Authors: Leopoldo Alas Clarin
—«Sálvense los principios»—pensó el cazador.
—¡Buenas noches, tórtola mía!
Y se acordó de las que tenía en la pajarera.
Y después de
depositar
otro beso, por propia iniciativa, en la frente de Ana, salió de la alcoba con la palmatoria en la diestra mano; con la izquierda levantó el cortinaje granate; volviose, saludó a su esposa con una sonrisa, y con majestuoso paso, no obstante calzar bordadas zapatillas, se restituyó a su habitación que estaba al otro extremo del caserón de los Ozores.
Atravesó un gran salón que se llamaba el estrado; anduvo por pasillos anchos y largos, llegó a una galería de cristales y allí vaciló un momento. Volvió pies atrás, desanduvo todos los pasillos y discretamente llamó a una puerta.
Petra se presentó en el mismo desorden de antes.
—¿Qué hay? ¿se ha puesto peor?
—No es eso, muchacha—contestó don Víctor.
«¡Qué desfachatez! Aquella joven ¿no consideraba que estaba casi desnuda?».
—Es que... es que... por si Anselmo se duerme y no oye la señal de don Tomás (Frígilis)... Como es tan bruto Anselmo.... Quiero que tú me llames si oyes los tres ladridos... ya sabes... don Tomás....
—Sí, ya sé. Descuide usted, señor. En cuanto ladre don Tomás iré a llamarle. ¿No hay más?—añadió la rubia azafranada, con ojos provocativos.
—Nada más. Y acuéstate, que estás muy a la ligera y hace mucho frío.
Ella fingió un rubor que estaba muy lejos de su ánimo y volvió la espalda no muy cubierta. Don Víctor levantó entonces los ojos y pudo apreciar que eran, en efecto, encantos los que no velaba bien aquella chica.
Se cerró la puerta del cuarto de Petra y don Víctor emprendió de nuevo su majestuosa marcha por los pasillos.
Pero antes de entrar en su cuarto se dijo:
—«Ea; ya que estoy levantando voy a dar un vistazo a mi gente».
En un extremo de la galería de cristales había una puerta; la empujó suavemente y entró en la casa-habitación de sus pájaros que dormían el sueño de los justos.
Con la mano que llevaba libre hizo una pantalla para la luz de la palmatoria, y de puntillas se acercó a la canariera. No había novedad. Su visita inoportuna no fue notada más que por dos o tres canarios, que movieron las alas estremeciéndose y ocultaron la cabeza entre la pluma. Siguió adelante. Las tórtolas también dormían; allí hubo ciertos murmullos de desaprobación, y don Víctor se alejó por no ser indiscreto. Se acercó a la jaula «del tordo más filarmónico de la provincia, sin vanidad». El tordo estaba enhiesto sobre un travesaño,
con los hombros encogidos
; pero no dormía. Sus ojos se fijaron de un modo impertinente en los de su amo y no quiso reconocerle. Toda la noche se hubiera estado el animalejo mira que te mirarás, con aire de desafío, sin bajar la mirada; «le conocía bien; era muy aragonés. ¡Y cómo se parecía a Ripamilán!». Siguió adelante. Quiso ver la codorniz; pero la salvaje africana se daba de cabezadas, asustada, contra el techo de lienzo de su jaula chata y la dejó tranquilizarse. Ante el reclamo de perdiz quedó extasiado. Si algún pensamiento impuro manchara acaso su conciencia poco antes, la contemplación del reclamo, aquella obra maestra de la naturaleza, le devolvió toda la elevación de miras y grandeza de espíritu que convenía al primer ornitólogo y al cazador sin rival de Vetusta.
Equilibrado el ánimo, volvió don Víctor al amor de las sábanas.
En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea.
A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro, muy lejos del amo. Traerlos cerca estando allí Anita sería una crueldad; no la dejarían dormir la mañana. Pero él ¡con qué deleite hubiera saboreado el primer silbido del tordo, el arrullo voluptuoso de las tórtolas, el monótono ritmo de la codorniz, el chas, chas cacofónico, dulce al cazador, de la perdiz huraña!
No se recuerda quién, pero él piensa que Anita, se atrevió a manifestar el deseo de una separación en cuanto al tálamo—
quo ad thorum
—. Fue acogida con mal disimulado júbilo la proposición tímida, y el matrimonio mejor avenido del mundo dividió el lecho. Ella se fue al otro extremo del caserón, que era caliente porque estaba al Mediodía, y él se quedó en su alcoba. Pudo Anita dormir en adelante la mañana, sin que nadie interrumpiera esta delicia; y pudo Quintanar levantarse con la aurora y recrear el oído con los cercanos conciertos matutinos de codornices, tordos, perdices, tórtolas y canarios. Si algo faltaba antes para la completa armonía de aquella pareja, ya estaba colmada su felicidad doméstica, por lo que toca a la concordia.
Y a este propósito solía decir don Víctor, recordando su magistratura:
—«La libertad de cada cual se extiende hasta el límite en que empieza la libertad de los demás; por tener esto en cuenta, he sido siempre feliz en mi matrimonio».
Quiso dormir el poco tiempo de que disponía para ello, pero no pudo. En cuanto se quedaba trasvolado, soñaba que oía los tres ladridos de Frígilis.
¡Cosa extraña! Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y despertaba en el momento oportuno.
¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.
Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y mantenerlo. Según él, nadie como Calderón entendía en achaques del puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones tan a tiempo, ni en el discreteo de lo que era amor y no lo era, le llegaba autor alguno a la suela de los zapatos. En lo de tomar justa y sabrosa venganza los maridos ultrajados, el divino don Pedro había discurrido como nadie y sin quitar a «El castigo sin venganza» y otros portentos de Lope el mérito que tenían, don Víctor nada encontraba como «El médico de su honra».
—Si mi mujer—decía a Frígilis—fuese capaz de caer en liviandad digna de castigo....
—Lo cual es absurdo aun supuesto...—Bien, pero suponiendo ese absurdo... yo le doy una sangría suelta.
Y hasta nombraba el albéitar a quien había de llamar y tapar los ojos, con todo lo demás del argumento. Tampoco le parecía mal lo de prender fuego a la casa y vengar secretamente el supuesto adulterio de su mujer. Si llegara el caso, que claro que no llegaría, él no pensaba prorrumpir en preciosa tirada de versos, porque ni era poeta ni quería calentarse al calor de su casa incendiada; pero en todo lo demás había de ser, dado el caso, no menos rigoroso que tales y otros caballeros parecidos de aquella España de mejores días.
Frígilis opinaba que todo aquello estaba bien en las comedias, pero que en el mundo un marido no está para divertir al público con emociones fuertes, y lo que debe hacer en tan apurada situación es perseguir al seductor ante los tribunales y procurar que su mujer vaya a un convento.
—¡Absurdo! ¡absurdo!—gritaba don Víctor—jamás se hizo cosa por el estilo en los gloriosos siglos de estos insignes poetas.
—Afortunadamente—añadía calmándose—yo no me veré nunca en el doloroso trance de escogitar medios para vengar tales agravios; pero juro a Dios que llegado el caso, mis atrocidades serían dignas de ser puestas en décimas calderonianas.
Y lo pensaba como lo decía. Todas las noches antes de dormir se daba un atracón de honra a la antigua, como él decía; honra habladora, así con la espada como con la discreta lengua. Quintanar manejaba el florete, la espada española, la daga. Esta afición le había venido de su pasión por el teatro. Cuando
trabajaba
como aficionado, había comprendido en los numerosos duelos que tuvo en escena la necesidad de la esgrima, y con tal calor lo tomó, y tal disposición natural tenía, que llegó a ser poco menos que un maestro. Por supuesto, no entraba en sus planes matar a nadie; era un espadachín lírico. Pero su mayor habilidad estaba en el manejo de la pistola; encendía un fósforo con una bala a veinticinco pasos, mataba un mosquito a treinta y se lucía con otros ejercicios por el estilo. Pero no era jactancioso. Estimaba en poco su destreza; casi nadie sabía de ella. Lo principal era tener aquella sublime idea del honor, tan propia para redondillas y hasta sonetos. Él era pacífico; nunca había pegado a nadie. Las muertes que había firmado como juez, le habían causado siempre inapetencias, dolores de cabeza, a pesar de que se creía irresponsable.
Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era Frígilis!».
Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu se había refrigerado con el nuevo sesgo de los pensamientos. Aquel noble esposo a quien debía la dignidad y la independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a que ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por qué no continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente. Tal vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol. Si al principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de aquella injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a ella, aprendió a guardar las apariencias; supo, recordando lo pasado, que para el mundo no hay más virtud que la ostensible y aparatosa. Su alma se regocijó contemplando en la fantasía el holocausto del general respeto, de la admiración que como virtuosa y bella se le tributaba. En Vetusta, decir la Regenta era decir la perfecta casada. Ya no veía Anita la
estúpida existencia
de antes. Recordaba que la llamaban madre de los pobres. Sin ser beata, las más ardientes fanáticas la consideraban buena católica. Los más atrevidos Tenorios, famosos por sus temeridades, bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en silencio. Tal vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía.... Aquel mismo don Álvaro que tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la adoraba sin duda alguna, estaba segura; más de dos años hacía que ella lo había conocido, pero él no había hablado más que con los ojos, donde Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.
Verdad era que en estos últimos meses, sobre todo desde algunas semanas a esta parte, se mostraba más atrevido... hasta algo imprudente, él que era la prudencia misma, y sólo por esto digno de que ella no se irritara contra su infame intento... pero ya sabría contenerle; sí, ella le pondría a raya helándole con una mirada.... Y pensando en convertir en carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego, se quedó dormida dulcemente.
En tanto allá abajo, en el parque, miraba al balcón cerrado del tocador de la Regenta, don Víctor, pálido y ojeroso, como si saliera de una orgía; daba pataditas en el suelo para sacudir el frío y decía a Frígilis, su amigo....
—¡Pobrecita! ¡cuán ajena estará, allá en su tranquilo sueño, de que su esposo la engaña y sale de casa dos horas antes de lo que ella piensa!...
Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar delante. Era un señor ni alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño pardo; iba tocado con gorra negra con orejeras y por único abrigo ostentaba una inmensa bufanda, a cuadros, que le daba diez vueltas al cuello. Lo demás todo era utensilios y atributos de caza, pero sobrios, como los de un Nemrod.
Don Víctor, al llegar a la puerta del parque, volvió a mirar hacia el balcón, lleno de remordimientos.
—Anda, anda, que es tarde—murmuró Frígilis.
No había amanecido.
La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta. Era el tal apellido de muchos condes y marqueses, y pocos nobles había en la ciudad que no fueran, por un lado o por otro, algo parientes de tan ilustre linaje.
Don Carlos, padre de Ana, era el primogénito de un segundón del conde de Ozores. Don Carlos tuvo dos hermanas, Anunciación y Águeda, que con su padre habitaron mucho tiempo el caserón de sus mayores. La rama principal, la de los condes, vivía años hacía emigrada.
El primogénito del segundón quiso tener una carrera, ser algo más que heredero de algunas caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso de goteras. Fue ingeniero militar. Se portó como un valiente; en muchas batallas demostró grandes conocimientos en el arte de Vauban, construyó duraderos y bien dispuestos fuertes en varias costas, y llegó pronto a coronel de ejército, comandante del cuerpo. Cansado de casamatas, cortinas, paralelas y castillos, procurose un empleo en la corte y fue perdiendo sus aficiones militares, quedándose sólo con las científicas: prefirió la física, las matemáticas a las aplicaciones de tales ciencias, al arte, y cada día fue menos guerrero. Pero al mismo tiempo se entregaba a las delicias de Capua, y por fin, después de muchos amoríos, tuvo un amor serio, una pasión de sabio (o cosa parecida) que ya no es joven.
Loco de amor se casó don Carlos Ozores a los treinta y cinco años con una humilde modista italiana que vivía en medio de seducciones sin cuento, honrada y pobre. Esta fue la madre de Ana que, al nacer, se quedó sin ella.
—«¡Menos mal!»—pensaban las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta.
Su matrimonio había originado al coronel un rompimiento con su familia. Se escribieron dos cartas secas y no hubo más relaciones.
—Si viviera mi padre—pensaba Ozores—de fijo perdonaba este matrimonio desigual.
—¡Si viviera padre, moriría del disgusto!—decían las solteronas implacables.
Toda la nobleza vetustense aprobaba la conducta de aquellas señoritas, que vieron un castigo de Dios en el desgraciado puerperio de la modista italiana, su cuñada indigna.
El palacio de los Ozores era de don Carlos; sus hermanas se lo dijeron en otra carta fría y lacónica:
«Estaban dispuestas a abandonarlo, si él lo exigía; sólo le pedían que pensase cómo se había de conservar aquel resto precioso de tanta nobleza».
El coronel contestó «que por Dios y todos los santos continuasen viviendo donde habían nacido, que él se lo suplicaba por bien de la misma finca, que sin ellas se vendría a tierra». Las solteronas, sin contestar ni transigir en lo del matrimonio, se quedaron en el palacio para que no se derrumbara.