros vecinos en ella; y después desfilarían por su mente, uno a uno, sus diferentes y sucesivos ocupantes, como si se tratara de un río que se renueva sin cesar: primero los alemanes, luego los soldados húngaros, y cuando estos desaparecieron, llegarían los de la esvástica, y cuando estos se esfumaron, se instalaron los rusos. Solo había algo que no variaba nunca: Emerenc. Estaría allí siempre, cocinando y lavando para cuantos pasaran por esa casa. Y, ya en la última época, recordaría la expropiación de la mansión por el Estado y su posterior conversión en un inmueble de propiedad; y, en medio de todo eso, sus más profundas heridas, principales causantes de su tormento: la figura del panadero descuartizado, la del barbero criminal, la escena de su vergüenza en Csabadul con la pequeña Eva Grossmann en sus brazos, y la becerrita, y el gato ahorcado del picaporte, y una cosa más: el gran amor.

¿Qué nombre habría puesto Emerenc a su gato? ¿No se llamaría acaso Viola?

El rodaje

Durante mis años de estudiante universitaria sentía una gran aversión hacia Schopenhauer. Más adelante, la experiencia me enseñó a aceptar una de sus tesis: aquella que sostiene que toda relación afectiva nos hace vulnerables ante el sufrimiento, y que cuantos más lazos de este tipo establezcamos en la vida, más flancos débiles tenemos. Me costó bastante asumir que Emerenc también se había convertido en parte integrante de mi vida, y me atormentaba la idea de que un día pudiera dejarme: si yo la sobrevivía, sería una presencia más en la galería de mis fantasmas, que, invisible pero omnipresente y perturbadora, me angustiaría sin un momento de alivio.

Era consciente del carácter voluble de Emerenc, lo caprichosa e imprevisible que podía mostrarse en ocasiones, ora distanciándose, ora adoptando formas ofensivas e incluso groseras, hasta el punto de que cualquiera que no nos conociera bien podría extrañarse de por qué la aguantaba. Sin embargo, llegó un punto en nuestra relación en que yo ya no daba importancia a los seísmos superficiales de la fachada. Suponía que ella habría llegado a la misma conclusión y, aunque tratara de evitar volver a exponer su corazón a ningún riesgo, como el capitán Butler, tampoco podía luchar contra los sentimientos que mi persona, inevitablemente, despertaba en ella. Cuando estaba enferma ella venía a cuidarme todos los días y se quedaba hasta que mi marido llegaba del trabajo para sustituirla. Yo, en cambio, no tenía cómo devolverle esas atenciones, porque Emerenc jamás padecía de nada ni daba importancia a los pequeños accidentes domésticos; cuando por ejemplo se le derramaba manteca caliente sobre la pierna se cortaba la mano con un cuchillo afilado, lo soportaba sin inmutarse y sin soltar siquiera una palabrota, y procedía a aplicarse en la herida algún remedio casero. No le gustaba quejarse; Emerenc no tenía ninguna consideración por quienes se lamentan. Llegó un momento en que podía aparecer por mi casa a cualquier hora del día y sin necesidad de pretexto; nos gustaba estar juntas y eso bastaba para justificar sus visitas. Cuando mi marido estaba ausente, y coincidía con que ella podía hacer un alto en su trajín y yo disponía de un rato libre, nos encantaba conversar. Aunque seguía siendo imposible convencerla de que leyera alguno de mis libros, al menos le interesaba saber cómo la crítica acogía mi obra. Cuando era desfavorable, ella también se sentía afectada y se enfadaba muchísimo. Si recibía una valoración negativa, y eso era frecuente dados los constantes vaivenes ideológicos de la política literaria, lo tomaba como algo personal y vertía toda su furia contra el infame crítico, hasta el extremo de que en una de esas ocasiones me llegó a preguntar si quería que lo denunciara a su amigo, el teniente coronel. Eran momentos en los que estaba como poseída de un odio sin límites y no había forma de tranquilizarla. Con el tiempo se fue dominando y aceptó, aunque a regañadientes, la evidencia de que mi trabajo era una actividad bien valorada socialmente. Para poder autojustificarse por admitir algo que le parecía de tan escaso valor, elaboró una teoría: el escritor es como un niño que, jugando, se entrega a su pequeña realidad inventada como si fuera algo muy serio, se esfuerza, se emplea a fondo y, por eso, independientemente de que el resultado de su actividad sea útil o no, se cansa igual que un adulto. Solía preguntarme cómo lograba que esas palabras sueltas, salidas de la nada, cuajaran de repente para componer una unidad como una novela. Era una cuestión complicadísima, que ningún escritor puede responder con propiedad y coherencia cuando los periodistas o los lectores se la plantean; yo también fui incapaz de explicarle a Emerenc la magia cotidiana del proceso creativo: no tengo palabras para describir el milagro que significa ir llenando con signos un folio en blanco mientras van cobrando vida. Sin embargo, cuando empezó a demostrar interés por cómo se hacía una película y a preguntarme detalles como por ejemplo qué escenas se filmaban en un estudio y cuáles en exteriores, me pareció más viable mostrárselo; pensé, además, que sería una buena ocasión para introducirla en una faceta, aunque no fuera la más importante, de mi quehacer profesional. Su curiosidad surgió casualmente en el momento adecuado, ya que estábamos trabajando en la filmación de una de mis novelas. Por la mañana pasaba a recogerme el coche del equipo de rodaje que me llevaba a los estudios de cine; cuando volvía a casa, cansadísima, ella empezaba a bombardearme a preguntas: ¿Cómo ha ido? ¿Quién había allí? ¿De qué hablamos? ¿Cómo ha transcurrido la jornada? ¿Qué se hace exactamente en un rodaje? Un día le anuncié que a la mañana siguiente la llevaría conmigo a los estudios. Sinceramente, sabiendo que nunca hacía salidas muy lejos de su casa excepto para ir al cementerio, creí que no aceptaría mi propuesta. Todo lo contrario: al día siguiente, muy temprano, la encontré delante de mi puerta esperando el coche, preparada para la ocasión con su vestido de domingo y, en la mano, una ramita de mejorana envuelta en un pañuelo limpio. Al verla con sus mejores galas, señal evidente de que el asunto había adquirido para ella una importancia poco menos que sagrada, sentí vergüenza de antemano imaginando el impacto que se llevaría durante el rodaje, donde, ya se sabe, el ambiente es de por sí extraño: el intercambio de comentarios maliciosos es constante, se discute y se lanzan insultos con bastante vehemencia o, lo que es peor, se hiberna la rabia para, en un momento más oportuno —en la producción de una película el tiempo es oro—, cuando todo ha pasado, el rencor reprimido se libera y adquiere un elevado grado de venganza y crueldad verbal.

BOOK: La puerta
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