La Regenta (15 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Ana leía con el alma agarrada a las letras. Cuando concluía una página, ya su espíritu estaba leyendo al otro lado. Aquello sí que era nuevo. Toda la Mitología era una locura, según el santo. Y el amor, aquel amor, lo que ella se figuraba, pecado, pequeñez; un error, una ceguera. Bien había hecho ella en vivir prevenida. Recordó que en Madrid dos estudiantes le habían escrito cartas a que ella no contestaba. Era su única aventura, después de la vergüenza de la barca de Trébol. El santo decía que los niños son por instinto malos, que su perversión innata hace gozar y reír a los que los aman; pero sus gracias son defectos; el egoísmo, la ira, la vanidad los impulsan.

—«Es verdad, es verdad»—pensaba ella arrepentida.

Pero entonces hacía falta otra cosa. ¿Aquel vacío de su corazón iba a llenarse? Aquella vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil, rodeada de inconvenientes y necedades ¿iba a terminar? Como si fuera un estallido, sintió dentro de la cabeza un «sí» tremendo que se deshizo en chispas brillantes dentro del cerebro. Pasaba esto mientras seguía leyendo; aún estaba aturdida, casi espantada por aquella voz que oyera dentro de sí, cuando llegó al pasaje en donde el santo refiere que paseándose él también por un jardín oyó una voz que le decía «
Tole, lege
» y que corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la Biblia.... Ana gritó, sintió un temblor por toda la piel de su cuerpo y en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó erizados muchos segundos.

Tuvo miedo de lo sobrenatural; creyó que iba a aparecérsele algo.... Pero aquel pánico pasó, y la pobre niña sin madre sintió dulce corriente que le suavizaba el pecho al subir a las fuentes de los ojos. Las lágrimas agolpándose en ellos le quitaban la vista.

Y lloró sobre las
Confesiones de San Agustín
, como sobre el seno de una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento.

Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía.

De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.

Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.

En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una importación de la Bactriana.

No estaba seguro de que fuera Bactriana lo que había leído, pero en sus disputas de la aldea era poco escrupuloso en los datos históricos, porque contaba con la ignorancia del concurso.

El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el cristianismo.

Y muerto de risa decía:—Pero hombre, buena
Batrania
te dé Dios; ¿dónde ha leído eso el señor Ozores?

«El capellán no era un San Agustín—pensaba Anita—; no, porque San Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a los maniqueos.

—Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.

«¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse; como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios y en el santo obispo de Hiponax».

Después, buscando en la biblioteca, halló el
Genio del Cristianismo
, que fue una revelación para ella. Probar la religión por la belleza, le pareció la mejor ocurrencia del mundo. Si su razón se resistía a los argumentos de Chateaubriand, pronto la fantasía se declaraba vencida y con ella el albedrío.

—«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo».—Se hablaba muy mal de Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes. Después leyó Ana
Los Mártires
. Ella hubiera sido de buen grado Cimodocea, su padre podía pasar por un Demodoco bastante regular, sobre todo después de su viaje a Italia que le había hecho pagano. Pero ¿Eudoro? ¿dónde estaba Eudoro? Pensó en Germán. ¿Qué habría sido de él?

Difícil le fue encontrar entre los libros de su padre otros que hablasen, para bien se entiende, de religión. Un tomo del
Parnaso Español
estaba consagrado a la poesía religiosa. Los más eran versos pesados, obscuros, pero entre ellos vio algunos que le hicieron mejor impresión que el mismo Chateaubriand. Unas quintillas de Fray Luis de León comenzaban así:

Si quieres, como algún día, alabar rubios cabellos, alaba los de María, más dorados y más bellos que el sol claro al mediodía.

El poeta eclesiástico que olvidaba otros cabellos para alabar los de María, le pareció sublime en su ternura; aquellos cinco versos despertaron en el corazón de Ana lo que puede llamarse el
sentimiento de la Virgen
, porque no se parece a ningún otro. Y aquella fue su locura de amor religioso.

María, además de Reina de los Cielos, era una Madre, la de los afligidos. Aunque se le hubiese presentado no hubiera tenido miedo. La devoción de la Virgen entró con más fuerza que la de San Agustín y la de Chateaubriand en el corazón de aquella niña que se estaba convirtiendo en mujer. El Ave María y la Salve adquirieron para ella nuevo sentido. Rezaba sin cesar. Pero no bastaba aquello, quería más, quería inventar ella misma oraciones.

Don Carlos tenía también el
Cantar de los cantares
, en la versión poética de San Juan de la Cruz. Estaba entre los libros prohibidos para Anita.

—A mí no me la dan—decía don Carlos guiñando un ojo—; esta
amada
podrá ser la Iglesia, pero... yo no me fío... no me fío....

Y disparataba sin conciencia; porque él, incapaz de calumniar a sus semejantes, cuando se trataba de santos y curas creía que no estaba de más.

Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre el mar.

Versos
a lo San Juan
, como se decía ella, le salían a borbotones del alma, hechos de una pieza, sencillos, dulces y apasionados; y hablaba con la Virgen de aquella manera.

Notaba Anita, excitada, nerviosa—y sentía un dolor extraño en la cabeza al notarlo—una misteriosa analogía entre los versos de San Juan y aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir por el monte.

Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su pensamiento, sin que ella quisiese, buscaba y encontraba secretas relaciones entre las cosas, y por todas sentía un cariño melancólico que acababa por ser una jaqueca aguda.

Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos que ella conocía bien; era
una obra
que días antes había imaginado, una colección de poesías «A la Virgen».

Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al monte de los tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía verla nadie, y al monte no se subía más que a buscar leña.

Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta era ardua, el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que llegaban a lo alto como ruidos subterráneos. A la izquierda los tomillares acompañaban el camino hasta la cumbre, coronada por pinos entre cuyas ramas el viento imitaba como un eco la queja inextinguible del océano. Ana subía a paso largo. El esfuerzo que exigía la cuesta la excitaba; se sentía calenturienta; de sus mejillas, entonces siempre heladas, brotaba fuego, como en lejanos días. Subía con una ansiedad apasionada, como si fuera camino del cielo por la cuesta arriba.

Después de un recodo de la senda que seguía, Ana vio de repente nuevo panorama; Loreto quedó invisible. Enfrente estaba el mar, que antes oía sin verlo; el mar, mucho mayor que visto desde el puerto, más pacífico, más solemne; desde allí las olas no parecían sacudidas violentas de una fiera enjaulada, sino el ritmo de una canción sublime, vibraciones de placas sonoras, iguales, simétricas, que iban de Oriente a Occidente. En los últimos términos del ocaso columbraba un anfiteatro de montañas que parecían escala de gigantes para ascender al cielo; nubes y cumbres se confundían, y se mandaban reflejados sus colores. En lo más alto de aquel
cumulus
de piedra azulada Ana divisó un punto; sabía que era un santuario. Allí estaba la Virgen. En aquel momento todos los celajes del ocaso se rasgaban brotando luz de sus entrañas para formar una aureola a la Madre de Dios, que tenía en aquella cima su templo. La puesta del sol era una apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en la sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre las aguas.

Al fin llegó Ana a la
hondonada de los pinos
. Era una cañada entre dos lomas bajas coronadas de arbustos y con algunos ejemplares muy lucidos del árbol que le daba nombre. El cauce de un torrente seco dejaba ver su fondo de piedra blanquecina en medio de la cañada; un pájaro, que a la niña se le antojó ruiseñor, cantaba escondido en los arbustos de la loma de poniente. Ana se sentó sobre una piedra cerca del cauce seco. Se creía en el desierto. No había allí ruido que recordara al hombre. El mar, que ya no veía ella, volvía a sonar como murmullo subterráneo; los pinos sonaban como el mar y el pájaro como un ruiseñor. Estaba segura de su soledad. Abrió un libro de memorias, lo puso en sus rodillas, y escribió con lápiz en la primera página: «A la Virgen».

Meditó, esperando la inspiración sagrada.

Antes de escribir dejó hablar al pensamiento.

Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada, dentro del alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo sobre el papel, pero siempre el alma iba más deprisa; los versos engendraban los versos, como un beso provoca ciento; de cada concepto amoroso y rítmico brotaban enjambres de ideas poéticas, que nacían vestidas con todos los colores y perfumes de aquel decir poético, sencillo, noble, apasionado.

Cuando todavía el pensamiento seguía dictando a borbotones, tuvo la mano que renunciar a seguirle, porque el lápiz ya no podía escribir; los ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban llenos de lágrimas. Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta mano de hierro que apretaba.

Se puso en pie, quiso hablar, gritó; al fin su voz resonó en la cañada; calló el supuesto ruiseñor, y los versos de Ana, recitados como una oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos por las resonancias del monte. Llamaba con palabras de fuego a su Madre Celestial. Su propia voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y ya no pudo hablar: se doblaron sus rodillas, apoyó la frente en la tierra. Un espanto místico la dominó un momento. No osaba levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo sobrenatural. Una luz más fuerte que la del sol atravesaba sus párpados cerrados. Sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza despavorida... no tenía duda, una zarza de la loma de enfrente se movía... y con los ojos abiertos al milagro, vio un pájaro obscuro salir volando de un matorral y pasar sobre su frente.

—V—

La señorita doña Anunciación Ozores había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta. Era por consiguiente una gran molestia, tal vez un peligro, aventurarse a recorrer en veinte horas de diligencia la carretera de la costa que llegaba hasta Loreto. La acompañaron en su viaje don Cayetano Ripamilán, canónigo respetable por su condición y sus años, y una antigua criada de los Ozores.

Había muerto don Carlos de repente, de noche, sin confesión, sin ningún sacramento. El médico decía que algún derrame, algún vaso.... Materialismo puro. Doña Anuncia veía la mano de Dios que castiga sin palo ni piedra. Esto no impidió que durante el viaje manifestase la señorita de Ozores, vestida de riguroso luto, un dolor apenas mitigado por la resignación cristiana.

«Ana, la hija de la modista, había caído en cama; estaba sola, en poder de criados; no había más remedio que ir a recogerla. Ante aquella muerte concluían las diferencias de familia».

—«Muerto el perro se acabó la rabia»,—había dicho uno de los nobles de Vetusta.

Doña Anuncia y don Cayetano encontraron a la joven en peligro de muerte. Era una fiebre nerviosa; una crisis terrible, había dicho el médico; la enfermedad había coincidido con ciertas transformaciones propias de la edad; propias sí, pero delante de señoritas no debían explicarse con la claridad y los pormenores que empleaba el doctor. Don Cayetano podía oírlo todo, pero doña Anuncia hubiera preferido metáforas y perífrasis. «El desarrollo contenido», «la crítica y misteriosa metamorfosis», «la crisálida que se rompe», todo eso estaba bien; pero el médico añadía unos detalles que doña Anuncia no vacilaba en calificar de groseros.

—«¡Qué gentes trataba mi hermano!»—decía poniendo los ojos en blanco.

Quince días había vivido sola en poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma, pues doña Anuncia no se decidió a emprender el viaje de las veinte horas hasta que se le pidió esta obra de caridad en nombre de su sobrina moribunda. Ana estaba ya enferma cuando la sobrecogió la catástrofe. Su enfermedad era melancólica; sentía tristezas que no se explicaba. La pérdida de su padre la asustó más que la afligió al principio. No lloraba; pasaba el día temblando de frío en una somnolencia poblada de pensamientos disparatados. Sintió un egoísmo horrible lleno de remordimientos. Más que la muerte de su padre le dolía entonces su abandono, que la aterraba. Todo su valor desapareció; se sintió esclava de los demás. No bastaba la fuerza de sufrir en silencio, ni el refugiarse en la vida interior; necesitaba del mundo, un asilo. Sabía que estaba muy pobre. Su padre, pocos meses antes de morir, había vendido a vil precio a sus hermanas el palacio de Vetusta. Aquel era el último resto de su herencia. El producto de tan mala venta había servido para pagar deudas antiguas. Pero quedaban otras. La misma quinta estaba hipotecada y su valor no podía sacar a nadie de apuros. En manos del filósofo no había hecho más que ir perdiendo.

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