La rebelión de los pupilos (45 page)

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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La rebelión de los pupilos
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—¡Agáchese! —gritó Benjamín empujando a Athaclena hacia el suelo. El grupo que estaba en la ladera de la colina se cubrió en el preciso momento en que el tanque de retaguardia explotaba con un destello aclínico y abrasador. Trozos de metal y de blindaje silbaron en el aire.

Athaclena pestañeó para alejar la imagen de lo que acababa de ver. En la momentánea confusión producida por la sobrecarga sensorial, se preguntó por qué Benjamín estaba tan obsesionado con las aves acuáticas de la Tierra.
[3]

—¡El otro está averiado! —gritó alguien.

Cuando Athaclena fue capaz de mirar de nuevo, distinguió sin dificultades una columna de humo que se alzaba desde la placa delantera del tanque. La torreta emitía ruidos chirriantes y, al parecer, no podía moverse.

Entremezclado con el fuerte olor de la vegetación que ardía llegó el penetrante tufo de la corrosión.

—¡Funcionó! —gritó con júbilo Elayne Soo. Se levantó con presteza y corrió a atender a los heridos.

Benjamín y Robert habían propuesto usar productos químicos para incapacitar a la patrulla
gubru
, pero Athaclena había modificado el plan porque tenía otras intenciones. No quería
gubru
muertos tal como hasta entonces. Esta vez los quería vivos.

Y ahí estaban, atrapados en el interior de sus vehículos, incapacitados para moverse o actuar. Sus antenas de comunicaciones se hallaban fundidas y, además, seguros que en aquel momento ya habían empezado los ataques en el Valle del Sind, el alto mando
gubru
tenía muchas otras preocupaciones. La ayuda tardaría en llegar.

Se hizo el silencio unos momentos mientras se producía una lluvia de escombros sobre el bosque y el polvo se posaba lentamente.

Luego se oyó un coro creciente de agudos chillidos. Eran unos gritos de alegría que no habían sido alterados desde que la Humanidad había empezado a manipular los genes de los chimpancés. Athaclena escuchó también otro sonido, un penetrante alarido de triunfo… el grito de «Tarzán» de Robert.

Bien
, pensó.
Es bueno saber que ha sobrevivido a toda esa matanza.

Ahora sólo hace falta que cumpla con el plan y que se mantenga escondido.

Los chimps comenzaron a salir de entre los árboles derribados. Algunos corrían para ayudar a la doctora Soo que atendía a los heridos, mientras otros tomaban posiciones junto a las máquinas averiadas.

Benjamín miraba hacia el noroeste, donde unas cuantas estrellas se desvanecían ante la luz del amanecer.

En aquella dirección podían oírse unos débiles zumbidos.

—Me pregunto qué estarán haciendo Fiben y los chicos de la ciudad en aquella zona —dijo.

Por primera vez, Athaclena dejó su corona en libertad.

Formó el
ki hnnnagarra…
la esencia de la incertidumbre pospuesta.

—Eso está fuera de nuestro alcance —contestó ella—. Es aquí, en este lugar, donde debemos actuar.

Con la mano levantada hizo señas a sus unidades en las laderas de las colinas para que avanzaran.

Capítulo
46
FIBEN

Desde el Valle del Sind se elevaba el humo. Unos fuegos dispersos ardían en los campos de trigo y en medio de los huertos, y teñían de hollín una luz de alborada que rápidamente se volvía pálida y difusa.

A cien metros sobre el suelo, colgado de la tosca estructura de madera de una cometa de fabricación casera, Fiben examinaba los diversos incendios con unos gemelos de campaña. Allí, en el Sind, la lucha no había ido bien en absoluto. La operación había sido planeada como un ataque rápido con retirada inmediata, para hacer daño al enemigo, pero se había convertido en una huida desordenada.

Y ahora, las nubes descendían como si estuviesen excesivamente cargadas de humo oscuro y de fallidas esperanzas. Pronto no podría ver más allá de un kilómetro.

—¡Fiben!

Abajo y a la izquierda, no lejos de la maciza sombra de la cometa, Gailet Jones le hacía señas.

—Fiben, ¿ves algo del grupo C? ¿Han llegado al puesto de guardia
gubru
?

—¡No hay señales de ellos —gritó—, pero hay cenizas procedentes de la armada enemiga!

—¿Dónde? ¿Cuándo? Vamos a darte más cable para que puedas ver…

—¡Ni pensarlo! —gritó—. Voy a bajar ahora.

—Pero necesitamos datos…

—Hay patrullas por toda la zona —sacudió la cabeza con énfasis—. ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Fiben hizo una seña a los chimps que controlaban el tenso cable.

Gailet se mordió el labio y asintió. Empezaron a rebobinar.

Con el fracaso del ataque y el desmoronamiento de su sistema de comunicaciones, ella se había puesto más frenética que nunca con respecto a las informaciones. Fiben no podía reprochárselo. Él también tenía amigos por allí, pero en aquel momento debían pensar en salvar la propia piel.

Y eso que todo empezó tan bien
, pensó mientras el aparato descendía poco a poco. La sublevación había comenzado cuando unos chimps que trabajaban en las construcciones
gubru
hicieron estallar explosivos cuidadosamente colocados a lo largo de la última semana. En cinco de los ocho objetivos previstos, habían volado plumas en el cielo de la madrugada.

Pero empezaban a sentirse las ventajas de la tecnología. Había resultado desestabilizador ver lo rápidamente que respondían los mecanismos de defensa del enemigo, frenando a los grupos de soldados irregulares cuando apenas habían iniciado sus ataques. Por lo que él sabía, no se había logrado ninguno de los objetivos importantes y menos aún conservar su posición.

En definitiva, las cosas no andaban nada bien.

Fiben se vio obligado a orzar la cometa, quitando viento a la vela a medida que aquélla caía. El suelo se acercaba a toda prisa y juntó las piernas a fin de prepararse para el impacto. Éste se produjo con un golpe sordo.

Oyó cómo se rompía uno de los mástiles mientras el ala absorbía la mayor parte del golpe.

Mejor un mástil que un hueso.
Fiben se desabrochó el arnés gruñendo y se debatió para liberarse de la pesada tela de fabricación casera. Hubiera sido mucho mejor un ultraligero con armazón metálico y alas de duralona. Pero aún no sabían cuál era la razón de que el invasor detectara ciertos artículos manufacturados y por eso él había insistido en sustitutivos caseros e incómodos.

Max, el gran chimp de la cara marcada, vigilaba con un rifle láser de los
gubru
en la mano. Le tendió la otra y le ayudó a levantarse.

—¿Estás bien, Fiben?

—Sí, Max, gracias. Vamos a desmontar este trasto.

Su equipo se apresuró a desarmar la cometa y esconderla entre los árboles cercanos. Vehículos acorazados y flotadores
gubru
habían estado silbando sobre sus cabezas desde que empezara aquella desgraciada incursión antes del alba. La cometa era casi insignificante, virtualmente invisible con radar o infrarrojos. Y, sin embargo, habían estado tentando a la suerte al usarla a la luz del día.

Gailet se reunió con ellos en el extremo de la huerta. Había sentido renuencia a creer en el arma secreta de los
gubru:
la habilidad del enemigo para detectar artículos manufacturados. Pero se había avenido gracias a la insistencia de Fiben. La chima llevaba un abrigo hasta media pierna sobre un pantalón corto y una túnica tejida a mano. Apretaba contra su pecho un cuaderno de notas y una estilográfica.

Había sido necesario un gran esfuerzo de persuasión para que no llevara una pantalla portátil de ordenador.

No se equivocaba Fiben cuando creyó haber visto el alivio reflejado en su cara cuando él se incorporó junto a la destrozada cometa. Pronto recuperó su aire profesional:

—¿Qué has visto? ¿Son muy grandes los refuerzos que le han llegado al enemigo desde Puerto Helenia? ¿Se ha acercado mucho el grupo de Yossy a la batería
gubru
?

Esta mañana han muerto buenos chimps y chimas, ¡y a ella parecen preocuparle sólo sus malditas informaciones!

El punto estratégico de la defensa espacial había sido uno de los objetivos. Hasta entonces, las pocas e insignificantes emboscadas de las montañas apenas habían preocupado al enemigo. Fiben había insistido en que la primera incursión tenía que ser importante. Nunca volverían a encontrar al enemigo tan poco preparado.

Y, sin embargo, Gailet había planeado la operación del Valle del Sind basándose más en sus informadores que en las unidades de lucha. Para ella, la información era mucho más importante que cualquier daño que pudieran hacer a los invasores. Y, para sorpresa de Fiben, la general había estado de acuerdo.

—Hay mucho humo en esa dirección, así que tal vez Yossy haya conseguido algo —Fiben se sacudió el polvo. En su traje de faena había un desgarrón.

—He visto muchos refuerzos enemigos moverse por la zona. Lo tengo todo aquí dentro. —Se golpeó la cabeza.

Gailet hizo una mueca. Le hubiera gustado saberlo en aquel instante. Pero el plan era marcharse en seguida, y se estaba haciendo muy tarde.

—De acuerdo, ya nos darás el parte después. En estos momentos seguir aquí ya debe ser peligroso.

Tienes que estar bromeando
, pensó Fiben con sarcasmo.

—¡Eh, vosotros! ¿Habéis terminado ya con la cometa?

Los tres chimps encargados de ello estaban cubriendo de hojas un montículo bajo las prominentes raíces de un árbol.

—Listo, Fiben —empezaron a recoger sus rifles de caza que estaban amontonados bajo otro árbol.

—Creo que sería mejor deshacernos de ellos —Fiben frunció el ceño—. Son de fabricación terrestre.

—¿Y con qué los sustituimos? —preguntó Gailet con vehemencia—. Si nos atacan, ¿qué vamos a conseguir con los seis o diez rifles láser que hemos arrebatado a los
gubru
? Estoy dispuesta a hacerles frente totalmente desnuda, si es necesario, pero no desarmada. —Había violencia en sus ojos castaños.

—¿Tu dispuesta a atacar? —Fiben también estaba enojado—. Entonces ¿por qué no persigues a esos malditos pájaros con tu afilada pluma? Es tu arma favorita.

—¡Eso no es justo! Si tomo notas es porque…

No terminó el comentario. Max la interrumpió gritando:

—¡A cubierto!

El repentino silbido del aire desplazado se convirtió en una atronadora explosión cuando algo blanco centelleó casi a la altura de las copas de los árboles. Las hojas caídas se arremolinaron flotando sobre la maleza.

Fiben no recordaba haberse escondido tras las retorcidas raíces de aquel árbol, pero allí estaba. Levantó la cabeza a tiempo de ver una nave alienígena elevarse y dirigirse a la cima de una colina alejada para luego regresar.

Sentía a Gailet cerca de él. Max estaba a la izquierda, encaramado en las ramas de otro árbol. Los otros se habían tirado al suelo en los límites de la huerta.

Fiben vio a uno de ellos levantar el arma cuando la patrullera volvía a acercarse.

—¡No! —gritó, aunque sabía que ya era demasiado tarde para el aviso.

El extremo de la huerta hizo erupción. Fragmentos de tierra volaron hacia arriba, como empujados por unos demonios furiosos. En un abrir y cerrar de ojos, el torbellino se abalanzó hacia los árboles cercanos, lanzando pedazos de hojas, ramas, polvo, carne y huesos en todas direcciones.

Gailet contemplaba el caos boquiabierta. Fiben se lanzó sobre ella justo antes de que la fuerza de la explosión los barriera. Vio la estela de un acorazado que volaba sobre ellos. Los árboles supervivientes se agitaron por el impulso del aire desplazado y una ininterrumpida lluvia de cascotes cayó sobre sus espaldas.

—¡Ufff!

Bajo su brazo surgió la cara de Gailet. Con voz sofocada le dijo:

—Deja de joderme antes de que me asfixie, maloliente cerebro de mosquito.

Fiben advirtió que la patrullera enemiga desaparecía a toda prisa por detrás de la colina y se puso de pie.

—Vamos —dijo levantándola—. Tenemos que largarnos de aquí.

Los pintorescos insultos de Gailet se interrumpieron bruscamente. Contuvo la respiración ante lo que habían hecho las armas de los
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, como si no pudiera creer que algo tan horrible fuera posible.

Los fragmentos de madera estaban completamente esparcidos, entremezclados con los restos espeluznantes de los que habían sido tres guerreros. Los rifles de los chimps yacían junto a sus restos.

—Si tienes la intención de tomar una de esas armas, te dejo sola, hermana.

Gailet parpadeó y sacudió la cabeza sin pronunciar ni una sola palabra. La había convencido.

—¡Max! —chilló de repente.

Empezó a moverse hacia donde había visto por última vez a su inmenso y serio sirviente, pero en aquel momento se produjo un ruido sordo. Fiben la detuvo.

—Transportes de tropas. No tenemos tiempo. Si está vivo y puede huir, lo hará. ¡Vámonos!

El zumbido de los gigantescos aparatos se acercaba, ella seguía resistiéndose.

—Oh, por el amor de Ifni, ¡tienes que salvar tus notas! —la instó.

Aquello la hizo reaccionar. Gailet dejó que Fiben la arrastrara consigo. Dio unos trastabillantes pasos hacia él y de inmediato se lanzaron a la carrera.

Vaya chica
, pensó Fiben mientras corrían bajo la protección de los árboles.
Tal vez sea un poco pesada pero es valerosa. Es la primera vez que ve algo así y ni siquiera ha devuelto.

¿Sí?
parecía decir una vocecita en su interior.
¿Y tú cuántas veces has visto algo igual? Comparadas con esto, las batallas espaciales son limpias y nítidas.

Fiben admitió que la principal razón de por qué él no había vomitado era que no quería sentirse ridículo delante de aquella chima en concreto. Nunca le daría tal satisfacción.

Juntos se zambulleron en un lodoso arroyo y buscaron un escondrijo lejos de allí.

Capítulo
47
ATHACLENA

Ahora todo dependía de Benjamín.

Athaclena y Robert vigilaban desde su escondite en la falda de la colina cómo su amigo se acercaba al convoy
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posado en tierra. Otros dos chimps acompañaban a Benjamín, uno de ellos con una bandera de tregua. Ésta ostentaba el mismo diseño que el símbolo de la Biblioteca: la espiral radiada de la Civilización Galáctica.

Los emisarios chimps se habían despojado de la ropa hilada a mano y llevaban ahora abrigos plateados, cortados en un estilo apropiado a bípedos de su forma y estatus. Se necesitó valor para adoptar tal decisión.

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