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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (11 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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En alta mar el cielo era purísimo y el mar apenas movido. El yate, después de adelantar a los grupos de
praos
, apresuró su marcha.

Yáñez y el capitán holandés habían subido al castillo de proa para abarcar el horizonte.

—Si mis hombres resisten en las calderas, mañana estaremos en Pontianak antes de que se ponga el sol.

—¿Y me conducís de buen grado?

—¿Por qué no?

—¿No sabéis que corréis el peligro de ser arrestado?

—¿Por quién?

—Por el gobernador.

—En ese caso, no haría otra cosa que extender en la toldilla la bandera inglesa: sería curioso saber quién se atrevería a hollarla.

—¡Os consideráis muy fuerte! —dijo el capitán.

—¡No soy tonto, ciertamente! —respondió el portugués, riendo—. Capitán, esta noche habrá una fiesta a bordo y espero que, vos y vuestros cipayos, participéis.

En ese mismo momento, la campana de a bordo anunció que la cena estaba lista.

Yáñez, el capitán y Kammamuri bajaron a la cámara de popa, espléndidamente iluminada, donde estaba dispuesta una suntuosa mesa, con bandejas y vajilla de plata, de estilo indio.

La cena, como se puede suponer, era a base de pescado cogido poco antes por los marineros en la bahía de Varauni y exquisitamente cocinado. Había lenguados tan anchos como sombreros, minúsculos calamares crujientes, langostas de extraordinarias dimensiones y dátiles de mar en gran cantidad. Y, por si esto fuera poco, excelente fruta, comprada en el mercado antes de la partida.

Abundaban, sobre todo, las botellas, entre las que figuraban las últimas que de champaña le quedaban a Yáñez.

Los dos hombres se pusieron a comer tranquilamente, con gran apetito, charlando, mientras Kammamuri guardaba un mutismo absoluto.

En el puente, también se divertían los cipayos holandeses a los sones de un acordeón tocado por un mestizo de Pimer. Mati, que había recibido instrucciones estrictas, había hecho traer muchos cestos llenos de botellas de
arak
y los huéspedes, desafiados por los marineros del yate y del
prao,
que habían subido a bordo, bebían a gollete. ¡Nunca se habían encontrado en medio de tal abundancia!

10. Una carrera a través del mar

Mientras los soldados holandeses, malayos y dayakos fraternizaban consolidando su nueva amistad con nuevas botellas que subían sin cesar de la bodega, a pesar de las prohibiciones del holandés. Yáñez, después de ratificar la ruta del yate, que navegaba por sitios peligrosísimos, llenos de escollos y rompientes, volvió al salón.

El capitán se agarró a las últimas botellas de champagne, y si no alegre, parecía de mejor humor.

—¿Todo va bien? —preguntó Yáñez.

—Muy bien, capitán. Marchamos a lo largo- de la costa occidental, a gran velocidad, manteniéndonos en alta mar. Aquí hay muchas, trampas abiertas para las naves.

—¡Ya lo sé!

—Y me dolería perder mi yate, porque difícilmente encontraría otro. Capitán, ¿acepta usted una partida de dados? Mataremos un poco el tiempo.

—Con mucho gusto —respondió el holandés.

—Todos los coloniales son furibundos jugadores.

—Arriesguemos unos cuantos florines.

—Como usted quiera, milord.

—Kammamuri, trae un cubilete y dados y otras botellas. Ya que el mar está tranquilo, pasaremos unas horas en alegro compañía.

El silencioso indiano, abrió un cajón y sacó los objetos que le pidió Yáñez, todos ellos de marfil y finamente esculpidos.

—¿La apuesta? —preguntó Yáñez al capitán.

—Quisiera que fuese su yate, milord.

—En aguas chinas no es fácil conseguir buenas naves, y tendría que perder muchos meses, y por lo demás tengo mucho que hacer en Varauni.

—No acierto el motivo. El Sultán está tranquilo y los dayakos del interior no se han presentado ya de la parte de acá de las montañas del Cristal.

—¿Y si la calma fuese más aparente que real? —preguntó Yáñez—. Según he sabido por conducto de un correo del Sultán, algunas bandas, por cierto bien armadas, se reunieron precisamente en las montañas, dispuestas probablemente a bajar.

—¿Quién las guía? ¿Algún aventurero?

—Témese que sea el terrible rajah del lago que ha zampado al Sultán una buena parte de su territorio septentrional. El cual, si no me engaño, era un tiempo, señor de Mompracem.

—Así me lo contaron.

—Capitán, pongo cinco florines.

—Y yo otros tantos —repuso el holandés.

Bebieron otro vaso y luego Yáñez tomó el cubilete y echó los dados sobre el tapete!

—¡Cinco!

—¡Cómo cinco! —gritó el capitán—. Tiene usted un cuatro, mi querido caballero.

—Eche usted.

—Once —dijo el holandés, embolsando la puesta.

—¿Otra vez? —dijo Yáñez, que hacía rato prestaba atento oído a los rumores que llegaban de fuera.

—Siempre —contestó el capitán, con voz tanto dura—. Eche.

—¡Siete!

—¡Cómo siete! —gritó el capitán, levantándose y tirando el cubilete y los dados contra; las paredes, de la cabina—. Usted quiere robarme, señor embajador.

—Pues bien —dijo Yáñez, que también se levantó e hizo una señal a Kammamuri, que se bailaba detrás del holandés—. ¡Yo le obligaré a decir que he hecho siete!

Dio dos pasos hacia atrás, quitándose del cinto las famosas pistolas indianas, y, apuntándolas contra el holandés, le dijo:

—Diga que es usted quien trata de robarme.

—Luego es usted un bandido, cuando viene a jugar con armas al cinto.

—En nuestro país se acostumbra hacer así, para que no le saqueen a mío.

—¡Abajo esas pistolas!

—Confiese usted que he hecho siete, y las bajo —respondió el portugués.

—¿Es que busca usted un pretexto para re- Tur conmigo?

—¿Y si así fuera?

—Tengo mis soldados sobre cubierta, señor mío.

—Pero para llamarles tendría usted que pasar por delante de mis pistolas, y yo soy un tirador tan asombroso como sus colonos del Cabo de Buena Esperanza.

—¡Paso, bandido! —rugió el capitán.

—No; si se quiere salir de aquí, se capitula.

—¿Pretendería usted asesinarme por cinco miserables florines que estoy pronto a restituirle?

—No es el dinero lo que me interesa, capitán; es su persona.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que, puesto que cometió usted la torpeza 5e embarcarse en mi yate, le haré prisionero.

—¿Con qué derecho?

—Con el del más fuerte; en Borne» no se conoce otro mejor.

—¡Ábrame usted paso!

—No.

El capitán se encorvó y luego se arrojó como una catapulta contra Yáñez. Kammamuri, que vigilaba atentamente todo movimiento del holandés, se dio prisa en cogerle por la cintura y arrojarle sobre un sofá.

Es el mismo instante, dos dayakos se echaron encima del desdichado capitán y le redujeron a la impotencia, con unos cuantos metros de cuerda.

—¡Obra usted como los bandidos! ¡Falso embajador! —gritó el infeliz—. Me dará, usted cuenta de esta ofensa.

—Y de otras, si usted quiere, pero más tarde, porque ahora tengo mucho que hacer.

—¿Qué quiere usted hacer de mi? ¿Ahorcarme?

—Eso no, capitán; le mando únicamente a hacer una excursión hasta la bahía de Gaya, a cazar becadas. Según dicen, allí abundan de un modo extraordinario.

—¿Y luego?

—Después no sé; por ahora conténtese coa lo que le he dicho. Otro en mi lugar habría aprovechado la ocasión para suprimir para siempre, con sólo el gasto de cuatro balas, a un hombre que más adelante podría fastidiarnos de lo lindo. Es inútil que trate usted de resistir, porque me sobran hombres para que no lo logre.

El capitán se dejó caer en el sofá!, completamente rendido con guardias dayakos de vista.

—Ahora —dijo Yáñez a Kammamuri— desembaracémonos igualmente de los otros. Los mandaremos a todos a cazar.

Descolgó una cimitarra que pendía de la pared y subió a cubierta, precedido del taciturno indiano.

En el puente estaba la fiesta en su apogeo. Malayos, dayakos y holandeses, medio borrachos ya, bailaban desordenadamente, golpeándose y empujándose.

—Para apoderamos de estos borrachos, será cuestión de un momento —dijo Yáñez—. ¡Mati!

El maestre acudió a popa, apartando las parejas de danzantes a puñetazos y puntapiés.

—¿Qué desea usted, señor Yáñez? —le preguntó.

—¿Está tu yate preparado para recibir a los prisioneros y conducirlos a la bahía de Gaya?

—Las velas están desplegadas y el viento es propicio para llevarnos más bien al Norte que a Mediodía.

—Ocupémonos de los soldados.

Un estridente silbido cortó el aire y, como por encanto, las parejas de danzantes se vieron estrechamente sujetas entre los brazos de los malayos y dayakos.

La escena se desarrolló con tanta rapidez, que los holandeses no tuvieron tiempo de empuñar las armas; tan ceñidos les tenían los bailarines que hacían las veces de damas, tan listos de brazos como de piernas.

—Tú, Mati —gritó Yáñez—, gasta un poco de pólvora; tenemos la suficiente en la santabárbara para sostener un combate incluso con diez cañoneros.

—Y más tarde, señor Yáñez —preguntó el maestre—, ¿a dónde iremos a proveernos?

—La flotilla está bien surtida y tendremos tanta pólvora y tantas balas como necesitemos.

—Es verdad, señor Yáñez; siempre me olvido de que en la bahía de Gaya tendremos un apoyo formidable.

—Por eso vamos allí —repuso el portugués.

—Deseo ver mis veleros para tenerlos a mi disposición cuando sea preciso. Cuento casi más con 1a flotilla que con las bandas que Sandokan hace bajar a través de los montes del Cristal. No va a ser con una flotilla terrestre con lo que quitemos Mompracem al Sultán.

—Tenemos que obligar a los cañoneros a salir a alta mar y aceptar una batalla desesperada.

—Que con el auxilio de la flotilla ganaremos. Si salimos vencedores, entraremos en la bahía de Varauni y bombardearemos la ciudad, empezando por el palacio del Sultán. Los chinos estarán dispuestos a habérselas con los
rajaputos
[18]
del tiranuelo y a cazarlos en la bahía —dijo Yáñez—. La preparación ha sido tal vez un tanto larga, pero espero hacerme dueño de Mompracem.

—¿No corre usted demasiado, señor Yáñez?

—Vas a ver qué última batalla vamos a dar cabe las playas de Mompracem, isla que al fin nos pertenece. No dudes de la empresa, Mati, porque estrecharemos al Sultán tanto por mar como por tierra y le obligaremos a que, a cambio de su libertad, nos devuelva la isla. Somos más fuertes de lo que supones. ¡Tú verás lo que sucede cuando las bandas de Sandokan caigan en las montañas! ¿Han embarcado ya a aquellos borrachos?

—A todos, señor Yáñez.

—Tú irás inmediatamente hacia la bahía de Gaya, pues me interesa saber qué ha sido del embajador auténtico. Yo te escoltaré un buen rato para protegerte contra el ataque de algún cañonero.

—El
prao
de Padar está lo suficiente armado para tener a raya a aquellas naves de mal agüero.

—Mejor me fío de mis piezas de caza, cuya prueba has visto. Baja y suelta las reías, pero que no se te escape el capitán; dé lo contrario, estamos perdidos.

—De mis manos, señor Yáñez, yo; le aseguro que no saldrá —respondió Padar, que se había unido al grupo para recibir las últimas instrucciones.

—¿Debo distanciarme de la costa?

—Será mejor. Una desgracia puede sobrevenir a cada momento, y nuestros buques están contados.

—Muy bien, señor Yáñez; espero darle cuanto antes noticias de nuestra flotilla.

Bajó al
prao,
desplegáronse las velas y tomó en seguida el rumbo al Norte, escoltado por el yate.

Habían acordado pasar muy a poniente da Labuan, isla en cuyos puertos los ingleses acostumbraban tener un número más que regular de cañoneros y algún, crucero.

A las seis de la mañana perfilábase aquella tierra en el luminoso horizonte, con sus pintorescas aldeas y su capital.

Del fondo de la bahía salían sutiles penachos de humo que anunciaban la presencia de buques de vapor.

Yáñez, que no quería sufrir ninguna otra visita, hizo aumentar la velocidad del yate, pasando entre Labuan y Karaman; luego se lanzó resuelto hacia el septentrión, siempre seguido del rapidísimo y ligero
prao
de Padar.

Hasta mediodía no ocurrió nada de particular. Pero a eso de la una de la tarde hizo Yáñez un descubrimiento que le causó cierta impresión.

Cuatro columnas de humo, visibles únicamente con el auxilio del anteojo, esparcíanse en la gran luz del horizonte, formando como grandes paraguas.

Mati dirigióse al punto al portugués, que seguía mirando con atención.

—¿Qué cree usted que son? —le preguntó Yáñez.

—Cañoneros, de fijo —respondió el maestre del yate.

—¿Es que iremos a caer de bruces sobre los eternos canallas que quieren meterse siempre en los asuntos de los demás?

—Tengo la seguridad de que me estarán persiguiendo hasta los mares de la China, porque antes de salir de Varauni he tenido la precaución de llenar bien las carboneras. Por lo que temo, es por el
prao
de Padar.

—Con un poco de viento, puede desafiar al un vapor y aun pasarle delante —contestó Mati—. Y si se dirige a los bajos de la costa, no habrá cañonero que se atreva a darle caza.

—Haz subir a Padar.

Cinco minutos después, el maestre del pequeño
prao
estaba en ¡el puente del yate.

—Amigo mío —le dijo confidencialmente el portugués—, ¿serías capaz de salir del atolladero? Ya pensaré yo en distraer la atención del cañonero.

—¿Qué es lo que he de hacer?

—Poco ha te lo ha dicho Mati. Echarse hacia la costa y navegar por el borde de las rompientes. Tu buque puede desafiarles impunemente.

—¿Dónde nos encontraremos?

—En la bahía. No sé por qué, pero no estoy tranquilo. Temo que mi situación se haga insostenible.

—Señor Yáñez, ¿estamos muy atrás aún respecto a la reconquista de Mompracem?

—Da tiempo al tiempo, ¡por Lucifer! Cuando no podamos más, daremos batalla por mar y tierra. Vetó y no te preocupes por mí. Verás cómo les haré correr.

El maestre volvió a bajar a su pequeño
prao,
armado ya cual si de Un momento a; otro hubiese de estallar un combate, y el velero, después de dar un par de bordadas, tomó el rumbo hacia las costas occidentales de Borneo.

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