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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (23 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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—Vos no sois el sultán de Borneo.

—Es verdad: pero soy un hombre capaz de devastar todo vuestro reino. Tened cuidado, porque las huestes conducidas por el terrible Tigre de Malasia están, mientras tanto, introduciéndose en vuestras tierras.

—¡Me vengaré…!

—Sí, lo más tarde posible —respondió Yáñez.

Luego, volviéndose hacia Kammamuri y señalándole al sultán, le dijo:

—Coge a este hombre, súbelo a la cima de esa roca y haz que resulte bien visible. Veremos si su guardia tiene el valor de disparar contra él.

—¿Y después, señor Yáñez? —preguntó el indio.

—¿Te asustaría dar un paseo nocturno conmigo hasta los montes de Cristal?

—Con vos incluso iría por segunda vez a cazar los últimos
thugs
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indios.

—Por ahora, aquéllos no nos molestan. Así que sólo tenemos que ocuparnos de los soldados.

—Que también tienen en sus venas sangre india —observó, no sin cierta malicia, el maharato.

Las descargas cerradas no sonaban ya, pero el combate aún no debía de haber terminado. Tiros aislados repercutían dentro del bosque que bordeaba el río. Mati se batía en retirada, quemando sus cartuchos.

—Ahora, hagamos algo también nosotros —dijo Yáñez—. No dejemos que avancen tranquilamente los soldados y conquisten nuestra posición. Antes de que lleguen aquí el sultán será hombre muerto, si no dejan de disparar.

Subió a una roca junto con Kammamuri y echó una mirada a lo largo de las orillas del río. Luego, divisando un pequeño grupo de soldados, disparó, a su vez, dos tiros, obligando a aquellos indios, a pesar de su valor, a ponerse nuevamente a salvo bajo los árboles.

También Kammamuri había consumido un par de cargas, con la cooperación de la bella holandesa, que disparaba muy bien y con calma, como si se encontrase en un campo de tiro.

—¿Cuánto durará esta tregua? —se preguntó el portugués, mirando a Kammamuri—. Si los soldados nos atacad nos veremos obligados a rendirnos por fuerza, ya que no tenemos nada que llevarnos a la boca.

—¿Creéis que el Tigre de Malasia estará bajando ya hacia la frontera para tendernos la mano?

—Sandokán no puede estar lejos. El puesto de correos está en el Sirdar y allí encontraremos noticias suyas.

—¿Qué tengo que hacer?

—Partir sin demora y aprovechar la noche para esquivar a los soldados. Procura unirte a Mati, si puedes, y que Dios te proteja, mi valiente y fiel amigo.

19. Las huestes del tigre

La luna, una magnífica luna que iluminaba el bosque como si fuese pleno día, rozaba los altísimos árboles de los montes de Cristal cuando una pequeña cuadrilla de hombres apareció en el fondo de un barranco que conducía al estanque de Sirdar. No serían más de cincuenta, pero su aspecto no era precisamente tranquilizador.

Se trataba de malayos y dayaks del interior, los famosos cazadores de cabezas, todos ellos armados de fusiles y de sables espantosos que, solamente con verlos, helaba la sangre en las venas. Por si fuera poco, algunos llevaban en sus robustos hombros unos largos cañones, que no eran otra cosa que espingardas.

Parecía que otros hombres traspusieran más arriba los pasos de las montañas, pues el silencio de la noche era interrumpido de cuando en cuando por un lejano rodar de piedras.

En el extremo del barranco recorrido por aquella pequeña tropa, ardía un gran fuego encendido a la orilla de un pantano. Dos hombres, sentados en el tronco de un árbol, charlaban tranquilamente sin preocuparse, al parecer, de los peligros que podían presentarse de un momento a otro.

Uno era el verdadero tipo de malayo, intensamente moreno, con tonos rojizos en los pómulos; en cambio, el otro era el puro tipo indio.

Ambos eran entrados en años, pero robustos y capaces de llevar a cabo por sí solos grandes gestas.

—Oye —dijo el tipo malayo al indio, que desde hacía algún tiempo daba muestras de impaciencia—, ¿no te parece raro que Yáñez no nos haya enviado todavía algún correo? Mati, el patrón del yate, debe de conocer el país y yo creo que sabrá llegar prontamente aquí, mi querido Tremal-Naik.

—No puedo afirmar que esté tranquilo, Tigre de Malasia. Tengo constantemente el temor de que al señor Yáñez y a las flotillas les haya ocurrido alguna desgracia.

—También yo querría saber lo que ha sido de los hombres que desembarcamos en la costa. Sin embargo, creo que dentro de poco tendremos alguna noticia. Conozco demasiado bien a Yáñez, y me parece verle venir a nuestra encuentro, pues él sabe que también nosotros estamos expuestos a grandes peligros. ¿Están siempre pegados a nosotros los cazadores de cabezas?

—Sí, señor Sandokán. No nos quieren dejar de ninguna manera.

—¿Es que siempre tienen necesidad de cabezas estos sanguinarios salvajes? —dijo el Tigre de Malasia.

—Sabéis igual que yo la raza de bribones que son esos hombres: tienen una constante necesidad de adornar sus cabañas con cabezas humanas para aterrorizar a sus adversarios.

—Calla, Tremal-Naik —dijo en ese momento el Tigre de Malasia, levantándose de golpe y dando un silbido para que acudieran sus hombres, que se habían reunido ya, poco a poco, en las orillas del estanque.

—Un disparo de fusil, ¿verdad, Sandokán? —preguntó el indio.

—Así me ha parecido. Los dayaks no poseen armas de fuego —dijo el Tigre de Malasia—, a no ser que estén a sueldo nuestro. Sus cerbatanas no hacen ruido, aunque maten inexorablemente.

La pequeña tropa que había bajado por el barranco del estanque, había montado inmediatamente dos espingardas, apuntando sus bocas hacia el boscaje.

Todos se habían puesto a la escucha, alarmados por aquel disparo que no podía haber sido hecho ciertamente por amigos.

Transcurrieron unos minutos de angustiosa espera, porque el grupo sabía demasiado bien que tenían ante ellos y a sus espaldas a los famosos cazadores de cabezas, que son los más valientes isleños de Malasia.

Después de aquel disparo que resonó a lo lejos, en medio del enorme y tenebroso bosque, no habían oído nada más.

Sin embargo, el grupo permanecía armado y se mantenía listo para rechazar cualquier ataque que viniera de la otra orilla del estanque.

—¿Nos habremos equivocado, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik al formidable jefe de los tigres de Mompracem.

—No, ha sido un disparo de fusil —respondió el malayo, echando una mirada a su pequeña tropa—. Conozco las carabinas de mis hombres y reconozco un tiro entre mil porque nuestras armas son de un calibre mucho mayor que el de los fusiles que usan los ingleses.

—¿Respondemos, Tigre de Malasia?

—¿Para indicar a los cazadores de cabezas nuestro campamento? No, Tremal-Naik, prefiero seguir esperando. Por otra parte, somos bastantes y tenemos la espingarda que tanto temen los dayaks.

Transcurrieron otros cinco minutos.

Un tigre hambriento, que iba en busca de su cena, dejó oír su espantoso e impresionante "augg", pero el disparo de fusil no se repitió en el tétrico bosque.

—Está pidiendo nuestras costillas —dijo Tremal-Naik, que por haber vivido muchos años en la India, no se mostraba agitado.

—¿Crees que atacará al hombre que ha disparado el tiro?

—También yo tengo esa duda, Sandokán —respondió el indio.

—¿Qué harías tú?

—Iría a buscar al hombre que ha señalado su presencia con ese disparo de fusil. Hemos matado suficientes en los
sunderbunds
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del Ganges y a lo largo de las orillas del río sagrado para que nos asuste el rugido de ese tigre hambriento. La noche no es tan oscura, y también bajo el bosque sabremos guardarnos del devorador de hombres.

El Tigre de Malasia hizo un gesto, y un feo y viejo malayo que tenía la cara y el pecho cruzados por golpes de sable se adelantó, preguntando:

—¿Qué quieres, jefe?

—Que te mantengas firme hasta nuestro regreso —respondió Sandokán—. Si los cortadores de cabezas intentara») asaltar el campamento, ametrállales, ya que hemos traída hasta aquí nuestras mayores espingardas.

—¡Cuidado, jefe! El bosque esconde mil asechanzas, especialmente cuando lo recorren los salvajes de la frontera.

—Por el momento, nos bastaremos Tremal-Naik y yo. Quiero buscar por encima de todo al hombre misterioso que avanza por el bosque, a pesar del rugido del tigre. No puede ser más que uno de los hombres de Yáñez, estoy seguro.

Echó una ojeada a sus hombres. Luego, satisfecho de ver a los formidables andarines de los bosques en formación de combate, se echó la carabina al hombro, diciendo a Tremal-Naik:

—Ven, amigo: o encontramos al hombre o encontramos al tigre.

Volvieron la espalda al pequeño campamento y se adentraron decididamente en el tenebroso follaje.

Los dos hombres avanzaron alerta durante unos cincuenta pasos, aguzando el oído; luego, Sandokán dijo:

—Sea amigo o enemigo, provocaremos otro disparo de fusil.

—Si el tigre no se ha comido ya al misterioso correo —dijo el indio.

—Los hombres de Yáñez han hecho las campañas de la India y conocen demasiado bien el
bag
para dejarse sorprender. Probemos.

Descolgó la carabina y se puso a la escucha unos instantes. Había alzado ya el arma, cuando el espantoso rugido del tigre resonó repentinamente en medio del bosque.

—Parece furioso —dijo Tremal-Naik—. ¿Será que el hombre ha fallado el tiro o es que la fiera estará herida?

—Veamos —dijo Sandokán.

Disparó un tiro que retumbó siniestramente bajo el tenebroso bosque, y un amenazador "augg" fue la respuesta, que resonó no muy lejana, hasta que, tras unos minutos, si oyó otro disparo, pero más débil que los demás.

—Lo tenemos a nuestra derecha —dijo Sandokán—. No puede ser un dayak.

—No, pero tiene por aliado al tigre —respondió el indio, que en los
sunderbunds
había hecho estragos entre esas fieras sanguinarias.

—Cuida de que no nos sorprenda: está más cerca que el hombre.

—También nosotros tenemos ojos y estamos habituado a ver en medio de las tinieblas.

—Retirémonos, Tremal-Naik, y estemos atentos. Si a tigre nos ha olfateado, como es probable, se dispondrá darnos caza.

—Sí, se nos echará encima cuando menos lo esperemos.

Habiendo encontrado en el bosque un claro muy ancho abierto por los elefantes o por los rinocerontes, se adentra ron en él, manteniendo el dedo en el gatillo de las carabinas.

Sandokán se había apresurado a cargar de nuevo si; arma para no encontrarse indefenso más tarde.

En el bosque reinaba ahora un gran silencio, apenas rote por el susurrar de la fronda. Bajo las hojas secas se oía de cuando en cuando silbidos más o menos agudos que anunciaban la presencia de reptiles.

Siempre aguzando el oído, con la mirada fija en los matorrales y en los grandes árboles, los dos hombres empezaron su marcha valerosamente, buscando al misterioso correo Habían recorrido otros quinientos o seiscientos pasos cuando Tremal-Naik, que iba delante, se tiró bruscamente al suelo, susurrando:


El bag

—¿Le has visto? —preguntó Sandokán, sin mostrar ninguna aprensión.

—Una sombra ha volado hacia los árboles que se extienden ante nosotros…

—Pero no estás seguro de que sea el tigre.

—¡Oh! No tardará en hacerse oír. Si son valientes los de Bengala, no lo son menos los de Borneo y no huyen ante el hombre.

—¿Tendrá su guarida entre esos árboles?

—Lo sospecho, Sandokán.

—Entonces, vamos a buscarlo —dijo decididamente el jefe de los piratas de Mompracem.

Se habían detenido ambos, olfateando intensamente el aire impregnado del penetrante olor que dejan tras de sí las fieras.

—¿Lo notas? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí —respondió Sandokán—. No es posible equivocarse.

Miró a su alrededor y, al ver en el suelo un pedazo de rama seca, lo cogió y lo lanzó con toda su fuerza hacia el grupo de árboles, tratando de provocar el ataque de la fiera. Entre los matorrales se oyó un rugido amenazador y, luego, un crujir de hojas secas.

—Está allí dentro —dijo Tremal-Naik.

—Y nos acecha al paso —añadió Sandokán—. Intentemos descubrir sus ojos y fulminarle con una bala en la frente. Ponte a mi derecha, amigo. Dispararemos mejor.

El indio se apartó unos pasos, se inclinó hasta el suelo y luego se levantó, diciendo:

—Está delante de nosotros.

—¿Y el hombre?

—¡Quién sabe dónde estará! Le buscaremos más tarde, cuando nos hayamos desembarazado de este peligroso vecino. Sangre fría y adelante.

Se habían puesto a andar a gatas, buscando ansiosamente a la fiera.

Un soplo de aire húmedo, que olía a tierra impregnada de miasmas, les llevó por segunda vez el olor del
bag.

—¿Ves algo, Tremal-Naik? —preguntó Sandokán.

—En el claro reina una oscuridad completa.

—¡Sin embargo, la bestia está allí adentro!

—Oh, también yo estoy convencido de eso.

—Busca sus ojos.

—¡No consigo descubrirlos!

—¿Quieres que sigamos adelante y que reanudemos nuestro camino? Este tigre nos sobra…

—No te fíes, porque si está hambriento, nos seguirá para caernos encima en el momento oportuno.

—Pero no podemos permanecer aquí eternamente inmovilizados, quizá mientras ese misterioso correo intenta alcanzar el estanque.

—¿Qué quieres hacer, Sandokán?

—Matarlo —respondió el jefe de los piratas de Mompracem—. No será el primero que caiga bajo nuestros disparos.

Se había levantado nuevamente, acercándose con local temeridad al claro y manteniendo la carabina apuntada.

Un ronco maullido le advirtió que el peligro estaba más cercano de lo que creyera.

—Tremal-Naik —dijo—, ¿quieres hacer de reclamo? Tul sabes que jamás yerro.

—Estoy listo —respondió el valeroso indio.

Se acercó a una fibra de
rotangs
y se colgó de ella con las manos, sacudiéndola fuertemente. La liana, que pasaba por en medio de los árboles, vibró varias veces, atrayendo la atención del carnívoro.

Sandokán, esperaba cinco pasos detrás, conteniendo la respiración. De repente, una sombra se abatió sobre los
rotangs
que aferraba Tremal-Naik, intentando llevarse al hombre que se ofrecía tan atolondradamente a sus dientes y a sus garras.

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