La Regenta (35 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».

«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».

Sentía en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia, inspirados por la justicia, derechos de la carne, derechos de la hermosura. Y la luna seguía corriendo, como despeñada, a caer en el abismo de la nube negra que la tragaría como un mar de betún. Ana, casi delirante, veía su destino en aquellas apariencias nocturnas del cielo, y la luna era ella, y la nube la vejez, la vejez terrible, sin esperanza de ser amada. Tendió las manos al cielo, corrió por los senderos del
Parque
, como si quisiera volar y torcer el curso del astro eternamente romántico. Pero la luna se anegó en los vapores espesos de la atmósfera y Vetusta quedó envuelta en la sombra. La torre de la catedral, que a la luz de la clara noche se destacaba con su espiritual contorno, transparentando el cielo con sus encajes de piedra, rodeada de estrellas, como la Virgen en los cuadros, en la obscuridad ya no fue más que un fantasma puntiagudo; más sombra en la sombra.

Ana, lánguida, desmayado el ánimo, apoyó la cabeza en las barras frías de la gran puerta de hierro que era la entrada del
Parque
por la calle de Tras-la-cerca. Así estuvo mucho tiempo, mirando las tinieblas de fuera, abstraída en su dolor, sueltas las riendas de la voluntad, como las del pensamiento que iba y venía, sin saber por dónde, a merced de impulsos de que no tenía conciencia.

Casi tocando con la frente de Ana, metida entre dos hierros, pasó un bulto por la calle solitaria pegado a la pared del
Parque
.

«¡Es él!» pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la aparición fue momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la calle o por su cerebro.

Era don Álvaro en efecto. Estaba en el teatro, pero en un entreacto se le ocurrió salir a satisfacer una curiosidad intensa que había sentido. «Si por casualidad estuviese en el balcón.... No estará, es casi seguro, pero ¿si estuviese?». ¿No tenía él la vida llena de felices accidentes de este género? ¿No debía a la buena suerte, a la
chance
que decía don Álvaro, gran parte de sus triunfos? ¡Yo y la ocasión! Era una de sus divisas. ¡Oh! si la veía, la hablaba, le decía que sin ella ya no podía vivir, que venía a rondar su casa como un enamorado de veinte años platónico y romántico, que se contentaba con ver por fuera aquel paraíso.... Sí, todas estas sandeces le diría con la elocuencia que ya se le ocurriría a su debido tiempo. El caso era que, por casualidad, estuviese en el balcón. Salió del teatro, subió por la calle de Roma, atravesó la Plaza del Pan y entró en la del Águila. Al llegar a la Plaza Nueva se detuvo, miró desde lejos a la rinconada... no había nadie al balcón.... Ya lo suponía él. No siempre salen bien las corazonadas. No importaba.... Dio algunos paseos por la plaza, desierta a tales horas.... Nadie; no se asomaba ni un gato. «Una vez allí ¿por qué no continuar el cerco romántico?». Se reía de sí mismo. ¡Cuántos años tenía que remontar en la historia de sus amores para encontrar paseos de aquella índole! Sin embargo de la risa, sin temor al barro que debía de haber en la calle de Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió por un arco de la Plaza Nueva, entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a la calle a que daba la puerta del
Parque
. Allí no había casas, ni aceras ni faroles; era una calle porque la llamaban así, pero consistía en un camino maltrecho, de piso desigual y fangoso entre dos paredones, uno de la Cárcel y otro de la huerta de los Ozores. Al acercarse a la puerta, pegado a la pared, por huir del fango, Mesía creyó sentir la corazonada verdadera, la que él llamaba así, porque era como una adivinación instantánea, una especie de doble vista. Sus mayores triunfos de todos géneros habían venido así, con la corazonada verdadera, sintiendo él de repente, poco antes de la victoria, un valor insólito, una seguridad absoluta; latidos en las sienes, sangre en las mejillas, angustia en la garganta.... Se paró. «Estaba allí la Regenta, allí en el Parque, se lo decía aquello que estaba sintiendo.... ¿Qué haría si el corazón no le engañaba? Lo de siempre en tales casos; ¡jugar el todo por el todo! Pedirla de rodillas sobre el lodo, que abriera; y si se negaba, saltar la verja, aunque era poco menos que imposible; pero, sí, la saltaría. ¡Si volviera a salir la luna! No, no saldría; la nube era inmensa y muy espesa; tardaría media hora la claridad».

Llegó a la verja; él vio a la Regenta primero que ella a él. La conoció, la adivinó antes.

—«¡Es tuya!—le gritó el demonio de la seducción—; te adora, te espera».

Pero no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud como el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la primera vez!

Siguió; dio tres, cuatro pasos más sin resolverse a volver pie atrás, por más que el demonio de la seducción le sujetaba los brazos, le atraía hacia la puerta y se le burlaba con palabras de fuego al oído llamándole: «¡Cobarde, seductor de meretrices!... ¡Atrévete, atrévete con la verdadera virtud; ahora o nunca!...».

—«¡Ahora, ahora!»—gritó Mesía con el único valor grande que tenía—; y ya a diez pasos de la verja volvió atrás furioso, gritando:

—¡Ana! ¡Ana! Le contestó el silencio. En la obscuridad del
Parque
no vio más que las sombras de los eucaliptus, acacias y castaños de Indias; y allá a lo lejos, como una pirámide negra el perfil de la
Washingtonia
, el único amor de Frígilis, que la plantó y vio crecer sus hojas, su tronco, sus ramas.

Esperó en vano.—Ana, Ana—volvió a decir quedo, muy quedo—; pero sólo le contestaban las hojas secas, arrastradas por el viento suave sobre la arena de los senderos.

Ana había huido. Al ver tan cerca aquella tentación que amaba, tuvo pavor, el pánico de la honradez, y corrió a esconderse en su alcoba, cerrando puertas tras de sí, como si aquel libertino osado pudiera perseguirla, atravesando la muralla del
Parque
. Sí, sentía ella que don Álvaro se infiltraba, se infiltraba en las almas, se filtraba por las piedras; en aquella casa todo se iba llenando de él, temía verle aparecer de pronto, como ante la verja del
Parque
.

«¿Será el demonio quien hace que sucedan estas casualidades?», pensó seriamente Ana, que no era supersticiosa.

Tenía miedo; veía su virtud y su casa bloqueadas, y acababa de ver al enemigo asomar por una brecha. Si la proximidad del crimen había despertado el instinto de la inveterada honradez, la proximidad del amor había dejado un perfume en el alma de la Regenta que empezaba a infestarse.

«¡Qué fácil era el crimen! Aquella puerta... la noche... la obscuridad.... Todo se volvía cómplice. Pero ella resistiría. ¡Oh! ¡sí! aquella tentación fuerte, prometiendo encantos, placeres desconocidos, era un enemigo digno de ella. Prefería luchar así. La lucha vulgar de la vida ordinaria, la batalla de todos los días con el hastío, el ridículo, la prosa, la fatigaban; era una guerra en un subterráneo entre fango. Pero luchar con un hombre hermoso, que acecha, que se aparece como un conjuro a su pensamiento; que llama desde la sombra; que tiene como una aureola, un perfume de amor... esto era algo, esto era digno de ella. Lucharía».

Don Víctor volvió del teatro y se dirigió al gabinete de su mujer. Ana se le arrojó a los brazos, le ciñó con los suyos la cabeza y lloró abundantemente sobre las solapas de la levita de tricot.

La crisis nerviosa se resolvía, como la noche anterior, en lágrimas, en ímpetus de piadosos propósitos de fidelidad conyugal. Su don Víctor, a pesar de las máquinas infernales, era el deber; y el Magistral sería la égida que la salvaría de todos los golpes de la tentación formidable. Pero Quintanar no estaba enterado. Venía del teatro muerto de sueño—¡no había dormido la noche anterior!—y lleno de entusiasmo lírico-dramático. Francamente, aquellos enternecimientos periódicos le parecían excesivos y molestos a la larga. «¿Qué diablos tenía su mujer?».

—Pero, hija, ¿qué te pasa? tú estás mala....

—No, Víctor, no; déjame, déjame por Dios ser así. ¿No sabes que soy nerviosa? Necesito esto, necesito quererte mucho y acariciarte... y que tú me quieras también así.

—¡Alma mía, con mil amores!... pero... esto no es natural, quiero decir... está muy en orden, pero a estas horas... es decir... a estas alturas... vamos... que.... Y si hubiéramos reñido... se explicaría mejor... pero así sin más ni más.... Yo te quiero infinito, ya lo sabes; pero tú estás mala y por eso te pones así; sí, hija mía, estos extremos....

—No son extremos, Quintanar—dijo Ana sollozando y haciendo esfuerzos supremos para idealizar a D. Víctor que traía el lazo de la corbata debajo de una oreja.

—Bien, vida mía, no serán; pero tú estás mala. Ayer amagó el ataque, te pusiste nerviosilla... hoy ya ves cómo estás.... Tú tienes algo.

Ana movió la cabeza negando.—Sí, hija mía; hemos hablado de eso en el palco la Marquesa, don Robustiano y yo. El doctor opina que la vida que llevas no es sana, que necesitas dar variedad a la actividad cerebral y hacer ejercicio, es decir, distracciones y paseos. La Marquesa dice que eres demasiado formal, demasiado buena, que necesitas un poco de aire libre, ir y venir... y yo, por último, opino lo mismo, y estoy resuelto—esto lo dijo con mucha energía—estoy resuelto a que termine la vida de aislamiento. Parece que todo te aburre; tú vives allá en tus sueños.... Basta, hija mía, basta de soñar. ¿Te acuerdas de lo que te pasó en Granada? Meses enteros sin querer teatros, ni visitas, ni más que escapadas a la Alhambra y al Generalife; y allí leyendo y papando moscas te pasabas las horas muertas. Resultado: que enfermaste y si no me trasladan a Valladolid, te me mueres. ¿Y en Valladolid? Recobraste la salud gracias a la fuerza de los alimentos, pero la melancolía mal disimulada seguía, los nervios erre que erre.... Volvemos a Vetusta, casi pasando por encima de la ley, y nos coge el luto de tu pobre tía Águeda que se fue a juntar con la otra, y con ese pretexto te encierras en este caserón y no hay quien te saque al sol en un año. Leer y trabajar como si estuvieras a destajo.... No me interrumpas; ya sabes que riño pocas veces; pero ya que ha llegado la ocasión, he de decirlo todo; eso es, todo. Frígilis me lo repite sin cesar: «Anita no es feliz».

—¿Qué sabe él?—Bien sabes que él te quiere, que es nuestro mejor amigo.

—Pero ¿por qué dice que no soy feliz? ¿En qué lo conoce?...

—No lo sé; yo no lo había notado, lo confieso, pero ya me voy inclinando a su parecer. Estas escenas nocturnas....

—Son los nervios, Quintanar.

—Pues guerra a los nervios ¡caracoles!

—Sí...—Nada; fallo; que debo condenar y condeno esta vida que haces, y desde mañana mismo otra nueva. Iremos a todas partes y, si me apuras, le mando a Paco o al mismísimo Mesía, el Tenorio, el simpático Tenorio, que te enamoren.

—¡Qué atrocidad!...—¡Programa!—gritó don Víctor—: al teatro dos veces a la semana por lo menos; a la tertulia de la Marquesa cada cinco o seis días, al Espolón todas las tardes que haga bueno; a las reuniones de confianza del Casino en cuanto se inauguren este año; a las meriendas de la Marquesa, a las excursiones de la
high life
vetustense, y a la catedral cuando predique don Fermín y repiquen gordo. ¡Ah! y por el verano a Palomares, a bañarse y a vestir batas anchas que dejen entrar el aire del mar hasta el cuerpo... ea, ya sabes tu vida. Y esto no es un programa de gobierno, sino que se cumplirá en todas sus partes. La Marquesa, don Robustiano y Paquito me han prometido ayudarme, y Visitación, que estaba en la platea de Páez, también me dijo que contara con ella para sacarte de tus casillas.... Sí, señora, saldremos de nuestras casillas. No quiero más nervios, no quiero que Frígilis diga que no eres feliz....

—¿Qué sabe él?—Ni quiero llantos que me quitan a mí el sueño. Cuando lloras sin saber por qué, hija mía, me entra una comezón, un miedo supersticioso.... Se me figura que anuncias una desgracia.

Ana tembló, como sintiendo escalofríos.

—¿Ves? tiemblas; a la cama, a la cama, ángel mío; todos a la cama; yo me estoy cayendo.

Bostezó don Víctor y salió del gabinete después de depositar un casto beso en la frente de su mujer.

Entró en su despacho. Estaba de mal humor. «Aquella enfermedad misteriosa de Ana—porque era una enfermedad, estaba seguro—le preocupaba y le molestaba. No estaba él para templar gaitas: los nervios le eran antipáticos; estas penas sin causa conocida no le inspiraban compasión, le irritaban, le parecían mimos de enfermo; él quería mucho a su mujer, pero a los nervios los aborrecía.... Además en el teatro había tenido una discusión acalorada: un majadero, un sietemesino que estudiaba en Madrid, había dicho que el teatro de Lope y de Calderón no debía imitarse en nuestros días, que en las tablas era poco natural el verso, que para los dramas de la época era mejor la prosa. ¡Imbécil! ¡que el verso es poco natural! ¡Cuando lo natural sería que todos, sin distinción de clases, al vernos ultrajados prorrumpiéramos en quintillas sonoras! La poesía será siempre el lenguaje del entusiasmo, como dice el ilustre Jovellanos. Figurémonos que yo me llamo Benavides y que Carvajal quiere quitarme la honra

a obscuras, como el ladrón de infame merecimiento;

pues ¿dónde habrá cosa más natural que incomodarme yo, y exclamar con Tirso de Molina (representando):

A satisfacer la fama que me habéis hurtado vengo: mi agravio es león que brama; un león por armas tengo, y Benavides se llama. De vuestros torpes amores dará venganza a mi enojo, mostrando a mis sucesores la nobleza de un león rojo en sangre de dos traidores...?».

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