La radio de Darwin (69 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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—Ya lo he visto —dijo—.
WIRED
no tiene hoy en día demasiada influencia en Washington. Las noticias son casi todas malas, Kaye.

—Lo sabemos —respondió Kaye, poniendo en su lugar un mechón de pelo que la brisa había movido.

—Pero hay algunas buenas noticias. Brock dice que
National Geographic
y
Nature
han terminado de cotejar su artículo sobre los neandertales de Innsbruck. Lo publicarán conjuntamente dentro de seis meses. Va a llamarlo un acontecimiento evolutivo confirmado, y va a mencionar el SHEVA aunque no de forma destacada. ¿Os ha contado Christopher lo de Daney?

Kaye asintió.

—Vamos a marcar un gol —dijo Oliver con ojos feroces—. Christopher debe simplemente localizar ese virus en México y ponerse por delante de varios laboratorios nacionales.

—Puedes hacerlo —le dijo Mitch a Christopher—. Estuviste allí el primero, incluso antes que Kaye.

Los visitantes se preparaban para el largo viaje por las zonas yermas para salir de la reserva. Mitch ayudó a Christopher a colocarse en el asiento del pasajero y se dieron la mano. Mientras Kaye sostenía a una Stella medio dormida y abrazaba a los otros, Mitch vio que la camioneta de Jack se acercaba por el sendero de tierra.

Sue no venía con él. Los frenos de la camioneta gimieron al detenerse en la entrada, justo a un lado de la furgoneta. Mitch fue a hablar mientras Jack abría la portezuela. No salió.

—¿Cómo está Sue?

—Todavía aguanta —dijo Jack—. Chambers no puede hacer uso de ningún analgésico para ayudarla. La doctora Galbreath lo supervisa todo. Nos limitamos a esperar.

—Nos gustaría verla —dijo Mitch.

—No está muy feliz. Me responde de malos modos. Quizá mañana. Ahora mismo voy a sacar de tapadillo a vuestros amigos.

—Te lo agradecemos, Jack —dijo Mitch.

Jack parpadeó y dobló los labios. Era su forma de encogerse de hombros.

—Hubo una reunión especial esta tarde —dijo—. La mujer cayuse sigue con lo suyo. Algunos de los empleados del casino formaron un pequeño grupo. Están enfadados. Dicen que la cuarentena va a arruinarnos. Se negaron a hacerme caso. Dicen que no soy objetivo.

—¿Qué podemos hacer?

—Sue los llama exaltados, pero son unos exaltados con una queja real. Sólo quería que lo supieses. Tendremos que estar preparados.

Mitch y Kaye se despidieron con la mano y vieron cómo sus amigos se alejaban. La noche cayó sobre el campo. Kaye se sentó en la silla plegable bajo el roble para disfrutar de los restos de calor, acunando a Stella hasta que llegó la hora de cambiarle los pañales.

Cambiar los pañales siempre conseguía que Mitch se centrase en lo importante. Mientras limpiaba a su hija, ésta cantaba con dulzura con una voz que era como pinzones entre ramas agitadas por la brisa. Sus mejillas y frente enrojecieron casi por completo por su alegría, y le agarró los dedos con fuerza.

Agarró a Stella, agitando las caderas con cuidado, y siguió a Kaye mientras ésta metía los pañales sucios en una bolsa de plástico para llevarlos a lavar. Kaye miró por encima del hombro para verlos seguirla mientras se dirigía al cobertizo donde estaban las máquinas.

—¿Qué te contó Jack? —preguntó.

Mitch se lo dijo.

—Viviremos con las maletas a cuestas —dijo con realismo. Había esperado algo peor—. Las haremos esta noche.

91. Condado de Kumash, este de Washington

Mitch se despertó de un profundo sueño y se sentó en la cama prestando atención.

—¿Qué? —murmuró.

Kaye estaba acostada junto a él, sin moverse, roncando bajito. Miró a lo largo de la cama hasta el pequeño estante atornillado a la pared de Stella, y al reloj que se encontraba allí, de manecillas que relucían verdes en la oscuridad. Eran las dos y cuarto de la madrugada.

Sin pensarlo, se fue al final de la cama y se puso en pie, en calzoncillos, frotándose los ojos. Podría haber jurado que alguien había dicho algo, pero la casa estaba en silencio. Inmediatamente se le aceleró el corazón y sintió que la alarma le recorría brazos y piernas. Miró a Kaye por encima del hombro, pensó en despertarla y se decidió en contra.

Mitch sabía que iba a comprobar toda la casa, asegurarse de que todo iba bien, demostrarse que no había nadie caminando por el exterior preparando una emboscada. Lo sabía sin pensarlo demasiado, y se preparó agarrando una barra de acero que guardaba bajo la cama para semejante ocasión. Nunca había tenido pistola, ni sabía cómo usarla, y se preguntó al ir al salón si no sería una estupidez.

Temblaba por el frío. El tiempo se estaba poniendo nublado; no podía ver estrellas por la ventana sobre el sofá. En el baño chocó con el cubo de los pañales. Luego, de pronto, supo que había sido convocado desde el interior de la casa.

Volvió al dormitorio. Medio dentro y medio fuera del estrecho armario al extremo de la cama, por el lado de Kaye, el capazo de la niña parecía recortarse en la oscuridad.

Sus ojos se acostumbraban progresivamente a la oscuridad, pero no percibía el capazo con los ojos. Olisqueó; se guiaba por el olfato. Volvió a olisquear y se inclinó sobre el capazo, luego se echó atrás y estornudó con fuerza.

—¿Qué pasa? —Kaye se sentó en la cama—. ¿Mitch?

—No lo sé —respondió Mitch.

—¿Me llamaste?

—No.

—¿Stella?

—Está en silencio. Creo que duerme.

—Enciende la luz.

Parecía una opción razonable. Conectó la luz de arriba. Stella le miraba desde el capazo, con los ojos bien abiertos y las manitas formando puñitos. Tenía los labios separados, lo que le daba un aspecto infantil a lo Marilyn Monroe, pero guardaba silencio.

Kaye gateó hasta el extremo de la cama y miró a su hija.

Stella lanzó un ruidito. Le seguía atentamente con los ojos, enfocando, desenfocando y a veces atravesando la mirada, como tenía por costumbre. Aún así, era evidente que les veía, y que no estaba contenta.

—Se siente sola —dijo Kaye—. Le di de comer hace una hora.

—¿Qué pasa, tiene poderes psíquicos? —preguntó Mitch mientras se estiraba—. ¿Nos ha llamado con la mente? —Volvió a olisquear y estornudó de nuevo. La ventana del dormitorio estaba cerrada—. ¿Qué hay aquí dentro?

Kaye se agachó junto al capazo y alzó a Stella. La acarició con la nariz y miró a Mitch, con los labios retraídos en una mueca casi animal. También estornudó.

Stella volvió a hacer un ruido.

—Creo que tiene un cólico —dijo Kaye—. Huélela.

Mitch tomó a Stella. La niña se retorció y lo miró con la frente contraída.

Mitch podría haber jurado que la niña se había vuelto más brillante y que alguien gritaba su nombre, en la habitación o fuera. Ahora estaba realmente asustado.

—Quizá realmente haya salido de un episodio de Star Trek —dijo. Volvió a olerla y torció los labios.

—Seguro —dijo Kaye escéptica—. No tiene poderes psíquicos.

Kaye tomó a la niña, que agitaba los brazos muy feliz por el escándalo que había montado, y la llevó a la cocina.

—Se suponía que los humanos no los tenían, pero hace unos años descubrieron que efectivamente sí los tenemos.

—¿El qué? —preguntó Mitch.

—Órganos vomeronasales activos. En la base de la cavidad nasal. Procesan ciertas moléculas... vomeroferinas. Como las feromonas. Supongo que los nuestros han mejorado mucho. —Sostenía a la niña contra las caderas—. Tus labios se echaron hacia atrás...

—Los tuyos también —dijo Mitch a la defensiva.

—Se trata de una respuesta vomeronasal. El gato de la familia solía hacerlo cuando olía algo realmente interesante... un ratón muerto o el sobaco de mi madre. —Kaye levantó a la niña, que lanzó un chillidito, y le olisqueó la cabeza, el cuello y la barriguita. Volvió a olisquearla tras las orejas—. Huele aquí —dijo.

Mitch lo hizo, se apartó y contuvo un estornudo. Tocó con delicadeza detrás de las orejas de Stella. Ésta se puso rígida y cambió de humor, iniciando sus protestas previas al llanto.

—No —dijo con claridad—. No.

Kaye se quitó el sujetador y le dio de mamar antes de que se incomodara de veras.

Mitch retiró el dedo. Tenía la yema ligeramente aceitosa, como si hubiese tocado a un adolescente y no a un bebé. Pero no era grasa de la piel. Al tacto era como la cera y algo resistente, y olía a almizcle.

—Feromonas —dijo—. ¿O qué has dicho?

—Vomeroferinas. La forma que tienen estos bebés de reclamar atención. Nos queda mucho por aprender —dijo Kaye adormecida mientras llevaba a Stella al dormitorio y se acostaba con ella—. Tú te despertaste primero —murmuró Kaye—. Siempre has tenido muy buena nariz. Buenas noches.

Mitch se tocó tras las orejas y se olisqueó el dedo. De pronto, volvió a estornudar, y se quedó a los pies de la cama, completamente despierto, sintiendo un hormigueo en la nariz y el paladar.

Menos de una hora después de haber conseguido dormirse, Mitch volvió a despertarse, saltó de la cama y empezó a ponerse los pantalones. Todavía era de noche. Tocó el pie de Kaye con la mano.

—Camiones —dijo.

Justo había terminado de abotonarse la camisa cuando alguien llamó a la puerta principal. Kaye pasó a Stella al centro de la cama y rápidamente se puso una camisa y pantalones.

Mitch abrió la puerta principal sin haberse abrochado todavía los puños. Jack se encontraba en el porche, con la boca dibujando una dura U invertida, con el sombrero muy abajo, casi ocultándole los ojos.

—Sue está de parto —dijo—. Debo regresar a la clínica.

—Iremos ahora mismo —dijo Mitch—. ¿Está Galbreath con ella?

—No vendrá. Deberíais salir de aquí. Los representantes votaron anoche mientras yo hacía compañía a Sue.

—¿Qué...? —empezó a decir Mitch, y luego vio los tres camiones y los siete hombres sobre el camino de gravilla.

—Decidieron que los bebés están enfermos —dijo Jack con tristeza—. Quieren que el gobierno se ocupe de ellos.

—Quieren recuperar sus putos trabajos —dijo Mitch.

—No me hablan. —Jack se tocó la máscara con un dedo fuerte y grueso—. He convencido a los representantes para que os dejen ir. No puedo ir con vosotros, pero estos hombres os llevarán por un sendero hasta la autopista. —Jack levantó la mano impotente—. Sue quería que Kaye estuviese con ella. Me gustaría que pudieseis estar allí. Pero debo irme.

—Gracias —dijo Mitch.

Kaye se acercó, llevando a la niña en el asiento para coches.

—Estoy lista —dijo—. Quiero ver a Sue.

—No —dijo Jack—. Se trata de esa vieja cayuse. Deberíamos haberla enviado a la costa.

—Es más que ella —dijo Mitch.

—¡Sue me necesita! —gritó Kaye.

—No os permitirán ir a esa parte de la ciudad —dijo Jack con tristeza—. Hay demasiada gente. Lo han oído en las noticias... mexicanos muertos cerca de San Diego. De ninguna forma. Lo que ahora piensan es duro como una piedra. Probablemente a continuación vengan a por nosotros.

Kaye se limpió los ojos, frustrada y furiosa.

—Dile que la queremos —dijo—. Gracias por todo, Jack. Díselo.

—Lo haré. Debo irme.

Los siete hombres se apartaron cuando Jack se dirigió a su coche. Arrancó y dio la vuelta, haciendo saltar penachos de polvo y grava.

—El Toyota está en mejor forma —dijo Mitch.

Metió las dos maletas en el coche bajo la atenta mirada de los siete. Murmuraban entre sí y se mantuvieron bien alejados mientras Kaye llevaba a Stella hasta el coche y fijaba la silla en la parte de atrás. Algunos de los hombres evitaron mirarla a los ojos e hicieron gestos con las manos. Se subió junto a la niña.

Dos de las camionetas mostraban rifles, escopetas y otras armas. Sintió un nudo en la garganta al acomodarse en el Toyota junto a Stella. Subió la ventanilla, se ajustó el cinturón de seguridad y se quedó sentada entre el olor de su propio miedo.

Mitch sacó el ordenador portátil y la caja de papeles, lo puso todo en el maletero y lo cerró de un golpe. Kaye marcaba en el teléfono móvil.

—No lo hagas —dijo Mitch con brusquedad, y se puso al volante—. Sabrán dónde estamos. Llamaremos desde un teléfono público cuando estemos en la autopista.

Durante un instante, las motas de Kaye ardieron rojas.

Mitch la observó con cara de aflicción y asombro.

—Somos alienígenas —murmuró.

Arrancó el motor. Los siete hombres se subieron a las tres camionetas y les guiaron.

—¿Tienes efectivo para la gasolina? —preguntó Mitch.

—En el bolso —dijo Kaye—. ¿No quieres usar las tarjetas de crédito?

Mitch no contestó.

—Tenemos el tanque casi lleno.

Stella berreó un segundo y luego se calmó a medida que el amanecer rosáceo iniciaba su ascenso sobre las colinas y los robles dispersos. La cubierta de nubes se había abierto y roto, sobre el horizonte vieron cortinas de lluvia. La luz del amanecer era brillante e irreal con el fondo de las nubes negras.

El camino de tierra hacia el norte era difícil, pero no imposible. Las camionetas les acompañaron hasta el mismo final, donde una señal indicaba el límite de la reserva y también, coincidencia, anunciaba el Wild Eagle Casino. Maleza y arbustos yacían tristes y castigados frente a una alambrada de espino doblaba y retorcida.

Los gruesos vientres de las nubes arrojaron una lluvia ligera sobre el parabrisas, convirtiendo el polvo en barro mientras salían del camino de tierra, subían el terraplén y entraban en la autopista estatal en dirección al este. Un brillante rayo de luz matinal, el último que verían ese día, los iluminó como si fuese un foco mientras Mitch aceleraba el Toyota sobre los dos carriles de asfalto.

—Me gustaba ese lugar —dijo Kaye, con voz contenida—. Fui más feliz en esa caravana de lo que recuerdo haberlo sido nunca, en ningún otro sitio, en toda mi vida.

—Te creces en la adversidad —dijo Mitch, y pasó la mano por encima del hombro para agarrar la de ella.

—Crezco contigo —dijo Kaye—. Con Stella.

92. Nordeste de Oregón

Kaye volvió del teléfono público. Habían aparcado en un pequeño aparcamiento en Bend para comprar comida en un mercado. Kaye había hecho la compra y luego había llamado a Maria Konig. Mitch se había quedado en el coche cuidando de Stella.

—Arizona todavía no ha creado una Oficina de Situación de Emergencia —le dijo Kaye.

—¿Qué hay de Idaho?

—La tenían hace dos días. También Canadá.

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