La Regenta (29 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Mesía y Paco entraron con las señoras ¿por qué no? Se conocían demasiado para fingir escrúpulos. Además, «no se les había de ver nada» como dijo Obdulia. Paco y la viuda se lavaron juntos las manos en una misma jofaina; los dedos se enroscaban en los dedos dentro del agua. Era un placer muy picante, según ella. Esto les recordó mejores días. El sol que se acercaba al ocaso, entraba hasta los pies de la cama y envolvía en una aureola a aquella pareja de aturdidos. El calor del fogón, las bromas y la faena habían encendido brasas en las mejillas de Obdulia; una oreja le echaba fuego. Estaba excitada, quería algo y no sabía qué. No era cosa de comer de fijo, porque había probado de cien golosinas y hasta algo de la comida del Marqués por chanza.

Visitación y Mesía, más tranquilos, conversaban al balcón, apoyados en el hierro frío del antepecho. «No volverían la cara; estaba ella segura». Entre estos camaradas, jamás se falta a ciertos pactos tácitos.

El Marquesito soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes?—dijo Obdulia.

—De Joaquinito Orgaz, el flamenco que andará buscándote por todas partes. Es chusco ¿eh?

Obdulia meditó y al fin rió a carcajadas. «Era chusco en efecto». Se había sentado sobre la cama de la difunta. Los pies de la viuda se movían oscilando como péndulos. Se veía otra vez la media escocesa. Ahora se veían dos. Obdulia suspiró. Se habló de lo pasado. «En rigor, siempre se habían querido; había
algo
que les unía a pesar suyo. Se tronaba porque la constancia es imposible y hastía al cabo; eran ridículas unas relaciones muy largas; esto lo habían aprendido los dos en Madrid. Los matrimonios deben aburrirse a los dos años, a más tardar; los arreglos pueden tirar algo más, poco».

—Pero ¿verdad—dijo Obdulia, poniéndose más guapa—que esto de encontrarse de vez en cuando se parece un poco a un buen día de sol en invierno, en esta tierra maldita del agua y la niebla?

—¡Magnífico!—exclamó Paco—es verdad; una cosa sentía yo que no sabía explicarme... y era eso.

Y como le pareciera alambicado y poético este sentimiento, se consagró a enamorar de todo corazón a la viuda por aquella tarde.

Era lo que llamaba ella saborear los recuerdos.

Visitación también tenía brasas en las mejillas y sus ojos pequeños los habían hermoseado el calor de la cocina y la animación de la broma, arrancándoles reflejos de fingida pasión. Su pelo de un rubio obscuro era rizoso y caía en mechones revueltos sobre su frente. Hablaban ella y don Álvaro como hermanos cariñosos. Él había sido su primer amor serio, es decir, el primero que le había hecho cometer imprudencias, como, v. gr., saltar de noche por un balcón. ¡Pero estaba ya tan lejos todo aquello! La vida había puesto por medio todos sus prosaicos cuidados.

La necesidad de acudir a cada paso con expedientes a restañar las heridas del crédito, a conjurar la bancarrota, había convertido el espíritu de
aquella loca
al positivismo vulgar, y había atajado las demasías eróticas de su fantasía juvenil.

Hacía muy buena casada, en opinión de las gentes; esto es, atendía con gran esmero y diligencia a la hacienda y a los quehaceres domésticos.

Mesía y Visita no tenían en el invierno de sus amores aquellos días de sol de que hablaba Obdulia. Pero cuando se veían a solas y alguno de ellos tenía algún cuidado o preocupación, de esos que piden confidentes y consejeros, se lo decían todo, o casi todo; se hablaban en voz baja, muy cerca uno de otro, y volvían a llamarse de tú como antaño. Parecían un matrimonio bien avenido, aunque sin amor ya a fuerza de años.

—¡Bah!—decía Visitación con un poco de tristeza verdadera, que daba interés al ocaso de su hermosura—; ¡bah! tú has caído esta vez de veras, te lo conozco yo. Pero también te digo una cosa: que te va a costar tu trabajo....

Mesía hablaba de la Regenta con Visita con más franqueza que con Paco. Su
política
tenía que ser diferente. Al Marquesito había que hablarle de amor puro, por los motivos explicados antes; a Visita de una conquista más. Comprendía don Álvaro que Visitación quería precipitar a la Regenta en el agujero negro donde habían caído ella y tantas otras. Visita era amiga de Ana desde que esta había venido a Vetusta con su tía doña Anunciación y con Ripamilán, el hoy Arcipreste. Admiraba a su amiguita, elogiaba su hermosura y su virtud; pero la hermosura la molestaba como a todas, y la virtud la volvía loca. Quería ver aquel armiño en el lodo. La aburría tanta alabanza. Toda Vetusta diciendo: «¡La Regenta, la Regenta es inexpugnable!». Al cabo llegaba a cansar aquella canción eterna. Hasta el modo de llamarla era tonto. ¡La Regenta! ¿Por qué? ¿No había otra? Ella lo había sido en Vetusta poco tiempo. Su marido había dejado la carrera muy pronto, ¿a qué venía aquello de Regenta por aquí, Regenta por allí? Poco tiempo tenía la mujer del empleado del Banco para consagrarle a estas malas pasiones de pura fantasía y mala intención; necesitaba la atención para la prosa de la vida que era bien difícil; pero algún desahogo había de tener: pues bien, este, procurar que Ana fuese al fin y al cabo como todas. No se separaba de ella en cuanto podía: a la iglesia, al paseo, al teatro, iban juntas casi siempre, aunque Ana iba pocas veces. La del Banco, desde que había descubierto algún interés por don Álvaro en su amiga y en Mesía deseos de vencer aquella virtud, no pensaba más que en precipitar lo que en su concepto era necesario. No creía a nadie capaz de resistir a su antiguo novio.

En cuanto estaban solos, hablaban de aquel asunto.

Álvaro negaba que hubiese por su parte amor; era un capricho fuerte arraigado en él por las dificultades.

Visita fingía preferir que fuese una pasión verdadera; disimulaba el placer íntimo que encontraba en las afirmaciones del otro.

—Ya lo sabes, Visita; amar no es para todas las edades.

—No hablemos de eso.—Se quiere una vez y después... se las arregla uno como puede.

Mesía al decir esto encogía los hombros con un gesto de desesperación humorística que a él y a sus adoratrices se les antojaba muy interesante, byroniano (si las adoratrices sabían de Byron.)

—Y ella es hermosa, Alvarín, hermosa, hermosa; eso te lo juro yo.

—Sí, eso a la vista está.

—No, no todo está a la vista como comprendes. Y como ella no hace lo que esa otra (apuntaba con el dedo pulgar hacia atrás, donde se oía el cuchicheo de Paco y Obdulia), como Ana jamás se aprieta con cintas y poleas las enaguas y la falda... ni se embute.... ¡Si la vieras!

—Me lo figuro.—No es lo mismo. Hubo una pausa. Y continuó Visita:

—¿Ves esa cara dulce, apacible, que sólo tiene algo de pasión en los ojos, y esa, como a la sombra debajo de las pestañas, contenida...?

—¿Verdad que tiene razón Frígilis?

—¿Qué dice ese sonámbulo?

—Que la Regenta se parece mucho a la Virgen de la Silla.

—Es verdad; la cara sí...—Y la expresión; y aquel modo de inclinar la cabeza cuando está distraída; parece que está acariciando a un niño con la barba redonda y pura....

—¡Hola, hola! ¡el pintor!

Las chispas de los ojos de la jamona saltaron como las de un brasero aventado.

—¡Dice que no está enamorado y la compara con la Virgen!...

—Creo que la pobre siente mucho no tener un hijo.

Visita encogió los hombros, y después de pasar algo amargo que tenía en la garganta, dijo con voz ronca y rápida:

—Que lo tenga. Mesía disimuló la repugnancia que le produjo aquella frase.

—Pero, ¡ay, Alvarín! ¡si la pudieras ver en su cuarto, sobre todo cuando le da un ataque de esos que la hacen retorcerse!... ¡Cómo salta sobre la cama! Parece otra.... Entonces, no sé por qué, me explico yo el capricho de la piel de tigre que dicen que le regaló un inglés americano. ¿Te acuerdas de aquel baile fantástico que bailaban los Bufos que vinieron el año pasado?

—Sí, ¿qué?—¿Te acuerdas de aquella danza de las Bacantes? Pues eso parece, sólo que mucho mejor; una bacante como serían las de verdad, si las hubo allá, en esos países que dicen. Eso parece cuando se retuerce. ¡Cómo se ríe cuando está en el ataque! Tiene los ojos llenos de lágrimas, y en la boca unos pliegues tentadores, y dentro de la remonísima garganta suenan unos ruidos, unos ayes, unas quejas subterráneas; parece que allá dentro se lamenta el amor siempre callado y en prisiones ¡qué sé yo! ¡Suspira de un modo, da unos abrazos a las almohadas! ¡Y se encoge con una pereza! Cualquiera diría que en los ataques tiene pesadillas, y que rabia de celos o se muere de amor.... Ese estúpido de don Víctor con sus pájaros y sus comedias, y su Frígilis el de los gallos en injerto, no es un hombre. Todo esto es una injusticia; el mundo no debía ser así. Y no es así. Sois los hombres los que habéis inventado toda esa farsa.

Calló un poco, perdido el hilo del discurso, y añadió:

—Yo me entiendo. Después de calmarse volvió a su asunto.

—¡Si la vieras! Es que no es así como se quiera. Verás... tiene los brazos....

Y describía minuciosamente, con los pormenores que ella podía explicar a un hombre que había sido su amante y era su camarada, todas las turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados, como decía Cármenes en el
Lábaro
. Pero les daba su nombre propio unas veces, y cuando no lo tenían, o ella lo ignoraba, usaba caprichosos diminutivos inventados en otro tiempo por Álvaro en el entusiasmo de las más dulces confianzas. Aquellos nombres, afeminados aunque fuesen masculinos, estaban grabados como si fuesen de fuego en la memoria de Visita; no salían a sus labios sino al hablar con Álvaro y pocas veces. Le sabían a gloria a la del Banco. Pero después le quedaba un dejo amargo.... «Todo aquello ya como si no: el marido, los hijos, la plaza, los criados, el casero... ¡diablos coronados!».

Visita iba señalando en su cuerpo, sin coquetería, sin pensar en lo que hacía, las partes correspondientes de la Regenta, que describía con entusiasmo; y dijo al terminar su descripción apuntando hacia atrás:

—Se precia «esa otra» de buenas formas.... ¡Buena comparación tiene!

La cita era sabia y oportuna. Visitación suponía a don Álvaro enterado de lo que era aquella otra ¡y no había comparación!

Quien ahora tragaba saliva era el Presidente del Casino, colorado como una amapola. Ya tenía él en sus ojos, casi siempre apagados, las chispas que saltaban de los de Visita.

—Pero te ha de costar mucho trabajo....

—Puede que no tanto—dijo Mesía, sin contenerse.

—Ella tragar... ya tragó el anzuelo.

—¿Crees tú?—Sí, estoy segura. Pero no te fíes; puedes marcharte con una tajada y dejar el pez en el agua.

—Como yo vea el momento de tirar...—Mucho tiempo llevas pensándolo.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Estos. Y puso los dedos sobre los ojos.—Y lo de ella, ¿cómo lo sabes?

—¡Curiosón! ¡el que no está enamorado!...

—¿Enamorado? ni por pienso... pero es natural que quiera saber cómo está ella... para echar mis cuentas.

—Ella no está como un guante, pero por dentro andará la procesión. Menudean los ataques de nervios. Ya sabes que cuando se casó cesaron, que después volvieron, pero nunca con la frecuencia de ahora. Su humor es desigual. Exagera la severidad con que juzga a las demás, la aburre todo. ¡Pasa unas encerronas!

—¡Ta, ta, ta! eso no es decir nada.

—Es mucho.—Nada en mi favor.—¿Tú qué sabes? Mira, si le hablan de ti palidece o se pone como un tomate, enmudece y después cambia de conversación en cuanto puede hablar. En el teatro, en el momento en que tú vuelves la cara, te clava los ojos, y cuando el público está más atento a la escena y ella cree que nadie la observa, te clava los gemelos. Pero la observo yo; por curiosidad, claro; porque a mí, en último caso ¿qué? Su alma su palma.

—¿No eres su amiga íntima?

—Su amiga, sí. ¿Íntima? Ella no tiene más intimidades que las de dentro de su cabeza. Tiene ese defectillo; es muy cavilosa y todo se lo guarda. Por ella no sabré nunca nada.

Un momento de silencio.—A no ser que ahora se lo cuente todo al Magistral.... Ya sabrás que le ha tomado de confesor.

—Sí, eso dicen; creo que es cosa del Arcipreste que se cansa de asistir al confesonario.

—No, es cosa de ella; tiene otra vez sus proyectos de misticismo.

Visita llamaba misticismo a toda devoción que no fuera como la suya, que no era devoción.

—Ana, cuando chica, allá en Loreto, tuvo ya, según yo averigüé, arranques así... como de loca... y vio visiones... en fin desarreglos. Ahora vuelve; pero es por otra causa (y señaló al corazón.) Está enamorada, Alvarico, no te quepa duda.

Don Álvaro sintió un profundo y tiernísimo agradecimiento. ¡Le daban una fe en sí mismo aquellas palabras!

No quería saber más: o mejor, comprendió que nada positivo podía añadir Visita.

Vio en el rostro de aquella mujer una amargura que revelaban ciertos músculos, mientras otros luchaban por borrar aquel gesto. Su voz temblaba un poco. Daba lástima. A lo menos la sintió Mesía.

—Deja eso—dijo, acercándose a su amiga—. No hablemos de otros; hablemos de nosotros. Estás guapísima....

—¿Ahora... con esas? (Parecía que hablaba con lengua metálica.)

—Tontina... si tú no fueras tan desconfiada....

—¿Qué novedades son estas?—preguntaron los labios y la lengua de placas de acero.

—Novedades... ¿las llamas novedades... ingrata?

Don Álvaro acercó su rostro al de la dama golosa. Nadie pasaba por la calle. Era de las más desiertas; crecía yerba entre las piedras. Aquel silencio era el que llamaba solemne y aristocrático don Saturnino.

Los que estaban detrás, Obdulia y Paco, no veían; don Álvaro estaba seguro. Se aproximó más a Visita.

Sonó una bofetada; y después la carcajada estrepitosa de la del Banco, que dio un paso atrás, huyendo de don Álvaro.

—¡Loca!... ¡idiota!...—gimió Mesía limpiando su mejilla que sintió húmeda y pegajosa.

—¡Vuelve por otra! A mí que soy tambor de marina, como dice la Marquesa.

La dama, completamente tranquila, sonriente, se metió un terrón de azúcar en la boca.

Era su sistema. Se prohibía a sí misma, por desconfianza, las dulzuras de los engaños de amor, y los compensaba con golosinas, que «se pegaban al riñón».

Mesía recordó con tristeza, mezclada de remordimiento, la noche en que aquella mujer saltaba por un balcón, llena de fe y enamorada.

Por una esquina de la calle, del lado de la catedral, apareció una señora que los del balcón reconocieron al momento. Era la Regenta. Venía de negro, de mantilla; la acompañaba Petra, su doncella. Pronto estuvieron debajo de ellos. Ana iba distraída, porque no levantó la cabeza.

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