Authors: Leopoldo Alas Clarin
Se habían contado muchos cuentos. Él había contado además su historia. Tenía papá en Colondres y mamá también.
—¿Cómo era una mamá?
Germán lo explicaba como podía.
—¿Dan muchos besos las mamás?
—Sí.—¿Y cantan?—Sí, yo tengo una hermanita que le cantan. Yo ya soy grande.
—¡Y yo soy una mamá! Después venía la historia de ella. Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa».
Le decían que tenía un papá que la quería mucho y era el que mandaba los vestidos y el dinero y todo. Pero él no podía venir, porque estaba matando moros. La castigaban mucho, pero no la pegaban; eran encierros, ayunos y el castigo peor, el de acostarse temprano. Se escapaba por la puerta del jardín y corría llorando hacia el mar; quería meterse en un barco y navegar hasta la tierra de los moros y buscar a su papá. Algún marinero la encontraba llorando y la acariciaba. Ella le proponía el viaje, el marinero se reía, le decía que sí, la cogía en los brazos, pero el pícaro la llevaba a casa del aya y la volvían al encierro. Una tarde se había escapado por otro camino, pero no encontraba el mar. Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño; Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. El perro había pasado por encima de Anita; no había querido morderla. Ella entonces, desde la otra orilla, le llamó y le dijo:
—Chito, toma, ahí tienes eso.
Era su merienda que llevaba en un bolsillo; un poco de pan con manteca mojado en lágrimas.
Casi siempre comía el pan de la merienda salado por las lágrimas. Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto un prado de yerba muy verde y muy alta....
—¿Y allí estaba yo, verdad?—gritó Germán.
—Es verdad.—Y te dije si querías embarcarte en la barca de Trébol, que el barquero había sido mi criado, y yo era de Colondres, que está al otro lado de la ría.
—Es verdad. La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.
Después se habían dormido. Ya era de día cuando los despertó una voz que gritaba desde la orilla de Colondres. Era el barquero que veía su barca en un islote que dejaba el agua en medio de la ría al bajar la marea. El barquero los riñó mucho. A ella la condujo a Loreto un hijo de aquel hombre; pero en el camino los halló un criado del aya. Andaban buscándola por todo el mundo. Creían que se había caído al mar. Doña Camila estaba enferma del susto, en cama. El hombre que besaba al aya cogió a Anita por un brazo y se lo apretó hasta arrancarle sangre. Pero ella no lloró.
Le preguntaron dónde había pasado la noche y no quiso contestar por temor de que castigaran a Germán si se sabía. La encerraron, no le dieron de comer aquel día, pero no declaró nada. A la mañana siguiente el aya hizo llamar al barquero de Trébol. Según aquel hombre, los niños se habían concertado para pasar juntos una noche en la barca. ¿Quién lo diría? Ana confesó al cabo que habían dormido juntos, pero que había sido sin querer. Su propósito había sido hacerse dueños de la barca una noche, aunque los riñeran en casa, pasar de orilla a orilla ellos solos, tirando por la cuerda, y después volverse él a Colondres y ella a Loreto. Pero el agua de la ría se había marchado, la barca tropezó en el fondo con las piedras en mitad del pasaje y por más esfuerzos que habían hecho no habían conseguido moverla. Y se habían acostado y se habían dormido. De haber podido romper la cuerda que sujetaba la lancha se hubieran ido a la tierra del moro, porque Germán sabía el camino por el mar; ella hubiera buscado a su papá y él hubiera matado muchos moros; pero la cuerda era muy fuerte. No pudieron romperla y se acostaron para contarse cuentos de dormir.
Lo mismo había referido Germán al barquero, pero no se creyó la historia.
¡Qué escándalo! doña Camila cogió a Anita por la garganta y por poco la ahoga. Después dijo un refrán desvergonzado en que se insultaba a su madre y a ella, según comprendió mucho más tarde, porque entonces no entendía aquellas palabras.
Doña Camila culpaba al hombre que le daba besos, de las picardías de la niña.
—Tú le has abierto los ojos con tus imprudencias.
Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas.
Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos.
Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no sabía lo que eran. Más adelante meditando mucho, acabó por entender algo de aquello. Se la quiso convencer de que había cometido un gran pecado. La llevaron a la iglesia de la aldea y la hicieron confesarse. No supo contestar al cura y este declaró al aya que no servía la niña para el caso todavía, porque por ignorancia o por malicia, ocultaba sus pecadillos. Los chicos de la calle la miraban como el hombre que besaba a doña Camila; la cogían por un brazo y querían llevársela no sabía a dónde. No volvió a salir sin el aya. A Germán no había vuelto a verle.
—He escrito a tu papá diciéndole lo que tú eres. En cuanto cumplas los once años, irás a un colegio de Recoletas.
Esta amenaza de doña Camila no pasó de amenaza, pero Ana no sentía salir de Loreto, ir donde quiera.
Desde entonces la trataron como a un animal precoz. Sin enterarse bien de lo que oía, había entendido que achacaban a culpas de su madre los pecados que la atribuían a ella....
Al llegar a este punto de sus recuerdos la Regenta sintió que se sofocaba, sus mejillas ardían. Encendió luz, apartó de sí la colcha pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha quedó arrugada a los pies.
Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron, a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.
—«¡Qué vida tan estúpida!»—pensó Ana, pasando a reflexiones de otro género.
Aumentaba su mal humor con la conciencia de que estaba pasando un cuarto de hora de rebelión. Creía vivir sacrificada a deberes que se había impuesto; estos deberes algunas veces se los representaba como poética misión que explicaba el por qué de la vida. Entonces pensaba:
—«La monotonía, la insulsez de esta existencia es aparente; mis días están ocupados por grandes cosas; este sacrificio, esta lucha es más grande que cualquier aventura del mundo».
En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuzgada; protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y decía:—¡Qué vida tan estúpida!
Esta conciencia de la rebelión la desesperaba; quería aplacarla y se irritaba. Sentía cardos en el alma. En tales horas no quería a nadie, no compadecía a nadie. En aquel instante deseaba oír música; no podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina:
Ecco ridente il ciel...
La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por la manta de colores.
Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba.
—¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole....
Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.
Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella imperiosos, imponentes.
Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la mortificaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo....
Ya no era mala
, ya sentía como ella quería sentir; y la idea de su sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora, sublime, como una corriente de ternura capaz de anegar el mundo. La imagen de don Álvaro también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no se veía más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de terciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy espesas... y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de luz en torno. Aquel era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayetano. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero.
Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al cuadro disolvente.
Mala hora, sin duda, era aquella. Pero la casualidad vino a favorecer el anhelo de la casta esposa. Se tomó el pulso, se miró las manos; no veía bien los dedos, el pulso latía con violencia, en los párpados le estallaban estrellitas, como chispas de fuegos artificiales, sí, sí, estaba mala, iba a darle el ataque; había que llamar; cogió el cordón de la campanilla, llamó. Pasaron dos minutos. ¿No oían?... Nada. Volvió a empuñar el cordón... llamó. Oyó pasos precipitados. Al mismo tiempo que por una puerta de escape entraba Petra, su doncella, asustada, casi desnuda, se abrió la colgadura granate y apareció el cuadro disolvente, el hombre de la bata escocesa y el gorro verde, con una palmatoria en la mano.
—¿Qué tienes, hija mía?—gritó don Víctor acercándose al lecho. «Era el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato nervioso de costumbre; pero los síntomas los de siempre; no veía, le estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...». Petra corrió a la cocina sin esperar órdenes; ya sabía lo que se necesitaba, tila y azahar.
Don Víctor se tranquilizó. «Estaba acostumbrado al ataque de su querida esposa; padecía la infeliz, pero no era nada».
—No pienses en ello, que ya sabes que es lo mejor.
—Sí, tienes razón; acércate, háblame, siéntate aquí.
Don Víctor se sentó sobre la cama y
depositó
un beso paternal en la frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y derramó algunas lágrimas. Notadas que fueron las cuales por don Víctor exclamó este:
—¿Ves? ya lloras; buena señal. La tormenta de nervios se deshace en agua; está conjurado el ataque, verás como no sigue.
En efecto, Ana comenzó a sentirse mejor. Hablaron. Ella manifestó una ternura que él le agradeció en lo que valía. Volvió Petra con la tila.
Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada....
Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza; sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.
«¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».
«Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».
Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala contigua esperando órdenes.
Ana se empeñó en que Quintanar—casi siempre le llamaba así—bebiese aquella poca tila que quedaba en la taza.
¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto de sueño, pero tranquilo.
«No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había asustado».
—Que no, hija mía; que te juro....
—Que sí, que sí... Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó enérgicamente.
—¿Tienes frío?—¡Frío yo! Y pensó que dentro de tres horas, antes de amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque—la huerta de los Ozores—. Entonces sí que haría frío, sobre todo, cuando llegaran al Montico, él y su querido Frígilis, su Pílades cinegético, como le llamaba.
Iban de caza; una caza prohibida, a tales horas, por la Regenta. Anita no dejó a Víctor tan pronto como él quisiera. Estaba muy habladora su querida mujercita. Le recordó mil episodios de la vida conyugal siempre tranquila y armoniosa.
—¿No quisieras tener un hijo, Víctor?—preguntó la esposa apoyando la cabeza en el pecho del marido.
—¡Con mil amores!—contestó el ex-regente buscando en su corazón la fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.
—«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de descanso, me dejaría volver a la cama».
Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre juntos Víctor y ella.
—¿Verdad?—Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas hablando....
—Tienes razón; siento una fatiga dulce.... Voy a dormir.
Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería.... Y Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar o llegar tarde a un madrugón por el estilo.