Authors: Leopoldo Alas Clarin
En aquel momento vio a todos los vetustenses felices a su modo, entregados unos al vicio, otros a cualquier manía, pero todos satisfechos. Sólo ella estaba allí como en un destierro. «Pero ¡ay! era una desterrada que no tenía patria a donde volver, ni por la cual suspirar. Había vivido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez, y en Valladolid; don Víctor siempre con ella; ¿qué había dejado ni a orillas del Ebro, el río del Trovador, ni a orillas del Genil y el Darro? Nada; a lo más, algún conato de aventura ridícula. Se acordó del inglés que tenía un carmen junto a la Alhambra, el que se enamoró de ella y le regaló la piel del tigre cazado en la India por sus criados. Había sabido más adelante que aquel hombre, que en una carta—que ella rasgó—la juraba ahorcarse de un árbol histórico de los jardines del Generalife 'junto a las fuentes de eterna poesía y voluptuosa frescura', aquel pobre Mr. Brooke se había casado con una gitana del Albaicín. Buen provecho; pero de todas maneras era una aventura estúpida. La piel del tigre la conservaba, por el tigre, no por el inglés». Esta historia no la sabía bien Obdulia; creía que se trataba de un norte-americano; se lo había dicho Visitación...
«¿Por qué no había ido al teatro? Tal vez allí hubiera podido alejar de sí aquellas ideas tristes, desconsoladoras que se clavaban en su cerebro como alfileres en un acerico. Si estaba siendo una tonta. ¿Por qué no había de hacer lo que todas las demás?». En aquel instante pensaba como si no hubiera en toda la ciudad más mujeres honestas que ella. Se puso en pie; estaba impaciente, casi airada. Miró a la llama de la lámpara suspendida sobre la mesa.... La ofendía aquella luz. Salió del comedor; entró en su gabinete; abrió el balcón, apoyó los codos en el hierro y la cabeza en las manos. La luna brillaba en frente, detrás de los soberbios eucaliptus del
Parque
, plantados por Frígilis. Duraba aquel viento sur blando, templado, perezoso; a veces ráfagas vivas movían como sonajas de panderetas las hojas, que empezaban a secarse y sonaban con timbre metálico. Eran como estremecimientos de aquella naturaleza próxima a dormir su sueño de invierno.
Ana oía ruidos confusos de la ciudad con resonancias prolongadas, melancólicas; gritos, fragmentos de canciones lejanas, ladridos. Todo desvanecido en el aire, como la luz blanquecina reverberada por la niebla tenue que se cernía sobre Vetusta, y parecía el cuerpo del viento blando y caliente. Miró al cielo, a la luz grande que tenía en frente, sin saber lo que miraba; sintió en los ojos un polvo de claridad argentina; hilo de plata que bajaba desde lo alto a sus ojos, como telas de araña; las lágrimas refractaban así los rayos de la luna.
«¿Por qué lloraba? ¿A qué venía aquello? También ella era bien necia. Tenía miedo de estos enternecimientos que no servían para nada». La luna la miraba a ella con un ojo solo, metido el otro en el abismo; los eucaliptus de Frígilis inclinando leve y majestuosamente su copa, se acercaban unos a otros, cuchicheando, como diciéndose discretamente lo que pensaban de aquella loca, de aquella mujer sin madre, sin hijos, sin amor, que había jurado fidelidad eterna a un hombre que prefería un buen macho de perdiz a todas las caricias conyugales.
«Aquel Frígilis, el de los eucaliptus, había tenido la culpa. Se lo había metido por los ojos. Y hacía ocho años y todavía pensaba en esta mala pasada de Frígilis como si fuera una injuria de la víspera. ¿Y si se hubiera casado con don Frutos Redondo? Acaso le hubiera sido infiel. ¡Pero aquel don Víctor era tan bueno, tan caballero! Parecía un padre, y aparte la fe jurada, era una villanía, una ingratitud engañarle. Con don Frutos hubiera sido tal vez otra cosa. No hubiera habido más remedio. ¡Sería tan brutal, tan grosero! Don Álvaro entonces la hubiera robado, sí, y estarían al fin del mundo a estas horas. Y si Redondo se incomodaba, tendría que batirse con Mesía». Ana contempló a don Frutos, el mísero tendido sobre la arena, ahogándose en un charco de sangre, como la que ella había visto en la plaza de toros, una sangre casi negra, muy espesa y con espuma...
«¡Qué horror!». Tuvo asco de aquella imagen y de las ideas que la habían traído.
«¡Qué miserable soy en estas horas de desaliento! ¡Qué infamias estoy pensando!...». Se ahogaba en el balcón. Quiso bajar a la huerta, al
Parque
; sin pedir luz ni encenderla, alumbrada por la luna, atravesó algunas habitaciones buscando la escalera del parterre; pero al pasar cerca del despacho de Quintanar, cambió de propósito y se dijo: «Entraré ahí; ese debe de tener fósforos sobre la mesa. Voy a escribir al Magistral; le diré que me espere mañana de tarde; necesito reconciliar; yo no puedo recibir la comunión así; se lo contaré todo, todo, lo de dentro, lo de más adentro también».
El despacho estaba a obscuras; allí no entraba la luna. Ana avanzó tentando las paredes. A cada paso tropezaba con un mueble. Se arrepintió de haberse aventurado sin luz en aquella estancia que no tenía un pie cuadrado libre de estorbos. Pero ya no era cosa de volverse atrás. Dio un paso sin apoyarse en la pared, siguió de frente, con las manos de avanzada para evitar un choque....
—¡Ay! ¡Jesús! ¿Quién va? ¿quién es? ¿quién me sujeta?—gritó horrorizada.
Su mano había tocado un objeto frío, metálico, que había cedido a la opresión, y en seguida oyó un chasquido y sintió dos golpes simultáneos en el brazo, que quedó preso entre unas tenazas inflexibles que oprimían la carne con fuerza. Con toda la que le dio el miedo sacudió el brazo para librarse de aquella prisión, mientras seguía gritando:
—¡Petra! ¡luz! ¿quién está aquí?
Las tenazas no soltaron la presa; siguieron su movimiento y Ana sintió un peso, y oyó el estrépito de cristales que se quebraban en el pavimento al caer en compañía de otros objetos, resonantes al chocar con el piso. No se atrevía a coger con la otra mano las tenazas que la oprimían, y no se libraba de ellas aunque seguía sacudiendo el brazo. Buscó la puerta, tropezó mil veces; ya sin tino, todo lo echaba a tierra; sonaba sin cesar el ruido de algo que se quebraba o rodaba con estrépito por el suelo. Llegó Petra con luz.
—¡Señora!, ¡señora! ¿qué es esto? ¡Ladrones!—¡No, calla! Ven acá, quítame esto que me oprime como unas tenazas.
Ana estaba roja de vergüenza y de ira. Sentía una indignación tan grande como la cólera de Aquiles, el hijo de Peleo.
Petra intentó arrancar el brazo de su ama de aquella trampa en que había caído.
Era una máquina que, según Frígilis y Quintanar, sus inventores, serviría para coger zorros en los gallineros en cuanto acabasen ellos de vencer cierta dificultad de mecánica que retardaba la aplicación del artefacto.
Era necesario que el hocico del animal tocase en un punto determinado; si tocaba, inmediatamente caía sobre su cabeza una barra metálica y otra idéntica le sujetaba por debajo de la quijada inferior. La fuerza del resorte no era suficiente para matar al ladrón de corral, pero sí para detenerlo, merced a ciertos ganchos incruentos sabiamente preparados. Ni Frígilis ni Quintanar querían sangre; no pretendían más que tener bien sujeto al delincuente cogido infraganti. Si estos inventores no hubieran sabido armonizar los intereses de la industria con los estatutos de la sociedad protectora de animales, lo hubiera pasado mal aquella noche la Regenta. Por fortuna, Quintanar era correccionalista; quería la enmienda del culpable, pero no su destrucción. Los zorros que él cazara sobrevivirían. No faltaba para que la máquina fuese perfecta, más que esto: que los ladrones de gallinas viniesen a tropezar con el botón del resorte endiablado, como había tropezado aquella señora.
Ni Petra ni su ama conocían el uso de aquel artefacto que tuvieron que destrozar—y buenos sudores les costó—para separarlo del brazo que magullaba. Petra contenía la risa a duras penas. Se contentó con decir:
—¡Qué
estropicio
!—apuntando a los pedazos de loza, cristal, y otras materias incalificables que yacían sobre el piso.
—Si hubiera sido yo, me despedía don Víctor.... ¡Ay, señora! si ha roto usted tres de esos tiestos nuevos... ¡y el cuadro de las mariposas se ha hecho pedacitos! ¡y se ha roto una vitrina de herbario! y....
—¡Basta! deja esa luz ahí, vete—interrumpió la Regenta.
Petra insistió gozándose en la disimulada cólera de su ama.
—¿Quiere usted, que traiga árnica, señora? Mire usted, tiene el brazo amoratado... ya lo creo... apenas mordería con fuerza ese demonio de guillotina... pero, ¿qué será eso? ¿usted lo sabe?
—Yo... no... no; déjame. Tráeme un poco de agua.
—Ya lo creo; y tila, si está usted pálida como una muerta. ¿Pero por qué andaba usted a obscuras, señora? ¡Qué susto! ¡pero qué susto!... ¿Qué demonches de diablura será eso? Pues para cazar gorriones no es.... Y lo hemos roto... mire usted... pero no hubo remedio.
Petra salió, volviendo con árnica que no quiso aplicarse la Regenta; después vino con tila, recogió los restos de los cachivaches y los puso sobre mesas y armarios como si fueran reliquias santas. Sentía un júbilo singular viendo aquella ruina de objetos que ella tenía que considerar como vasos sagrados de un culto desconocido.
—¡Si hubiera sido yo!—repetía entre dientes, al juntar los últimos pedazos, puesta en cuclillas.
Gozaba con delicia de aquella catástrofe, desde el punto de vista de su irresponsabilidad.
Ana bajó a la huerta, olvidada ya de la carta que quería escribir. Le dolía el brazo. Le dolía con el escozor moral de las bofetadas que deshonran. Le parecía una vergüenza y una degradación ridícula todo aquello. Estaba furiosa. «¡Su don Víctor! ¡Aquel idiota! Sí, idiota; en aquel momento no se volvía atrás. ¡Qué diría Petra para sus adentros! ¿Qué marido era aquel que cazaba con trampa a su esposa?». Miró a la luna y se le figuró que le hacía muecas burlándose de su aventura. Los árboles seguían hablándose al oído, murmurando con todas las hojas; comentaban con irónica sonrisilla el lance de la guillotina, como decía Petra.
«¡Qué hermosa noche! Pero ¿quién era ella para admirar la noche serena? ¿Qué tenía que ver toda aquella poesía melancólica de cielo y tierra con lo que le sucedía a ella?».
«Si pensaría Quintanar que una mujer es de hierro y puede resistir, sin caer en la tentación, manías de un marido que inventa máquinas absurdas para magullar los brazos de su esposa. Su marido era botánico, ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto; todo menos un marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente
ido
, intratable; un hombre que tenía la manía de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que injertaba perales en manzanos y creía que todo era uno y lo mismo, y pretendía que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que había llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡Lo había visto ella! Unos pobrecitos animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! Aquel Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas. Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!».
La exageración de aquel sentimiento de cólera injustísima, pueril, la hizo notar su error. «¡Ella sí que era ridícula! ¡Irritarse de aquel modo por un incidente vulgar, insignificante!». Y volvió contra sí todo el desprecio. «¿Qué culpa tiene él de que yo entre a deshora, sin luz en su despacho? ¿Qué motivo racional de queja tenía ella? Ninguno. ¡Oh! no había pretexto, no había pretexto para la ingratitud...».
«Pero no importaba; ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su lecho de esposa, sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció un despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor Quintanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su pantalón negro de castor; recordaba que las delicias materiales, irremediables, la avergonzaban, y se reían de ella al mismo tiempo que la aturdían: el gozar sin querer junto a aquel hombre le sonaba como la frase del miércoles de ceniza,
¡quia pulvis es!
eres polvo, eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de todo aquello que había leído en sus mitologías, de lo que había oído a criados y pastores murmurar con malicia.... ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!... Y en aquel presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por mártir y heroína.... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de curiosidad de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio; recordaba que ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y aquello continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo».