Authors: Leopoldo Alas Clarin
—¡So bruto, mira que es la Regenta!
Era popular su hermosura. A Petra también le decían los pollastres que era un arcángel; iba contenta. Ana sonreía y aceleraba el paso.
—Dónde nos hemos metido...—¿Qué importa? ya ve usted que no se la comen.
Muchas señoritas podrían aprender crianza de estos pela-gatos.
Alguna otra vez había pasado la Regenta por allí a tales horas, pero en esta ocasión, con una especie de doble vista, creía ver, sentir allí, en aquel montón de ropa sucia, en el mismo olor picante de la
chusma
, en la algazara de aquellas turbas, una forma de placer del amor; del amor que era por lo visto una necesidad universal. También había cuchicheos secretos, al oído, entre aquel estrépito; rostros lánguidos, ceños de enamorados celosos, miradas como rayos de pasión.... Entre aquel cinismo aparente de los diálogos, de los roces bruscos, de los tropezones insolentes, de la brutalidad jactanciosa, había flores delicadas, verdadero pudor, ilusiones puras, ensueños amorosos que vivían allí sin conciencia de los miasmas de la miseria.
Ana participó un momento de aquella voluptuosidad andrajosa. Pensó en sí misma, en su vida consagrada al sacrificio, a una prohibición absoluta del placer, y se tuvo esa lástima profunda del egoísmo excitado ante las propias desdichas. «Yo soy más pobre que todas estas. Mi criada tiene a su molinero que le dice al oído palabras que le encienden el rostro; aquí oigo carcajadas del placer que causan emociones para mí desconocidas...».
En aquel momento tuvieron que detenerse entre la multitud. Había un drama en la acera. Un joven alto, de pelo negro y rizoso, muy moreno, vestido con blusa azul, gritaba:
—¡La mato! ¡la mato! Dejadme, que quiero matarla.
Sus compañeros le sujetaban; querían llevársela. El mozo echaba fuego por los ojos.
—¿Qué es eso?—preguntó Petra.
—Nada—dijo uno—celucos.—Sí—gritó una joven—pero si ella se descuida la ahoga.
—Bien merecido lo tiene; es una tal. El joven de la blusa azul salió del paseo, a viva fuerza, casi arrastrado por sus amigos. Al pasar junto a la Regenta la miró cara a cara, distraído, pensando en su venganza; pero ella sintió aquellos ojos en los suyos como un contacto violento. ¡Eran los
celucos
! ¡Así miraban los celos! Era una belleza infernal, sin duda, la de aquellos ojos, ¡pero qué fuerte, qué humana!
Dejaron ama y criada por fin el boulevard y entraron en la calle del Comercio. De las tiendas salían haces de luz que llegaban al arroyo iluminando las piedras húmedas cubiertas de lodo. Delante del escaparate de una confitería nueva, la más lujosa de Vetusta, un grupo de
pillos
de ocho a doce años discutían la calidad y el nombre de aquellas golosinas que no eran para ellos, y cuyas excelencias sólo podían apreciar por conjeturas.
El más pequeño lamía el cristal con éxtasis delicioso, con los ojos cerrados.
—Esa se llama
pitisa
—dijo uno en tono dogmático.
—¡Ay qué farol!; si eso es un
pionono
, si sabré yo....
También aquella escena enterneció a la Regenta. Siempre sentía apretada la garganta y lágrimas en los ojos cuando veía a los niños pobres admirar los dulces o los juguetes de los escaparates. No eran para ellos; esto le parecía la más terrible crueldad de la injusticia. Pero, además, ahora aquellos granujas discutiendo el nombre de lo que no habían de comer, se le antojaban compañeros de desgracia, hermanitos suyos, sin saber por qué. Quiso llegar pronto a casa. Aquel enternecerse por todo la asustaba. «Temía el ataque, estaba muy nerviosa».
—Corre, Petra, corre—dijo con voz muy débil.
—Espere usted, señora... allí... parece que nos hacen seña... sí, a nosotras es. Ah, son ellos, sí...—¿Quién?—El señorito Paco y don Álvaro.
Petra notó que su ama temblaba un poco y palidecía.
—¿Dónde están? A ver si podemos, antes que....
Ya no podían escapar. Don Álvaro y Paco estaban delante de ellas. El Marquesito las detuvo haciendo una cortesía exagerada, que era una de sus maneras de
hacer esprit
, como decía ya el mismo Ronzal. Mesía saludó muy formalmente.
De la confitería nueva salían chorros de gas que deslumbraban a los vetustenses, no acostumbrados a tales despilfarros de gas. Don Álvaro veía a la Regenta envuelta en aquella claridad de batería de teatro y notó en la primer mirada que no era ya la mujer distraída de aquella tarde. Sin saber por qué, le había desanimado la mirada plácida, franca, tranquila de poco antes, y sin mayor fundamento, la de ahora, tímida, rápida, miedosa, le pareció una esperanza más, la sumisión de Ana, el triunfo. «No sería tanto, pero él se alegraba de verse animado. Sin fe en sí mismo no daría un paso. Y había que dar muchos y pronto».
En Vetusta llueve casi todo el año, y los pocos días buenos se aprovechan para respirar el aire libre. Pero los paseos no están concurridos más que los días de fiesta. Las señoritas pobres, que son las más, no se resignan a enseñar el mismo vestido una tarde y otra y siempre. De noche es otra cosa; se sale de trapillo, se recorre la parte nueva, la calle del Comercio, la plaza del Pan, que tiene soportales, aunque muy estrechos, el boulevard un poco más tarde, cuando ya está durmiendo la
chusma
. Y el pretexto es comprar algo. ¡En una casa hacen falta tantas cosas! Se entra en las tiendas, pero se compra poco. La calle del Comercio es el núcleo de estos paseos nocturnos y algo disimulados. Los caballeros van y vienen por la ancha acera y miran con mayor o menor descaro a las damas sentadas junto al mostrador. Con un ojo en las novedades de la estación y con otro en la calle, regatean los precios, y cazan lisonjas y señas al vuelo. Los mancebos son casi todos catalanes; pero pronuncian el castellano con suficiente corrección. Son amables, guapos casi todos. Los más tienen la barba cortada a lo Jesucristo. Muchos ojos negros almibarados y rosas en las mejillas. Inclinan la cabeza con una languidez entre romántica y cachazuda; aquello lo mismo puede significar: «Señorita,
abrigo
una pasión secreta, que...». «Señorita, ni la paciencia de Job... pero tendré paciencia».
—¡Oh, le estoy cansando a usted!—dice Visitación a un rubio con cuello marinero, a quien ha hecho ya cargar con cincuenta piezas de percal.
—¡Ah, no señora! Es mi obligación... y además lo hago con la mejor voluntad.... «El mancebo ha de ser incansable, para eso está allí».
Visitación siempre tiene que hacer un mandilón para la criada, pero no se decide nunca. Otras noches es ella la que está desnuda.
—«Me va a coger el invierno sin un hilo sobre mi cuerpo».
El mancebo sonríe con amabilidad, figurándose de buen grado a la dama delgada, pero de buenas formas, tiritando en camisa bajo los rigores de una nevada....
—«¡No sea usted malo! ¡No sea usted tan material!»—responde ella, turbándose como una niña aturdida que sospecha haber sido indiscreta, y clava en el mancebo los ojos risueños, arrugaditos, que Visitación cree que echan chispas. El catalán finge que se deja seducir por aquellos ojos y en cada vara rebaja un perro chico.
Visitación triunfa. Pero no sabe que el mismo percal se lo vendió a Obdulia rebajando un perro grande, y con una ganancia superior a la que podía esperar el mancebo sonriente y con barba de judío.
Las bellas vetustenses, como dice el gacetillero de
El Lábaro
, no saben salir de las tiendas de modas. Lo ven todo, lo revuelven todo, y les queda tiempo para
marear
a los horteras y tomar varas al sesgo (frase de Orgaz) de los señoritos que pasean por la acera disputando en voz alta para anunciar su presencia. Domina allí una alegría bulliciosa, la alegría sin motivo que es la más expansiva y contentadiza. ¿Quién lo diría? No sólo
el elemento joven de ambos sexos
(de
El Lábaro
) sino las personas formales; magistrados, catedráticos, autoridades, abogados, hasta clérigos, están deseando todo el día, sin darse cuenta, la hora de las tiendas, los días que
hace bueno
y pueden las damas «decorosamente» coger la mantilla y echarse a la calle. Es aquella una hora de cita que, sin saberlo ellos mismos, se dan los vetustenses para satisfacer la necesidad de verse y codearse, y oír ruido humano. Es de notar que los vetustenses se aman y se aborrecen; se necesitan y se desprecian. Uno por uno el vetustense maldice de sus conciudadanos, pero defiende el carácter del pueblo
en masa
, y si le sacan de allí suspira por volver. En el paseo de la noche, que viene a ser subrepticio, a lo menos así lo llama don Saturnino, hay además el atractivo que le presta la fantasía. El gas no es para prodigado por un Ayuntamiento lleno de deudas, y un farol aquí, otro a cincuenta pasos (si no hace luna; en las noches románticas no hay gas) no deslumbran ni quitan a la noche su misterio. Se ve lo que no hay. Cada cual, según su imaginación, atribuye a los que pasan la figura que quiere.
—Parecen otras las chicas—dicen los pollos.
Los vetustenses gozan la ilusión de creerse en otra parte sin salir de su pueblo. Todo se vuelve caras nuevas, que después no son nuevas.
—¿Quién son ésas?—y resulta que son las de Mínguez, es decir, las eternas Mínguez, las de ayer, las de antes de ayer, las de siempre. ¡Pero mientras la ilusión dura!... En los pueblos donde pocas veces se tienen espectáculos gratuitos lo es y más interesante el de contemplarse mutuamente. Un paseo,
cogido por los cabellos
, es un placer delicado, intenso que gozan con delicia inefable las masas proletarias de la honrada clase media española.
Hay estudiante que se acuesta satisfecho con media docena de miradas recogidas acá y allá, en sus idas y venidas por el Espolón o por la calle del Comercio; y niña casadera que tiene para ocho días con una flor amorosa que fingió desdeñar por impertinente y que saborea a sus solas, mientras borda unas zapatillas durante siete días mortales, detrás del cristal que azota la lluvia incansable. Así se explica aquel entrar y salir en los comercios, aquel reír por cualquier cosa, aquel encontrar gracia en cada frase de un hortera, en la diablura de un estudiante que mete la cabeza por un escaparate abierto. Todo es movimiento, risa, algazara. Este pueblo es el mismo que asiste silencioso, grave, estirado a los paseos de solemnidad, y compungido, cabizbajo, lleno de unción (de
El Lábaro
), a los sermones, a las novenas, a los oficios de Semana Santa y hasta al miserere. Ana creía ver en cada rostro la llama de la poesía. Las vetustenses le parecían más guapas, más elegantes, más seductoras que otros días: y en los hombres veía aire distinguido, ademanes resueltos, corte romántico; con la imaginación iba juntando por parejas a hombres y mujeres según pasaban, y ya se le antojaba que vivía en una ciudad donde criadas, costureras y señoritas, amaban y eran amadas por molineros, obreros, estudiantes y militares de la reserva.
Sólo ella no tenía amor; ella y los niños pobres que lamían los cristales de las confiterías eran los desheredados. Una ola de rebeldía se movía en su sangre, camino del cerebro. Temía otra vez el ataque.
—«¿Qué era aquello, Señor, qué era aquello?». ¿Por qué en día semejante, cuando su espíritu acababa de entrar en vida nueva, vida de víctima, pero no de sacrificio estéril, sin testigos, si no acompañado por la voz animadora de un alma hermana; por qué en ocasión tan importuna se presentaba aquel afán de sus entrañas, que ella creía cosa de los nervios, a mortificarla, a gritar ¡guerra! dentro de la cabeza, y a volver lo de arriba abajo? ¿No había estado en la fuente de Mari—Pepa entregada a la esperanza de la virtud? ¿No se abrían nuevos horizontes a su alma? ¿No iba a vivir para algo en adelante? ¡Oh! ¡quién le hubiera puesto al señor Magistral allí! Su mano tropezó con la de un hombre. Sintió un calor dulce y un contacto pegajoso. No era el Magistral. Era don Álvaro, que venía a su lado hablando de cualquier cosa. Ella apenas le oía, ni quería atribuir a su presencia aquel cambio de temperatura moral, que lamentaba para sus adentros, en tanto que veía a las jóvenes y a las jamonas vetustenses coquetear en la acera, y en las tiendas deslumbrantes de gas. Don Álvaro opinaba lo contrario, que bastaba su presencia y su contacto para adelantar los acontecimientos. Para tener idea de lo que Mesía pensaba del prestigio de su
físico
, hay que figurarse una máquina eléctrica con conciencia de que puede echar chispas. Él se creía una máquina eléctrica de amor. La cuestión era que la máquina estuviese preparada. Era fatuo hasta ese extremo, pero dígase en su abono que nadie lo sabía, y que podía citar numerosos hechos que acreditaban el motivo de aquella vanidad monstruosa. Se creía hombre de talento—«él era principalmente un político»—; confiaba en su experiencia de hombre de mundo, y en su arte de Tenorio, pero humildemente se declaraba a sí mismo que todo esto no era nada comparado con el prestigio de su belleza corporal. «Para seducir a mujeres gastadas, ahítas de amor, mimosas, de gustos estragados, tal vez no basta la figura, ni es lo principal siquiera; pero las vírgenes
honradas
(conocía él otra clase) y las casadas honestas se rinden al buen mozo».
—No conozco seductores corcovados ni enanos—decía, encogiéndose de hombros, las pocas veces que con sus amigos íntimos hablaba de estas cosas: solía ser después de cenar fuerte—. ¿Se me habla de extravíos del gusto? Eso es lo excepcional. Pero nadie querrá ser en el amor lo que es el asafétida en los olores; y sin embargo, las damas romanas de la decadencia....
Paco Vegallana acudía entonces con el testimonio de las lecturas técnico-escandalosas. Describía todas las aberraciones de la lubricidad femenil en lo antiguo, en la Edad-media y en los tiempos modernos. No había nada nuevo. «Lo mismo que hacen las parisienses más pervertidas, lo sabían y hacían las meretrices de Babilonia y de Cerbatana». Paco padecía distracciones cada vez que se remontaba a la historia antigua. Esta Cerbatana era Ecbátana, pero él la llamaba así por equivocación indudablemente. Ya sabía a qué ciudad se refería. Era una que tenía muchas murallas de colores diferentes. Lo había leído en la
Historia de la prostitución
; en la de Dufour no, en otra que conocía también. Era un sabio.
—Yo he leído—añadía don Álvaro en casos tales—que ha habido princesas y reinas encaprichadas y
metidas
con monos, así como suena, monos.
—Sí señor—acudía Paco a decir—, lo afirma Víctor Hugo en una novela que en francés se llama
El hombre que ríe
y en español
De orden del rey
.