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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (16 page)

BOOK: La ramera errante
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Marie se había vuelto a sentar fuera junto a la carreta, ya que allí se sentía más segura que a la sombra de un árbol solitario. Desganada y sin hambre, bebió unas cucharadas del caldo de carne en el que flotaban las amargas hierbas medicinales. Pero cuando comenzaron a oírse los jadeos del hombre desde la tienda, dejó caer el cucharón y se tapó los oídos. Sus gemidos y gruñidos le recordaban demasiado los horribles momentos que había vivido en el calabozo. Para escapar de esa tortuosa memoria, se puso de pie y se mezcló entre la muchedumbre de los visitantes de la feria. Pero la reacción de la gente a su alrededor le hizo entender muy pronto lo que significaba ser una desterrada. Al verla, las mujeres respetables cogían sus faldas para evitar cualquier tipo de contacto con ella, al tiempo que regañaban a sus maridos, quienes la miraban sin ningún tipo de inhibición o incluso intentaban acercársele.

De pronto, advirtió tras el manto de lágrimas que le cubría los ojos a un grupo de borrachos que dirigía unos groseros comentarios a un par de criadas. Aquellos hombres avanzaban hacia ella, así que Marie se apresuró a meterse en otra galería de puestos. Pasear por el mercado bajo la protección de un padre tierno y generoso, responder a los atentos saludos de los vecinos y picotear dulces era otra cosa; ahora solo podía observar todo desde la distancia, con nostalgia.

Marie comenzó a sentir miedo y quiso regresar rápidamente a la tienda de Hiltrud, pero no encontró el camino y se quedó mirando confundida a su alrededor. Cerca de allí, un grupo de juglares entretenía a los espectadores con sus números acrobáticos y su música exótica. Cuando ella retrocedió ante un lanzallamas, una muchacha se le acercó y le puso delante una canastita de mimbre en la que ya tintineaban unas cuantas monedas.

Marie bajó la cabeza, avergonzada.

—No tengo dinero.

La juglaresa lanzó un resoplido y levantó la mano como si fuera a pegarle.

—Entonces no tienes nada que fisgonear. Fuera de aquí, ramera.

Marie se precipitó hacia el borde del mercado y pronto descubrió el árbol bajo el cual pastaban las cabras de Hiltrud. Al dirigirse hacia allí, pasó por un puesto en el que un hombre mayor ofrecía frutas bañadas en miel y frutos secos. El aroma que despedían era tan exquisito que se le hizo la boca agua. Como no tenía dinero, apuró el paso. Pero no logró llegar muy lejos, ya que el dueño del puesto corrió detrás de ella y la cogió del brazo.

—¿No te apetece una pera bañada en miel, doncella?

—No puedo pagarla.

Marie esperaba que con estas palabras el hombre la dejara ir. Pero, lejos de ello, él la atrajo más hacia sí, hasta que sus caras estuvieron a punto de tocarse.

—No acepto dinero de una muchachita tan bella como tú. Ven conmigo a los matorrales y te regalaré la pera más linda que tengo —dijo, deslizándole la mano por el escote. El susto que se llevó Marie le dio las energías suficientes como para zafarse y salir corriendo.

Para su alivio, el hombre no la siguió, sino que se limitó a gritarle:

—¿Qué pasa contigo? ¡Sé que eres la pequeña prostituta que vino con Hiltrud! Si quieres la pera, debes ganártela.

Marie se estremeció y siguió dando tumbos. ¿Acaso la moral y los mandamientos de la Iglesia valían tan poco más allá de los muros de la ciudad que se podían intercambiar por un trozo de fruta bañada en miel? Ahora comprendía por qué al cumplir los doce años su padre le había prohibido seguir jugando con los demás niños fuera, en la explanada. Por el mismo motivo, tampoco había vuelto a permitirle salir de la casa sin que nadie la acompañase. Realmente la había custodiado con gran celo, al menos hasta el momento en el que la propuesta del licenciado lo había obnubilado lo suficiente como para hacerle olvidar toda prudencia, abriendo las puertas de par en par a esos malvados calumniadores.

De golpe, a Marie le vino a la mente el rostro de su prometido. De hecho, era realmente extraño que hubiese dado tanto crédito a las mentiras de aquellos truhanes. Pensándolo bien, había sido precisamente su predisposición a condenarla lo que había permitido que pudieran abusar de ella. De manera que él jamás se había interesado por ella, sino solo por su herencia. Pero tendría que haber sabido que su exagerado orgullo le haría perder una fortuna. ¿O acaso había encontrado una prometida aun más rica y por eso quería librarse de ella de esa forma? Marie se quedó un rato tratando de recordar cada palabra y cada gesto en el rostro de su prometido, pero eso tampoco la ayudó a resolver el enigma. De modo que solo le restaba esperar que su padre pudiese explicárselo todo cuando viniese a buscarla al día siguiente.

Capítulo V

Durante los días siguientes, Marie evitó adentrarse en las galerías de puestos. Se enrollaba en una manta, más para ocultar la túnica amarilla que para protegerse del viento, se sentaba en el camino que conducía hacia Constanza pasando por Singen y se fijaba si venía su padre. Hiltrud la dejaba a su aire, ya que consideraba que la muchacha no corría peligro allí, y de ese modo volvía a tener la tienda libre para ella y sus clientes. Además, lo necesitaba, pues como hacía muy buen tiempo, había mucha más gente que de costumbre visitando la feria de Merzlingen, y los cocheros seguían trayendo cargamentos nuevos hasta bien entradas las noches de luna clara.

En general, las mujeres solo tenían ojos para las telas, los cacharros y otros artículos prácticos, y se pasaban la mayor parte del tiempo regateando precios; mientras tanto, la mayoría de los hombres paseaban sus miradas libidinosas por las tiendas de las prostitutas para aprovechar ampliamente la oferta reinante. A pesar de que la cantidad de prostitutas iba en aumento, lo que suponía una mayor competencia, Hiltrud seguía obteniendo muy buenas ganancias, ya que era limpia y tenía un aspecto muy atractivo. Además, su altura ejercía una poderosa atracción entre los hombres más bajos, que querían demostrar su hombría acostándose con la prostituta más alta del mercado. Por eso Hiltrud les salía al encuentro, ya que, de esa manera, les confirmaba a sus pretendientes la sensación de que eran tan viriles como ellos pensaban. Esto le hacía ganar unas cuantas monedas de propina además del salario convenido.

Cuando los mercaderes comenzaron a levantar sus puestos la última tarde del mercado, Hiltrud se acercó a Marie, que ese día también seguía apostada en el camino, aguardando a su padre.

—Mañana seguiré mi viaje. Ya que tu padre aún no ha venido a buscarte, creo que deberías acompañarme.

Marie sacudió la cabeza con fuerza.

—Me quedaré aquí a esperarlo. Llegará en cualquier momento.

Hiltrud comenzó a agitar su mano derecha en el aire irritada.

—¡Estás loca! ¿De qué vas a vivir?

—Pediré limosna si es necesario.

—¿Ah, sí? —sé burló la mujer, mucho más experimentada que ella—. ¿Tienes idea de lo que eso significa? Para los habitantes de la ciudad no eres más que un estorbo al que deben ahuyentar, y si crees que mendigando evitarás quedar librada del arbitrio y la violencia de los hombres, estás muy equivocada. Estando sola, no importa cuan vieja y horrenda seas, siempre habrá un mendigo leproso dispuesto a arrastrarte a los matorrales y aprovecharse de ti. Y una jovencita tan bella como tú atraerá a los oficiales que anden sueltos como la fruta pasada atrae a las avispas. El limosnero en el convento o el peón del establo donde mendigues se encargarán de arrastrarte a los pajares para hacer de ti lo que gusten. Y si te unes a un grupo de mendigos, las cosas tampoco te irán mejor. Tendrás que estar a merced del jefe del grupo y de sus amigos, así como de los hombres a quienes te entreguen por una hora o una noche para ganarse algún dinero.

Marie bajó la cabeza mientras se mordisqueaba los labios.

—Mi padre vendrá —repitió obstinada—. Mañana como muy tarde habrá llegado hasta aquí.

Hiltrud vio cómo le dirigía una mirada suplicante y exhaló un suspiro.

—Está bien. Me quedaré hasta pasado mañana temprano. Ese día parte una caravana hacia Trossingen. Le preguntaré a su jefe si podemos ir con ellos. Ulrich es un muchacho encantador y, a cambio de su protección, me abriré gustosamente de piernas para él.

La idea de que Hiltrud debía pagar prácticamente cada paso que daba entregando su cuerpo provocó las lágrimas de Marie.

—Cuando venga mi padre, ya no tendrás que venderte nunca más, te lo prometo.

Hiltrud frunció los labios y dejó la mirada perdida en la lejanía, pero su rostro dejaba entrever que no creía que Matthis Schärer fuera a aparecer. Cuando Marie notó sus dudas, sintió cómo todas las esperanzas que había albergado durante los últimos días se desmoronaban en su interior para dar paso a un horroroso vacío. Ya no sabía qué hacer. No quería quedarse con Hiltrud, pues sabía que en ese caso terminaría teniendo que llevar hombres a su tienda tarde o temprano.

Se encogió de hombros y se enrolló más en la manta.

—Erich, el vendedor de especias aromáticas, me preguntó si quería trabajar para él. Dice que posee una choza cerca de Meersburg, donde mi padre tiene una de sus propiedades. Tal vez me convendría ir con él y convencerle para que envíe noticias mías a mi padre.

Hiltrud la miró con la cabeza ladeada y soltó una estrepitosa carcajada.

—Para eso te conviene más quedarte con Bodo el apestoso, el vendedor de alfarería, ya que al menos él no tiene mujer. Eres un corderito, Marie. Erich tiene mujer y un establo repleto de niños. Se aprovechará de ti, te golpeará por diversión y finalmente te entregará a otro para hacerse con un dinero, y tampoco podrás saber con seguridad que ese otro no te arrojará a la calle en pleno invierno o te venderá al próximo rufián. Lo conozco tan bien como al resto de los mercaderes; siempre nos encontramos en las ferias. Si te pones a trabajar para alguno de esos hombres, tendrás que prestarle servicios de toda clase y jamás sabrás cuándo volverá a echarte a la calle sin un céntimo. Te aseguro que, para eso, me quedo con mis clientes. Si alguno me toca de forma indebida o si noto que es demasiado rudo, no lo dejo entrar en mi tienda.

Marie la miró conmocionada.

—Quieres decir que Erich, a pesar de ser tan amable, también quiere que yo… —balbuceó Marie.

—Puedes estar segura de ello. Ese tipejo no dejaría pasar un bocado tan apetitoso como tú. La mayoría de los hombres en esta feria habría querido meterse entre tus piernas. ¿Sabes la cantidad de ofertas que he recibido por ti? Por Dios, chiquilla, te aseguro que si los hombres te han dejado en paz ha sido únicamente porque me perteneces. Se ha corrido el rumor de que puedo ser terrible si alguien se mete conmigo.

—No entiendo. ¿Por qué habrían de tenerte miedo?

Una sonrisa maliciosa asomó en el rostro de Hiltrud.

—Hace un par de años, un cochero violó y ahorcó a una prostituta joven que andaba conmigo y con otras dos cortesanas. Las autoridades, sin embargo, jamás lo llamaron a rendir cuenta de sus actos. Algunas semanas más tarde, tuvo un altercado con un soldado mercenario suizo. Terminaron batiéndose en una pelea a la que el cochero no sobrevivió. Unos días antes del hecho, mis amigas y yo habíamos invitado al suizo una por una a nuestras tiendas, dándole todos los gustos durante horas.

Marie tragó saliva de solo imaginarlo, pero al mismo tiempo experimentó una extraña sensación de alivio. Las prostitutas errantes no gozaban de ninguna clase de derechos y dependían de la misericordia y la compasión de los guardias, los vigilantes de los mercados y otra gente similar. Pero si permanecían juntas y trababan amistad con sus clientes, también podían salvar el pellejo. Por el contrario, cuando las mujeres dependían solo de sí mismas, quedaban tan indefensas y perdidas como un pollito sin la gallina.

En silencio y ensimismada, siguió a Hiltrud hasta la tienda. Lo que se le había venido encima era demasiado, y tenía la sensación de ser un ratón sobre el que ya se había cernido la sombra del gato.

Esa noche soñó con su padre. Primero parecía que había venido a rescatarla, pero en cuanto ella comenzaba a abrigar esperanzas, él se transformaba ante sus ojos en Ruppert, la arrojaba al fango con una risa cínica y la llamaba sucia ramera. Se despertó sobresaltada por su propio grito y vio a Hiltrud, como una sombra oscura que se inclinaba sobre ella.

—¿Qué sucede, Marie?

—No es nada. Fue solo un mal sueño.

Hiltrud tanteó el rostro de Marie hasta dejar reposar la palma tibia de su mano sobre la frente de la muchacha.

—Fiebre no tienes, gracias a Dios. Intenta volver a dormirte Marie. Tal vez tengas suerte y tu padre aparezca por aquí mañana.

—Eso espero —Marie buscó la mano de Hiltrud y la acarició—. Que descanses tú también.

Mientras que Hiltrud volvió a quedarse dormida de forma casi instantánea, Marie permaneció despierta durante gran parte de la noche. Desde que había sido juzgada en Constanza, no había podido dejar de pensar en su prometido, y con el correr de los días se había ido dando cuenta de que él también era culpable de su desgracia. La parte de culpa que le tocaba era apenas menor que la de los tres hombres que la habían violado. Poco a poco iba logrando analizar los hechos con cierta distancia, y esa noche todas las piezas sueltas en su memoria parecieron unirse por sí solas hasta cobrar sentido.

Era imposible que Linhard, Utz y Hunold hubiesen actuado por iniciativa propia. Y seguramente, tampoco Euphemia había jurado en falso motu proprio, sellando así su perdición. Ante los ojos de Marie se apareció el rostro anguloso y siempre contenido del licenciado de forma tan vívida como si lo tuviera realmente frente a ella. Cuando pidió su mano, no le había dedicado una sola sonrisa amable, incluso había estado todo el tiempo evitando mirarla, como si no quisiese tener nada que ver con ella. Eso indicaba que había sido el instigador de los otros cuatro. Aunque seguía sin poder explicarse por qué motivo aquel hombre la había condenado a la desdicha, ahora estaba convencida de que había sido él quien la había arrojado premeditadamente a su desgracia.

A la mañana siguiente, la explanada comenzó a vaciarse. Los mercaderes recogían sus pertenencias, enganchaban sus flacos jamelgos o tiraban ellos mismos de sus carretas y seguían viaje. Los juglares también se pusieron en marcha. Jossi pasó junto a Hiltrud con una expresión llamativamente indiferente mientras le dirigía una mirada inquisidora. Pero como ella no parecía tener intenciones de levantar su tienda, se encogió de hombros, lamentándose, y le dio a su gente la señal de partida.

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