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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (26 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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—Si no os importa, a ese hombre le capturo yo —dijo la bella holandesa.

—Manteneos en guardia, señora. Tomad mis pistolas, que valen más que vuestra carabina.

El desconocido, que finalmente se había presentado, preguntó arrogantemente:

—¿Quién sois vos?

La respuesta se la dio inmediatamente Kammamuri, el cual había dejado por un momento al sultán, ahora bajo la vigilancia de la bella holandesa. Con un salto rapidísimo, se le echó encima y con un impulso irresistible lo derribó al suelo.

El embajador, que ciertamente no se esperaba esa desagradable sorpresa, cayó como un buey al que le hubieran dado un mazazo.

—¿Me lo has averiado, Kammamuri? —preguntó Yáñez—.

Tienes una fuerza muscular tan grande que es preciso dejarla descansar todo lo que se pueda.

—Los ingleses son duros —respondió el maharato—. ¡Es para vos! Mirad, ya abre los ojos y arquea las manos, como si quisiera tomar parte en un combate de boxeo.

—Salta encima de él, antes de que huya: ese también es muy valioso —Kammamuri había caído sobre el embajador, martilleándole la cabeza a puñetazo limpio.

—Basta… me rindo —dijo el desgraciado, que hacía enormes esfuerzos para ponerse nuevamente en pie.

—¿Tienes bastante? —preguntó el indio.

—¿Queréis matarme?

—No tan pronto.

—Átale también las manos a este hombre, junto al sultán. Y procuremos llegar lo antes posible a Varauni —dijo Yáñez.

—¡Cómo! ¿Y Sandokán?

—A estas horas ya sabe lo que tiene que hacer, si Mati ha llegado hasta él, como creo.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros en Varauni, mientras se combate aquí?

—Vamos a desencadenar la revolución, amigo mío. Cuando los tigres lleguen a ver la bahía, es posible que la roja bandera ondee ya sobre los muelles. Ea, huyamos antes de que nos envuelvan los combatientes.

Permanecer más tiempo en la orilla del río, batida por terribles descargas de carabinas y barrida por la metralla de las espingardas, hubiera sido peligroso.

Yáñez, que había imaginado rápidamente un plan, cruzó por el bosque llevando detrás al sultán y al embajador.

Habían llegado entonces al centro del fuego. Las balas silbaban y rebotaban por todas partes, tronchando las ramitas y espantando a los animales salvajes que todavía quedaban por allí.

Aunque los tigres de Malasia habían atacado a fondo y resueltamente, todavía no habían conseguido arrollar a la valerosa infantería india, que se dejaba matar cruelmente en su puesto antes que rendirse.

En el légamo del río se amontonaban los cadáveres, horriblemente mutilados a golpes de
tarwar
o de
parangs,
pues tanto los tigres como los indios habían abandonado las armas de fuego que ahora resultaban casi inútiles.

Solamente continuaban disparando las espingardas, colocadas en las hondonadas de los montes de Cristal para diezmar las filas de la tenacísima guardia, que cala sin gloria.

Yáñez, antes de abandonar la roca, con una rápida ojeada, se había formado una idea más o menos exacta del curso del río y guiaba tranquilamente a su grupo, a pesar de que, de cuando en cuando, pasaban por el aire y a ras de suelo verdaderas nubes de metralla.

Su objetivo era librarse del cerco de los soldados, que de un momento a otro podían rodearles.

No había ni que pensar en llegar hasta el Tigre de Malasia, afanado como estaba con todas sus tropas. A Yáñez sólo le quedaba una cosa que hacer: dirigirse a Varauni, sublevar a los chinos y desencadenar la insurrección antes del regreso del sultán.

Dirigiendo hábilmente a su pequeña vanguardia, el portugués, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría, consiguió finalmente abrirse camino por el río. Más allá se encontraba la gran selva, aún en tinieblas, porque no había despuntado el alba. Los refugios no podían faltar.

—Un supremo esfuerzo, señora —dijo Yáñez a la bella holandesa—. Tenemos que pasar por en medio de un cerco de fuego.

—Estoy dispuesta a todo —respondió la flemática joven, golpeando el cañón de su carabina con la palma de su mano derecha—. Consideradme como un soldado, milord.

—Si todas las mujeres fueran como vos, ¿cuántas desdichas se evitarían?

—A la guerra se va a combatir, milord —respondió Lucy—. No creáis que estoy demasiado impresionada por esta batalla.

—¡He aquí la excelente sangre del septentrión! —murmuró el portugués—. ¡A mí, Kammamuri!

El maharato, que estaba abrumando a golpes al embajador y al sultán, quienes intentaban con grandes gritos hacer acudir en su auxilio a la guardia, avanzó por la orilla del río volteando amenazadoramente el
kampilang
sobre la cabeza de ambos prisioneros.

—Cuida de la señora, Kammamuri —le dijo Yáñez—. Si dentro de un cuarto de hora no hemos superado los flancos de la batalla, no sé qué será de nosotros. Presiento que los bornéanos del sultán jugarán su más terrible carta.

—La guardia ya está casi medio destruida —respondió el indio.

—¿Y no cuentas con los
sikkaris
del campamento? Verás cómo nos caerán encima.

—¿Tenemos que atravesar el río?

—Sí, Kammamuri.

—¡Mal momento, con tantos proyectiles silbando a nuestro alrededor!

—No perdáis el tiempo: disparan a bulto y, además, tienen encima a los tigres de Mompracem, y éstos no dejarán tiempo a los bornéanos para que nos maten a todos. ¡Señora Van Harter, al agua!

—¿No nos ahogaremos?

—No sería imposible que nos devoraran los cocodrilos que infestan los ríos de Borneo, mas espero que, con todo este estrépito, no tendrán ganas de bromear.

El fragor se había hecho verdaderamente espantoso. En efecto, en la hondonada del río había momentos en que parecía que saltaran por los aires parcelas enteras de bosque. Continuaba la sangrienta batalla entre la guardia del sultán y los tigres de Mompracem, con una furia increíble.

Ambos bandos se atacaban encarnizadamente, intentando destruirse en masa.

—¡Agachaos! —gritaba sin cesar Yáñez, que tendía una mano a la bella holandesa—. Nuestra salvación está en la rapidez. Atención a los cocodrilos.

Habían conseguido abrirse paso entre los últimos matorrales que se amontonaban desordenadamente en la orilla del río y se adentraron con resolución en las aguas fangosas, intentando la travesía antes de que llegaran los terribles soldados.

Cogidos de la mano, pasando de banco en banco, los fugitivos, acompañados en todo momento por el sultán y el embajador, casi habían llegado a la orilla opuesta, cuando otro espantoso estrépito resonó en medio de la selva.

—¿Qué ocurre? —gritó Yáñez, que se había detenido en un islote fangoso—. ¡Se trata de elefantes!

—Sí, señor —dijo Kammamuri, que vigilaba a sus prisioneros.

—¿Tigres malayos, tigres indios y elefantes…? ¿Quién saldrá vivo de este valle?

—Señor, atravesemos prontamente el último brazo del río —dijo Kammamuri—. Más adelante hay algo que podrá proporcionarnos refugio contra todos, al menos por cierto tiempo.

Una oscura masa de amplias proporciones se dibujaba en la orilla. En vez de uno de los acostumbrados
praos,
parecía que los mineros chinos hubieran abandonado en aquel lugar un junco. Como es sabido, las embarcaciones fluviales de los mongoles son de una resistencia a toda prueba.

—¡Sí, allí! —gritó Yáñez, que sostenía constantemente por la mano a la holandesa.

Pasando de banco en banco, el grupo consiguió finalmente llegar a aquella oscura masa que estaba varada en la orilla.

—He aquí nuestra salvación —dijo Yáñez, subiendo rápidamente por la escalerilla del pequeño velero zozobrado—. Si los elefantes nos hubieran llegado a bloquear en medio del río, estábamos perdidos.

—Pero, ¿de qué elefantes creéis que se trata? —preguntó la bella holandesa.

—Los que capturaron los batidores para el sultán y que ahora vienen hacia aquí, a través de la selva, para diezmar a nuestras tropas.

—¿Podremos resistir aquí?

—Este velero es tan pesado como una roca y opondrá una extraordinaria resistencia a los paquidermos.

—¿No nos atacarán?

—No temáis, señora. Se estrellarán contra este montón de maderos. ¡Ya llegan…! Desgraciados de los que se encuentren en la selva. Los prisioneros, a tierra. Y preparémonos a disparar contra los colosos.

—Les voy a atar, señor —dijo Kammamuri, empujando al sultán y al embajador hacia el palo mayor y echando sobre ellos una maroma—. Ahora, que intenten escapar.

En ese momento, la manada de elefantes, reunida días atrás por los
sikkaris
del sultán en la selva, entraba en el río con un ímpetu irrefrenable, dirigiéndose hacia el velero.

Se trataba de unos cincuenta paquidermos, tal vez más, Y todos de gran tamaño.

22. Asalto a Varauni

El espectáculo que ofrecía aquella manada de elefantes era terrorífico. Los enormes animales, obcecados por la ira, se habían arrojado, de dos en dos y de cuatro en cuatro, a pequeños grupos, contra el velero, desfondándolo en varios puntos.

Sin embargo, la mole había resistido el tremendo choque y solamente el timón, que ahora no tenía importancia alguna, había desaparecido, arrancado por un gran golpe de trompa.

Desgraciadamente, los elefantes, que parecían haber jurado destruir el casco, consiguieron en cierto momento subirse al banco de arena sobre el que estaba varado el junco. Una salva de impresionantes barritos saludó aquel primer éxito, y luego, los colosos reanudaron su obra destructora, lanzándose como catapultas.

—Amigos —gritó Yánez, que jamás había visto tan de cerca la muerte—, aguantad todo lo que podáis o estas bestias malignas conseguirán que nos ahoguemos en el río. Son peores que los soldados del sultán.

Había comenzado el segundo asalto, aún más espantoso que el primero. Aquellos cincuenta animalotes, poseídos de un verdadero furor destructivo, daban tan tremendas sacudidas al velero, que éste amenazaba con hundirse, de un momento a otro, en las profundas aguas.

Bajo los tremendos golpes, que iban en incrementó, las cuadernas eran arrancadas por los grandes colmillos, que perforaban la madera.

La arboladura oscilaba, descoyuntándose poco a poco, y dejando caer sobre cubierta ora una verga, ora un montón de jarcias.

Los fugitivos no escatimaban los cartuchos. Cada vez que un elefante alzaba la trompa, una bala se clavaba en su garganta y lo hacía caer de rodillas.

Mientras atacaban los elefantes, aliados inconscientes del sultán, continuaba la batalla en el río.

Se oían terribles detonaciones de vez en cuando, y ocasionalmente llegaba hasta cerca del velero una bala perdida de espingarda o de
lila
.

Los que llevaban la parte peor eran los elefantes, que se mantenían expuestos obstinadamente en la línea de fuego, soportando frecuentes descargas de metralla que producían en sus corpachones tremendas heridas.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri, en el momento en qué diez o doce elefantes se lanzaban al asalto del velero—, ¿dónde acabaremos? ¿En el río, en vez de en Mompracem?

—Nuestra situación no es precisamente divertida —respondió el portugués, que no cesaba de disparar al lado de la bella holandesa, haciendo cada vez una víctima—. Pero estas bestias acabarán por cansarse.

—¿Estarán avanzando los tigres de Mompracem?

—¿No oyes cómo resuenan sus golpes? Tampoco los soldados del sultán tienen mucho de que reírse. Ese Sandokán sabe llevar los asuntos, especialmente cuando se trata de un combate. ¡Ah!

Un formidable choque, que parecía producido por una inmensa ola, había sacudido en ese momento al junco, partiendo del bauprés. Las amuras temblaron como si fueran a abrirse de un momento a otro y las cuadernas salieron despedidas, clavándose como lanzas en las carnes de los atacantes.

—¡Atención a la arboladura! —gritó Yáñez, que no había dejado de hacer fuego en la primera línea.

Los colosos parecieron sorprenderse de la resistencia de aquel montón de maderos. Luego, como presas de un delirio de destrucción, volvieron a la carga en grupos.

En un instante quebraron las amuras a golpes de trompa y aparecieron a la vista de Yáñez y sus compañeros.

Un feísimo
merghee
[31]
de gigantesca nariz, se plantó sólidamente en el banco de arena, justamente bajo estribor, arrancó dos metros de amura y, aferrando con su trompa a Kammamuri, empezó a sacudirle, manteniéndolo suspendido en el vacío.

Los fugitivos dejaron escapar un grito de horror, creyendo llegada su última hora.

—¡Dejadme hacer a mí! —gritó el portugués, disparando a quemarropa.

El elefante, al sentir que la pólvora le quemaba la nariz, soltó a Kammamuri sin haberle hecho daño alguno. Pero luego, a pesar de estar herido, avanzó de nuevo despedazando con unos pocos golpes todas las jarcias fijas de la arboladura. Después, con una agilidad que nadie hubiera imaginado en un corpachón como el suyo, se lanzó al abordaje, amenazando con exterminar a los fugitivos a golpes de trompa.

Tuvo lugar entonces una escena muy cómica. La toldilla del viejo velero chino, carcomida por quién sabe cuántos años de navegación, se abrió, y el monstruoso animal desapareció en la bodega, hundiendo los fondos del barco con su enorme peso.

Yáñez no le había perdido de vista ni un solo instante.

—¡Pobres de ellos si el coloso se adueñaba de la bodega! El junco hubiera podido darse por perdido. En efecto, la bestia, recobrada de la caída, a pesar de estar completamente magullada y cubierta de sangre, había comenzado al atacar las amuras, hundiendo grupos de cuadernas y
baos
[32]
.

—¡Todos a mí! —gritó Yáñez—. No ahorréis las municiones. Es necesario que desalojemos a ese bribón antes de que nos eche a pique.

El elefante, irritado por la herida y por verse encerrados, seguía cargando contra la bodega, arrancando con furor los
baos
para hacer caer todo el puente. Los fugitivos se habían precipitado tras Yáñez.

—¡Abajo! —gritó Kammamuri.

Bajaron a la bodega, que estaba iluminada por dos enormes luceras de papel oleoso decoradas con grandes flores.

El coloso, tras hacer estragos entre los puntales, se había lanzado contra el tablazón, destrozando aquí y allá las cuadernas. El peligro era inminente.

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