Authors: Leopoldo Alas Clarin
Contra lo que esperaba el
ateo
, la conversación, al llegar el Champaña, había tomado un rumbo que no podía llevarla a los asuntos serios que él creía propios de aquella solemnidad. Se hablaba de mujeres. Casi todos echaban de menos la edad de las ilusiones, no por las ilusiones, sino por la secreta fuerza, que según ellos era su origen. Se declaraban, aun los jóvenes, en la edad triste en que el amor es de cabeza, pura imaginación. Sólo Paco, franco y noble, confesaba que se sentía mejor que nunca, a pesar de haber vivido tanto como cualquiera.
Uno de los compañeros de bolsa de Mesía, viejo verde de cincuenta años, el señor Palma, banquero, lamentaba que la juventud no fuese eterna, y con lágrimas en los ojos, de pie, con una copa ya vacía en la mano, exponía su sistema filosófico de un pesimismo desgarrador, como decía el capitán Bedoya. Hubo interrupciones y entonces la conversación tomó un vuelo más alto; Guimarán se dignó prestar atención. Se hablaba ya de la otra vida, y de la moral, que era relativa según la opinión de la mayoría.
Foja, pálido, desencajado, con voz temblorosa, sostenía que no había moral de ninguna clase—y también se puso de pie—; que el hombre era un animal de costumbres; que cada cual barría para adentro.
—
Homo homini lupus
—advirtió Bedoya el capitán.
El coronel Fulgosio le miró con respeto y aprobó la proposición sin entenderla.
—Eso es la lucha por la existencia—dijo muy serio Joaquinito Orgaz.
—No hay más que materia...—añadió Foja, que sólo en sus borracheras exponía sus opiniones filosóficas.
—Fuerza y materia—dijo Orgaz padre—que lo había oído a su hijo.
—Materia... y pesetas—rectificó Juanito Reseco—con voz aguda, estridente y cargada de una ironía que Orgaz padre no podía comprender.
—Eso es—gritó el orador Palma; y siguió brindando por todas las excelencias naturales que él echaba de menos en su miserable cuerpo de anémico incurable.
Se volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron las confesiones, coincidiendo con el café y los licores, sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de muchas señoras. «Allí se podía decir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesía hablaba poco, era su costumbre en tales casos. Temía estas expansiones en que se toma por amigo a cualquiera y en que se dicen secretos que en vano después se querría recoger. Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando el tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados, húmedos, llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos del vino, se fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eran vulgares, su embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas. Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro correcto los vapores de la gula no imprimían groseras tintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y lasciva; se veía al hombre del vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba él a su borrachera,
morigerada
, señoril, discreta. Don Álvaro, a solas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto, enternecido. En aquellos momentos se creía enamorado de veras, y se creía y se sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista ¡qué diablo! la sensualidad, pensaba, también tiene su romanticismo. El
claire de lune es claire de lune
aunque la luna sea un cacho de hierro viejo, una herradura de algún caballo del sol.
Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentido hasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.
Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, y callaron los demás para oírle. Entonces habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso de rehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismo báquico, y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabra suave, tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos con silencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban para escuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano. Recordaba el cuadro, por modo miserable, la
Cena
de Leonardo de Vinci.
La atención profunda del auditorio, el interés que se asomaba a las miradas y a las bocas entreabiertas, sedujeron al Tenorio de Vetusta, le halagaron y habló como podría hablar sobre el pecho de un amigo. Joaquín Orgaz y el Marquesito oían con recogimiento de sectario al maestro. Aquella era palabra de sabiduría.
Unas veces las aventuras eran románticas, peligrosas, de audacia y fortuna; las más probaban la flaqueza de la mujer, sea quien sea; otras demostraban la necesidad de prescindir de escrúpulos; muchas el buen éxito de la constancia, de la astucia y de la rapidez en el ataque.
De vez en cuando el silencio era interrumpido por carcajadas estrepitosas; era que una aventura cómica alegraba al concurso, sacándole de su estupor malsano y corrosivo. Entre la admiración general serpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las tenias del alma. Los ojos brillaban secos.
El arte del seductor se extendía sobre aquel mantel, ya arrugado y sucio; anfiteatro propio del cadáver del amor carnal.
Mesía se dejaba ver por dentro, más que por complacer a sus oyentes, por oírse a sí mismo, por saber que él era todavía quien era.
«Las trazas del amor eran casi siempre malas artes; era un soñador el que pensase otra cosa. Alguna vez se le había arrojado a Mesía a los brazos una mujer loca de puro enamorada; pero estas aventuras eran muy raras. Además: si la mujer no fuera tan lasciva a ratos, las victorias escasearían; por amor puro se entregan pocas. Más hace la ocasión que la seducción. La seducción debe transformarse en ocasión».
Llegó el caso de contar cómo había podido don Álvaro vencer a la hija de un maestro de la Fábrica vieja, muy honrado, que velaba por el honor de su casa como un Argos. Angelina tenía padre, madre, abuela, hermanos; ella era pura como un armiño.... Mesía había empezado por seducir a los parientes. En cada casa entraba según lo exigía la vida de aquel hogar.
Jugaba al escondite con los niños, les fabricaba pajaritas de papel, jugaba al dominó con la abuela, servía a la madre de devanadera, oía con paciencia y fingida atención las lucubraciones socialistas y humanitarias del padre, encantaba a todos; llegaba a ser el tertulio necesario, el paño de lágrimas, el consejero, el mejor ornamento de la casa; la llenaba con su hermosa presencia; era dulce, cariñoso, tenía blanduras de padrazo; cuidaba de los intereses domésticos como si fueran propios, hasta ponía paz entre los criados y los amos. Así iba entrando, entrando en el corazón de todos; los amores con Angelina (o quien fuera, pues de tales aventuras había tenido muchas) comenzaban en secreto; y poco a poco, junto a la camilla, una mesa cubierta con gran tapete debajo del cual hay un brasero; en el balcón al obscurecer, en cuantas ocasiones podía, se acercaba, se apretaba contra su víctima, la llenaba de deseos de él, de su arrogante belleza varonil y simpática; después hablaba de amor como en broma, con un tono de paternal amparo que parecía la misma inocencia; y cualquier día o cualquiera noche, en una merienda en el campo, después de la cena de Noche-buena, mientras los demás de la familia reían alegres, descuidados, la pasión de Angelina llegaba al paroxismo, la ocasión echaba el resto y la deshonra entraba en la casa, y el amigo íntimo, el favorito de todos, salía para no volver nunca.
Los que oían a don Álvaro se figuraban presenciar aquellas escenas de amistad íntima, tranquilas, dulces, llenas de expansión y confianza; en el rostro del seductor, en sus ademanes, en las sonrisas, en la voz, se reflejaban, por virtud del recuerdo, la bondad suave, el aire bonachón y entrañable, la franqueza sencilla, noble, familiar, la habilidad casera, todas las artes y cualidades que hacían vencer a Mesía en lides tales.
—Otras veces, amigos, había que recurrir a la fuerza. Renunciar a una victoria que se consigue con los puños y sudando gotas como garbanzos, entre arañazos y coces, es ser un platónico del amor, un
cursi
; el verdadero don Juan del siglo, y de todos los siglos tal vez, vence como puede; es romántico, caballeresco, pundonoroso cuando conviene; grosero, violento, descarado, torpe si hace falta.
Nunca se le olvidaría a don Álvaro un combate de amor que duró tres noches, y fue más glorioso para la vencida que para el vencedor. La escena representaba una panera, casa de madera sostenida por cuatro pies de piedra, como las habitaciones palúdicas sustentadas por troncos, y las de algunos pueblos salvajes. En la panera dormía Ramona, aldeana, y cerca de su lecho de madera pintada de azul y rojo, que rechinaba a cada movimiento del jergón, yacía la cosecha de maíz de su casería, en montón deleznable que subía al techo.
Allí fue la batalla. Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía, describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible.
«Hubo momentos en que peleé, como César en Munda, por la vida. Era Ramona, señores, morena; su carne de cañón, dura, tersa, y aquellos brazos que yo deseaba enlazados a mi cuerpo, en arrebato amoroso, me probaban su fuerza dando tortura a los míos, oprimidos, inertes. Mi deseo era más poderoso, porque tenía un incentivo más picante que la pimienta: conocía yo que Ramona gozaba, gozaba como una loca en la refriega. Segura de no ser vencida por la fuerza, enamorada a su modo del
señorito
, sobre todo por su audacia, acostumbrada a tales devaneos mudos, gimnásticos, callaba, forcejeaba, mordía con deleite, magullaba con voluptuosidad bárbara, y encontraba placer de salvaje en el martirio de mis sentidos, que tocaban su presa, y se sentían dominados por ella. La cama se hundió; rodamos por el suelo; y rodando llegamos al monte de maíz. Entonces salió la luna; entraron sus rayos por la ventana que yo dejara abierta, y vi a mi robusta aldeana, en pie, hundida una pierna entre los granos de oro y la rodilla de la otra clavada sobre mi pecho. Me intimaba la muerte o la huida, amenazándome con una medida para áridos, cajón enorme de madera con chapas de hierro. Huí, huí por la ventana; del corredor de la panera salté al callejón como pude, y tuve que emprender, ya sin fuerzas, nueva lucha con el perro. (Pausa.) Pero volví a la noche siguiente. El perro ladró menos. La ventana no estaba cerrada, el pestillo estaba descompuesto; Ramona no dormía, me esperaba; en cuanto me sintió, descargó tremendo bofetón sobre mi rostro. No importaba. Volvimos a la lucha; los mismos incidentes; rodamos, nos anegamos en maíz; yo tragué muchos granos. Y tampoco vencí aquella noche. Salí de allí por un armisticio, con promesas de futura victoria. Y a la noche tercera luché todavía; me había engañado; el premio me costó batalla nueva, y sólo pude recogerlo entre molestias sin cuento, por culpa del maíz deleznable, curioso, importuno, entremetido. Ramona, ya rendida, se quejaba también. Nos hundíamos, olvidados de todo; y si no estuviera mandado que lo cómico no acabe en trágico, en buena retórica, en aquel montón inquieto hubieran encontrado sepultura Álvaro y Ramona sofocados por uno de nuestros más humildes cereales».
Aplausos y carcajadas ahogaron la voz del narrador. Y entonces don Álvaro, gozoso, entusiasmado, quiso deslumbrar a su auditorio con el contraste de aventuras románticas, en que él aparecía como un caballero de la Tabla Redonda.
Y a todo esto don Pompeyo Guimarán olvidaba su exordio, interesado a su pesar en las aventuras eróticas del
frívolo
Presidente del Casino. Paco Vegallana había hecho beber al ateo, sin que este lo sintiera, más de lo que la justicia manda. No estaba borracho, pero se sentía mal y a su pesar encontraba cierto deleite en oír aquellas escenas escandalosas que en otra ocasión le hubieran indignado.
Mesía al fin, cansado, y algo arrepentido de haber hablado tanto, puso término a sus confesiones, y volviéndose a don Pompeyo le invitó a usar de la palabra.
—Don Pompeyo—dijo, y se puso en pie tambaleándose, lo cual probaba que, si no el vino, sus recuerdos le habían embriagado—don Pompeyo; puesto que ésta es la hora de las grandes revelaciones, es preciso que usted nos diga cuál es el fondo de su alma....
—Señores—interrumpió el ateo—el fondo de mi alma lo traigo en la superficie para que el mundo se entere.
—¡Bravo! ¡bravo!—gritó el concurso.
Y se vertieron y rompieron algunas copas.
—Propongo—gritó Juanito Reseco, encaramado en una silla—que en vista de ese rasgo de genio... se le permita llamarnos de tú y estar a la recíproca.
—¡Admitido! ¡Aprobado!—Pues bien—prosiguió Juanito—; oh tú, Pompeyo, pomposo Pompeyo; voy a darte un disgusto. Tú piensas que en Vetusta no hay más ateos que tú...
—¡Caballerito!—Pues yo soy otro;
anch'io... so pittore
. Sólo que tú eres un ateo progresista, un ateo fanático, un teólogo patas arriba.... Tú pasas la vida mirando al cielo... pero lo miras cabeza abajo y por debajo de tus piernas. Y aunque hay contradicción aparente en eso de patas arriba y patas abajo... todo se concilia, o se resuelve la antinomia como dicen los filósofos cursis, considerando que el ser bípedo no es para todos....
—Caballerito... no comprendo esa jerga filosófica. Antes que usted naciera, estaba yo cansado de ser ateo, y si lo que usted se propone es insultar mis canas, y mi consecuencia....
—Decía que eres un teólogo patas arriba; pues sabe que en el mundo civilizado ya nadie habla de Dios ni para bien ni para mal. La cuestión de si hay Dios o no lo hay, no se resuelve... se disuelve. Tú no puedes entender esto, pero oye lo que te importa; tú, fanático de la negación, morirás en el seno de la Iglesia, del que nunca debiste haber salido.
Amen dico vobis
.