La Regenta (39 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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—¿Qué quería usted?—preguntó, como pudo haberlo preguntado la pared.

Petra se repuso y, casi con altanería, contestó:

—Era un recado para el señor Magistral.

Y salió del despacho. En la puerta de la escalera la recibió con afable sonrisa Teresina y se despidieron con sendos besos en las mejillas, como las señoritas de Vetusta. Eran amigas, ambas de la aristocracia de la servidumbre. Se respetaban sin perjuicio de tenerse envidia. Petra envidiaba a Teresina la estatura, los ojos y la casa del Magistral. Teresina envidiaba a Petra su desenvoltura, su gracia, su conocimiento de las maneras finas y de la vida de ciudad.

—¿Qué te quiere esa señora?—preguntó doña Paula en cuanto se vio a solas con su hijo.

—No sé; aún no he abierto la carta.

—¿Una carta?—Sí, esa. Don Fermín hubiera deseado a su madre a cien leguas. No podía ocultar la impaciencia, a pesar del dominio sobre sí mismo, que era una de sus mayores fuerzas; ansiaba poder leer la carta, y temía ruborizarse delante de su madre. «¿Ruborizarse?» sí, sin motivo, sin saber por qué; pero estaba seguro de que, si abría aquel sobre delante de doña Paula, se pondría como una cereza. Cosas de los nervios. Pero su madre era como era.

Doña Paula se sentó en el borde de una silla, apoyó los codos sobre la mesa, que era de las llamadas de ministro, y emprendió la difícil tarea de envolver un cigarro de papel, gordo como un dedo. Doña Paula fumaba; pero «desde que eran de la catedral» fumaba en secreto, sólo delante de la familia y algunos amigos íntimos.

El Magistral dio dos vueltas por el despacho y en una de ellas cogió disimuladamente la carta de la Regenta y la guardó en un bolsillo interior, debajo de la sotana.

—Adiós, madre; voy a dar los días al señor de Carraspique.

—¿Tan temprano?—Sí, porque después se llena aquello de visitas y tengo que hablarle a solas.

—¿No la lees?—¿Qué he de leer?—Esa carta.—Luego, en la calle; no será urgente.

—Por si acaso; léela aquí, por si tienes que contestar en seguida o dejar algún recado; ¿no comprendes?

De Pas hizo un gesto de indiferencia y leyó la carta.

Leyó en alta voz. Otra cosa hubiera sido despertar sospechas. No estaba su madre acostumbrada a que hubiera secretos para ella. «Además, ¿qué podía decir la Regenta? Nada de particular».

«Mi querido amigo: hoy no he podido ir a comulgar; necesito ver a usted antes; necesito reconciliar. No crea usted que son escrúpulos de esos contra los que usted me prevenía; creo que se trata de una cosa seria. Si usted fuera tan amable que consintiera en oírme esta tarde un momento, mucho se lo agradecería su hija espiritual y affma. amiga, q.b.s.m.,

ANA DE OZORES DE QUINTANAR».

—¡Jesús, qué carta!—exclamó doña Paula con los ojos clavados en su hijo.

—¿Qué tiene?—preguntó el Magistral, volviendo la espalda.

—¿Te parece bien ese modo de escribir al confesor? Parece cosa de doña Obdulia. ¿No dices que la Regenta es tan discreta? Esa carta es de una tonta o de una loca.

—No es loca ni tonta, madre. Es que no sabe de estas cosas todavía.... Me escribe como a un amigo cualquiera.

—Vamos, es una pagana que quiere convertirse.

El Magistral calló. Con su madre no disputaba.

—Ayer tarde no fuiste a ver al señor de Ronzal.

—Se me pasó la hora de la cita....

—Ya lo sé; estuviste dos horas y media en el confesonario, y el señor Ronzal se cansó de esperar y no tuvo contestación que dar al señor Pablo, que se volvió al pueblo creyendo que tú y Ronzal y yo y todos somos unos mequetrefes sin palabra, que sabemos explotarlos cuando los necesitamos y cuando ellos nos necesitan los dejamos en la estacada.

—Pero, madre, tiempo hay; el chico está en el cuartel, no se los han llevado; no salen para Valladolid hasta el sábado... hay tiempo....

—Sí, hay tiempo para que se pudra en el calabozo. ¿Y qué dirá Ronzal? Si tú que estás más interesado te olvidas del asunto, ¿qué hará él?

—Pero, señora, el deber es primero.

—El deber, el deber... es cumplir con la gente, ¡Fermo! ¿Y por qué se le ha antojado al espantajo de don Cayetano encajarte ahora esa herencia?

—¿Qué herencia? De Pas daba vueltas en una mano al sombrero de teja, de alas sueltas, y se apoyaba en el marco de la puerta, indicando deseo de salir pronto.

—¿Qué herencia?—repitió.

—Esa señora; esa de la carta, que por lo visto cree que mi hijo no tiene más que hacer que verla a ella.

—Madre, es usted injusta.—Fermo, yo bien sé lo que me digo. Tú... eres demasiado bueno. Te endiosas y no ves ni entiendes.

Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el pensamiento a las regiones celestes.—El Arcediano y don Custodio—prosiguió—hicieron anoche comidilla de la confesata en la tertulia de doña Visitación, esa tarasca; sí señor, comidilla de la confesata de la otra; y si había durado dos horas o no había durado dos horas....

El Magistral se santiguó y dijo:

—¿Ya murmuran? ¡Infames!

—Sí, ¡ya! ¡ya! y por eso hablo yo: porque estas cosas, en tiempo. ¿Te acuerdas de la Brigadiera? ¿Te acuerdas de lo que me dio que hacer aquella miserable calumnia por ser tú noble y confiadote?... Fermo, te lo he dicho mil veces; no basta la virtud, es necesario saber aparentarla.

—Yo desprecio la calumnia, madre.—Yo no, hijo.—¿No ve usted cómo a pesar de sus dicharachos yo los piso a todos?

—Sí, hasta ahora; pero ¿quién responde? Tantas veces va el cántaro a la fuente.... Don Fortunato es una malva, corriente; no es un Obispo, es un borrego, pero....

—¡Le tengo en un puño!—Ya lo sé, y yo en otro; pero ya sabes que es ciego cuando se empeña en una cosa; y si Su Ilustrísima polichinela da otra vez en la manía de que pueden decir verdad los que te calumnian, estás perdido.

—Don Fortunato no se mueve sin orden mía.

—No te fíes, es porque te cree infalible; pero el día que le hagan ver tus escándalos....

—¿Cómo ha de ver eso, madre?

—Bueno, ya me entiendes; creerlos como si los viera; ese día estamos perdidos; la malva, el polichinela, el borrego será un tigre, y del Provisorato te echa a la cárcel de corona.—Madre... está usted exaltada... ve usted visiones.

—Bueno, bueno; yo me entiendo. Doña Paula se puso en pie y arrojó la punta del pitillo apurada y sucia.

Prosiguió:—No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la catedral; que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos consejos; allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al sermón y que me deje en paz.

—¿Con que Glocester?...—Sí, y don Custodio.—Y a usted ¿quién le ha dicho?...

—El Chato.—¿Campillo?—El mismo.—Pero ¿qué han visto? ¿Qué pueden decir esos miserables? ¿cómo se habla de estas cosas en una tertulia de señoras? ¿cómo entiende esta gente el respeto a las cosas sagradas?

—¡Ta, ta, ta, ta! Envidia, pura envidia. ¿Respeto? Dios lo dé. El Arcediano querría confesar a la de Quintanar, es natural, él es muy amigo de darse tono, y de que digan.... ¡Dios me perdone! pero creo que le gusta que murmuren de él, y que digan si enamora a las beatas o no las enamora.... ¡Es un farolón... y un malvado!

—Madre, usted exagera; ¿cómo un sacerdote?...

—Fermo, tú eres un papanatas; el mundo está perdido: por eso todos piensan mal y por eso hay que andar con cien ojos.... Hay que aparentar más virtud que se tiene, aunque se sea un ángel. ¿No sabes que de nosotros dicen mil perrerías? Glocester, don Custodio, Foja, don Santos y el mismísimo don Álvaro Mesía, con toda su diplomacia, pasan la vida desacreditándote. Si hacemos y acontecemos en palacio (doña Paula empezó a contar por los dedos); si nos comemos la diócesis; si entramos en el Provisorato desnudos y ahora somos los primeros accionistas del Banco; si tú cobras esto y lo otro; si nuestros paniaguados andan por ahí como esponjas recogiendo el oro y el moro, para venir a soltarlo en la alberca de casa; si el Obispo es un maniquí en nuestras manos; si vendemos cera, si vendemos aras, si tú hiciste cambiar las de todas las parroquias del Obispado para que te compraran a ti las nuevas; si don Santos se arruina por culpa nuestra y no del aguardiente; si tú robas a los que piden dispensas; si te comes capellanías; si yo cobro diezmos y primicias en toda la diócesis; si....

—¡Basta, madre, basta por Dios!

—Y por contera tus amoríos, tus abusos de consejero espiritual. Tú (vuelta a contar por los dedos, pero además con pataditas en el suelo, como llevando el compás) tienes fanatizado a medio pueblo; las de Carraspique se han metido monjas por culpa tuya, y una de ellas está muriendo tísica por culpa tuya también, como si tú fueras la humedad y la inmundicia de aquella pocilga; tú tienes la culpa de que no se case la de Páez, la primera millonaria de Vetusta, que no encuentra novio que le agrade... por culpa tuya.

—Madre...—¿Qué más? Hasta les parece mal que enseñes la doctrina a las niñas de la Santa Obra del Catecismo....

—¡Miserables!—Sí, miserables; pero van siendo muchos miserables, y el día menos pensado nos tumban.

—Eso no, madre—gritó el Magistral perdiendo el aplomo, con las mejillas cárdenas y las puntas de acero, que tenía en las pupilas, erizadas como dispuestas a la defensa—. ¡Eso no, madre! Yo los tengo a todos debajo del zapato, y los aplasto el día que quiero. Soy el más fuerte. Ellos, todos, todos, sin dejar uno, son unos estúpidos; ni mala intención saben tener.

Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo:

—Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez.

—Aquella era una... mujer perdida.—Pero te engañó ¿verdad?

—No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted?

Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo. Sólo sabía, por su mal, que había sido un escándalo que apenas se pudo sofocar antes que fuera tarde. A De Pas le repugnaban tales recuerdos. Eran cosas de la juventud. ¡Qué necedad temer que él volviese a descuidarse ahora, a los treinta y cinco años! Entonces, en la época de la Brigadiera no tenía él experiencia, le halagaba la vanagloria, le seducía y mareaba el incienso de la adulación.

«Si mi madre me viera por dentro, no tendría esos temores con que ahora me mortifica».

Doña Paula insistió en pintarle los peligros de la calumnia; sabía que le lastimaba el alma, pero a su juicio era un dolor necesario, porque temía para su hijo la caída de Salomón.

La madre de don Fermín creía en la omnipotencia de la mujer. Ella era buen ejemplo. No temía que las intrigas del Cabildo pudiesen gran cosa contra el prestigio de su Fermín, que era el instrumento de que ella, doña Paula, se valía para estrujar el Obispado. Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer. Doña Paula se figuraba la diócesis como un lagar de sidra de los que había en su aldea; su hijo era la fuerza, la viga y la pesa que exprimían el fruto, oprimiendo, cayendo poco a poco; ella era el tornillo que apretaba; por la espiga de acero de su voluntad iba resbalando la voluntad, para ella de cera, de su hijo; la espiga entraba en la tuerca, era lo natural. «Era mecánico» como decía don Fermín explicando religión. «Pero a una mujer otra mujer» pensaba el tornillo. «Su hijo era joven todavía, podían seducírselo, como ya otra vez habían intentado y acaso conseguido». Ella creía en la influencia de la mujer, pero no se fiaba de su virtud. «¡La Regenta, la Regenta! dicen que es una señora incapaz de pecar, pero ¿quién lo sabe?». Algo había oído de lo que se murmuraba. Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces aunque no haya nada. Le habían dicho, sobre poco más o menos, y sin estilo flamenco, lo mismo que Orgaz contaba en el Casino dos días antes: que don Álvaro estaba enamorado de la Regenta, o por lo menos quería enamorarla, como a tantas otras. «Aquel don Álvaro era un enemigo de su hijo. Lo sabía ella». Ni el mismo don Fermín le tenía por enemigo, por más que varias veces había adivinado en él un rival en el dominio de Vetusta. Pero doña Paula tenía superior instinto; veía más que nadie en lo que interesaba al poderío de su hijo. «Aquel don Álvaro era otro buen mozo, listo también, arrogante, hombre de mundo; tenía el prestigio del amor, contaba con las mujeres respectivas de muchos personajes de Vetusta, y a veces con los personajes mismos, gracias a las mujeres; era el jefe de un partido, el brazo derecho, y la cabeza acaso, de los Vegallana... podía disputar a Fermín, con fuerzas iguales acaso, el dominio de Vetusta, de aquella Vetusta que necesitaba siempre un amo y cuando no lo tenía se quejaba de la falta «
de carácter
» de los hombres importantes. Y ¿por qué no había de estar ya Mesía disputando ese dominio? ¿No cabía en lo posible que la Regenta, aquella santa, y el don Alvarito, se entendieran y quisieran coger en una trampa al pobre Fermo?». Estas malas artes, por complicadas y sutiles que fuesen, las suponía fácilmente doña Paula en cualquier caso, porque ella pasaba la vida entregada a combinaciones semejantes. De estas sospechas no comunicó a su hijo más que lo suficiente para prevenirle contra la Regenta y sus confesiones de dos horas. No citó el nombre de Mesía. En los labios le retozaba esta pregunta:

«¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?».

No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era cristiana».

Preguntar aquello le parecía una irreverencia, un sacrilegio que hubiera puesto a Fermo fuera de sí, y no había para qué.

—Adiós, madre—dijo don Fermín cuando doña Paula calló por no atreverse con la pregunta sacrílega.

Ya estaba en la escalera el Magistral cuando oyó a su madre que decía:

—¿De modo que hoy tampoco vas a coro?

—Señora, si ya habrá concluido....

—¡Bueno, bueno!—quedó murmurando ella—no ganamos para multas.

Por fin el Magistral se vio fuera de su casa, con el placer de un estudiante que escapa de la férula de un dómine implacable.

El sol brillaba acercándose al cenit. Sobre Vetusta ni una sola nube. El cielo parecía andaluz.

Sí, pero el buen humor del Magistral se había nublado; su madre le había puesto nervioso, airado, no sabía contra quién.

«Aquel era su tirano: un tirano consentido, amado, muy amado, pero formidable a veces. ¿Y cómo romper aquellas cadenas? A ella se lo debía todo. Sin la perseverancia de aquella mujer, sin su voluntad de acero que iba derecha a un fin rompiendo por todo ¿qué hubiera sido él? Un pastor en las montañas, o un cavador en las minas. Él valía más que todos, pero su madre valía más que él. El instinto de doña Paula era superior a todos los raciocinios. Sin ella hubiera sido él arrollado algunas veces en la lucha de la vida. Sobre todo, cuando sus pies se enredaban en redes sutiles que le tendía un enemigo, ¿quién le libraba de ellas? Su madre. Era su égida. Sí, ella primero que todo. Su despotismo era la salvación; aquel yugo, saludable. Además, una voz interior le decía que lo mejor de su alma era su cariño y su respeto filial. En las horas en que a sí mismo se despreciaba, para encontrar algo puro dentro de sí, que impidiera que aquella repugnancia llegase a la desesperación, necesitaba recordar esto: que era un buen hijo, humilde, dócil... un niño, un niño que nunca se hacía hombre. ¡Él que con los demás era un hombre que solía convertirse en león!».

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