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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (14 page)

BOOK: La ramera errante
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—Bueno, creo que con eso ya es suficiente por ahora.

El boticario estaba contento de haber terminado por fin de atender a Marie. El espectáculo de la muchacha desnuda había comenzado a surtir su efecto en él. Miró a Hiltrud con ansias y comenzó a deslizarle la mano por debajo de la blusa.

—Creo que me he ganado una pequeña recompensa.

Hiltrud dirigió una mirada agria hacia Marie, que ocupaba más de la mitad de la tienda.

—Pero tendrás que ayudarme a correr un poco a la chiquilla para que tengamos más espacio. Y por favor, ten un poco de paciencia. Estoy muy sudada y quiero lavarme antes.

—Sí, hazlo. Me gusta eso de ti. Siempre estás tan limpia, mientras que otras mujeres…

El boticario no continuó, pero Hiltrud lo entendió de todos modos. Muchas mujeres de su ramo no se preocupaban lo más mínimo por su cuerpo, y apestaban tanto que los clientes que eran un poco delicados se descomponían con tan solo acercarse. Ella, en cambio, era en extremo cuidadosa con su aseo personal, y por eso tenía clientes fijos de la clase más pudiente en todas las ferias.

Hiltrud tomó una bolsa sellada que utilizaba a modo de balde, fue a buscar agua al río y colgó el recipiente entre dos palos de la tienda. Luego cerró la entrada y se desvistió. Los ojos del boticario se encendieron de lujuria ante su cuerpo desnudo. Ella se dio cuenta de que hubiese querido llevarla al lecho de inmediato. Sin embargo, se tomó su tiempo para lavarse de la cabeza a los pies antes de acostarse para recibirlo. Para entonces, el boticario ya se había bajado los pantalones y se apresuraba a ocupar su lugar entre sus muslos.

Capítulo III

La conciencia de Marie emergió de un pantano de vicios infernales donde creía ver demonios que la ultrajaban y violaban una y otra vez. Por un momento, le pareció estar en su casa, en su cama, sintiendo el tibio sol que penetraba a través de la ventana abierta y escuchando los ruidos de la calle. Pero luego, cuando sus manos tantearon a su alrededor, notó que estaba tendida en una manta sobre el pasto, boca abajo y sin ropa. Asustada, intentó incorporarse. Pero entonces regresó hasta ella su suplicio infernal. Los dolores la atravesaron como dagas y le faltó poco para perder de nuevo el conocimiento. Tenía la espalda hinchada como una coraza dura que la oprimía, transformando cada respiración en un suplicio atroz, sus genitales le ardían y sentía el cuerpo tan acalambrado que no podía mover un solo músculo sin experimentar dolor.

Marie abrió los ojos y miró a su alrededor. Yacía sobre una manta vieja y gastada con un penetrante aroma a lavanda, y estaba cubierta con otra manta más liviana pero igualmente raída. Sobre su cabeza se extendía el lienzo de una tienda, descolorido por los años y por el uso constante, y en su superficie jugaban los rayos del sol y las sombras de las ramas y las hojas.

Marie recordó vagamente haber huido de una jauría de perros rabiosos y haberse acostado finalmente debajo de un árbol. ¿Estaba muerta? No, ese lugar no parecía ser el paraíso, ni tampoco el infierno. Haciendo caso omiso del terrible dolor que la inundaba, se irguió ligeramente, se sentó y descubrió a una mujer que parecía ocupar el resto de la tienda.

La desconocida estaba sentada de piernas cruzadas sobre una manta raída, llena de remiendos, y cosía una túnica amarilla. A pesar de su altura, todo en esa mujer tenía una apariencia armónica. Sus cabellos claros y su piel bronceada por el sol revelaban que pasaba mucho tiempo al aire libre.

La desconocida notó que Marie la observaba. Alzó la vista y la examinó con sus ojos grises, de mirada severa y huraña.

—¡Con que por fin te has despertado! Te ves mucho mejor. Me alegro.

A pesar de sus amables palabras, la voz de la mujer denotaba el mismo rechazo que sus ojos. Marie se acurrucó, insegura, y se quedó contemplando a la extraña, que seguía cosiendo en forma ininterrumpida.

Sólo al cabo de un rato se atrevió a hablarle.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú?

Su voz sonaba como el graznido de un cuervo.

—En mi tienda, en la feria de Merzlingen. Me llamo Hiltrud.

—Yo soy Marie.

Hiltrud apoyó la mano sobre la frente de Marie y asintió satisfecha.

—Parece que ya has pasado lo peor. La fiebre desapareció.

—¿Fiebre? ¿Acaso estaba enferma?

No había acabado la pregunta cuando las imágenes de pesadilla de sus últimas horas en Constanza empezaron a brotar de nuevo en su interior y, en un reflejo inconsciente, se llevó la mano a la espalda azotada.

Hiltrud le sostuvo la mano.

—No te toques ahí. Tienes que dejar que tu espalda se cure y, bajo ningún concepto, debes rascarte. Las heridas presentan un aspecto horrible, pero Peter dice que solo te quedarán unas pocas cicatrices visibles, siempre y cuando las heridas no se te vuelvan a infectar, porque entonces se transformarán en unas protuberancias duras.

—¿Quién es Peter?

—Peter Krautwurz es un boticario de Merzlingen y un buen amigo mío. Él me ayudó a curarte.

—¿Merzlingen? —A Marie le llevó un tiempo recordar ese lugar—. Qué lejos estoy de mi hogar.

Hiltrud señaló los restos de la túnica de Marie, que había arrojado sin ningún miramiento a un rincón.

—Me parece que ya no tienes hogar. Si estás de acuerdo, quemaré esa cosa. Por ahora puedes ponerte esta otra túnica. Espero que te quede bien, ya que tuve que achicarla sin poder medírtela.

Marie se quedó mirando con espanto aquella prenda deformada, pero se abstuvo de quejarse. En lugar de ello, le preguntó:

—¿Cómo es que llegué hasta ti?

—Te encontré en medio del camino y te traje conmigo.

Marie bajó la cabeza.

—Preferiría qué me hubieses dejado morir allí.

—¿Por qué? Una criada tan bella puede serme muy útil.

Hiltrud no sentía muchas ganas de ser considerada con Marie. Cuanto más rápido se resignara la muchacha a su destino, mejor para ambas.

Marie miró a su alrededor, vacilante. Todo lo que la rodeaba estaba raído y gastado, y la tela del vestido de aquella mujer era de tan mala calidad que hasta Elsa y Anne la habrían rechazado indignadas.

—¿Una criada? ¿Y tú quién eres que necesitas empleada?

Hiltrud levantó de su falda una de las cintas amarillas que indicaban claramente la clase a la cual pertenecía.

—Soy una cortesana.

Inmediatamente después se sintió furiosa consigo misma por haber utilizado ese eufemismo en lugar de confesar abierta y sinceramente que era una prostituta errante.

Marie la entendió de todas formas. Su cara se desfiguró de asco y retrocedió hasta la pared de la tienda.

—¿Te acuestas con hombres por voluntad propia?

Su voz expresaba la aversión de una muchacha cuya única experiencia con los hombres había consistido en una brutal violación.

Hiltrud se encogió de hombros.

—De algo tengo que vivir.

—¡Pero cualquier otra cosa es mejor que eso, incluso mendigar!

Hiltrud señaló el rincón donde yacían los restos de la túnica de la deshonra y mostró a Marie los rostros desfigurados de los demonios de la lujuria.

—Ahora escúchame bien, chiquilla, y quítate esas estupideces de la cabeza. Después de esta condena, para la gente que vive en esas ciudades ya no eres un ser humano, sino escoria, igual que yo. Para los refinados burgueses y toda esa chusma que les lame los pies, nosotras valemos menos que sus excrementos diarios. Suelen prohibirnos entrar en sus ciudades, e incluso protestan cuando morimos de hambre y frío en la puerta de sus hogares. O directamente nos venden a algún rufián del lugar, y todavía lo consideran un acto de misericordia del agrado de Dios. Un día necesitaba comprar tela y víveres con tanta urgencia que atravesé la puerta de la ciudad sin que me viera el guardián; sólo quería buscar un mercado semanal. Por supuesto, el guardián del mercado me pescó e hizo que el tribunal me condenara a diez azotes con vara. Por suerte, el guardia encargado de dármelos tenía interés en acostarse conmigo, de modo que me azotó con tal suavidad que apenas lo sentí.

Marie se quedó mirando a Hiltrud atónita.

—¿Y? ¿Te entregaste a él?

Hiltrud no comprendía el horror que sentía Marie.

—¡Claro que sí! Después de todo, una mano lava la otra. Si hubiese caído en las garras del hombre equivocado, tal vez ahora mi espalda estaría como la tuya.

De pronto, Marie volvió a verse a sí misma desnuda y colgada de la picota, expuesta sin piedad a las miradas de los fisgones.

—Yo… no sé por qué me han hecho eso. Mi padre es un comerciante próspero de Constanza, y hasta la noche anterior a los azotes yo aún era virgen. Dos hombres me calumniaron y afirmaron que yo había fornicado con ellos…

Relató su terrible historia, y lanzó agudos gemidos de dolor cuando su cuerpo comenzó a sacudirse por los espasmos del llanto.

Hiltrud fue en busca de un trapo, lo sumergió en el recipiente con agua que colgaba a la altura de su cabeza y le lavó la cara a Marie. Luego dejó el trapo sobre la frente de la muchacha.

—Quédate tranquila o volverás a tener fiebre. Ya no hay nada que puedas hacer. Tendrás que adaptarte a tu nueva vida.

Marie tomó aire con cuidado al tiempo que cogía con fuerza la mano de Hiltrud.

—No, no, no lo creo. Mi padre no lo permitirá. Estoy segura de que se halla en camino hacia aquí. Llegará en cualquier momento.

Hiltrud la miró escéptica.

—Sería bueno para ti.

—Estoy segura de que aparecerá por aquí en las próximas horas. Y tengo la certeza de que te concederá una abundante recompensa por haberme salvado. Y entonces, tal vez ya no necesites… ya no necesites andar así —agregó, señalando la blusa amarilla de Hiltrud.

Hiltrud infería del relato de Marie que su padre no había intercedido a favor de su hija con demasiado ardor. Pero como no quería herir a la muchacha, no dijo nada que pudiese destrozar sus ilusiones.

—Si tu padre quiere recompensarme con algunas monedas, no me opondré, ya que hasta ahora no he podido ganar un centavo por haberte cuidado.

Marie no tuvo tiempo de responder, ya que en ese momento entró en la tienda el boticario.

—Buenos días, querida… ¡Oh! ¡Nuestra pequeña paciente ya se ha despertado! Te dije que por sus venas corría sangre sana y fuerte —dijo al tiempo que le dirigía a Marie una sonrisa y la invitaba a mostrarle la espalda.

Marie sacudió la cabeza en señal de rechazo y se envolvió aún más en la manta.

Hiltrud se burló de ella.

—No te portes así. Peter solo quiere ver cómo están tus heridas. Es mucho mejor doctor que todos esos médicos sabihondos que sólo hablan de los demonios de las enfermedades y de los vapores infernales y que le dan de comer excrementos a sus pacientes. Peter conoce todas las hierbas y todas las raíces, y además ha estudiado su influencia sobre las enfermedades del cuerpo y del alma, como podrás advertir por su apellido: Krautwurz. 

Marie se acurrucó y dejó que el boticario desnudara su espalda con ayuda de Hiltrud para examinarle las heridas.

—Excelente —dijo—. Están curándose realmente bien. Solo tengo que tratar algunas de las heridas abiertas con un poco de mi bálsamo, así como las mordeduras de los perros, por supuesto. Ponte un trozo de madera entre los dientes, pequeña, o muerde la manta: esto te dolerá mucho.

Marie gruñó malhumorada, ya que creía estar curada de espanto después de las torturas que había tenido que soportar. Pero cuando el boticario rozó su espalda con el trapo empapado en el bálsamo, unas lágrimas gruesas comenzaron a saltarle de los ojos, y su boca se abrió para soltar un estridente aullido. Sin embargo, antes de que lograra emitir sonido alguno, Hiltrud ya le había tapado la boca con un trapo.

—¡Vamos! ¡Muerde este trapo y quédate callada! ¿O acaso quieres atraer a medio mercado con tus gritos?

A Marie no le quedó más remedio que resoplar por la nariz y retorcerse bajo la mano del boticario.

Peter Krautwurz se detuvo un instante.

—Relájate, pequeña. Ya casi termino. Con este bálsamo, las heridas sanarán más rápido y evitaremos que se formen horribles cicatrices.

Después de guardar la botella, Marie escupió el trapo. Si tenía que seguir viviendo, prefería no quedar marcada para siempre. Por un momento observó con desconfianza el frasco con ungüento en la mano de Peter, pero cuando le empezó a esparcir la pomada, sintió que su dolor se aliviaba. Con un suspiro casi de satisfacción, dejó que le aplicaran el resto del tratamiento. Después de darle una palmadita en el muslo para infundirle ánimos, el boticario se levantó.

—Bueno, ahora vamos a ver cómo estás ahí abajo. Date la vuelta, por favor.

Al principio, Marie no comprendió a qué se refería. Pero cuando él la giró, ayudado por Hiltrud, y le separó los muslos, su cara se puso roja como un tomate, y se tapó las partes pudendas con las manos. Hiltrud, que estaba sosteniéndole la espalda para que no se apoyara sobre las heridas, le sujetó rápidamente los brazos sobre los senos y la sostuvo con firmeza.

—¿Acaso quieres que vuelva a ponerte una mordaza en la boca? —le preguntó, al ver que Marie soltaba un grito suave—. Te han ultrajado salvajemente, y Peter solo quiere ver si puede ayudarte.

Marie apretó los dientes y dejó que el boticario la examinara.

—Aquí también está sanando bien. Eso sí, va a llevar algo más de tiempo que en la espalda, ya que no puedo utilizar mi bálsamo en los genitales; si lo hiciera, te causaría un dolor insoportable. Pero Hiltrud tiene su propia mezcla de hierbas, que también surte muy buen efecto, y además te traje una pomada que impedirá que te queden cicatrices profundas.

Hiltrud le alcanzó al boticario la botellita de cerámica con su tintura y se quedó mirando cómo le esparcía cuidadosamente el líquido por los labios vaginales, profundamente hinchados e inyectados de sangre, para luego dejarlo correr dentro de la vagina. Marie se moría de vergüenza, ya que hasta entonces ningún hombre la había visto desnuda, salvo aquellos tres canallas en la torre Ziegelturm, ni mucho menos la habían tocado en ningún otro lugar que no fuesen sus manos. Entonces pensó en la infinidad de manos que la habían toqueteado cuando la expulsaron de Constanza, y tuvo que respirar profundamente para ahuyentar esos recuerdos.

Hiltrud percibió el espanto en sus ojos y le acarició el pelo para tranquilizarla.

—Bueno, ya ha pasado. ¿Crees que podrás quedarte un rato sentada fuera? Reclínate sobre mi carreta y echa un vistazo a tu alrededor.

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