La Regenta (76 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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—Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemia de ese organismo....

—Oh, amigo mío—replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad—la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento.... Además, comer no es lo mismo que alimentarse....

—Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa...

«¡Oh! le corría prisa; hubiera dado sangre de un brazo por verla correr por aquellas venas que se figuraba exhaustas. ¡La vida, la fuerza a todo trance, para aquella mujer!». Hasta habló un día don Álvaro de transfusiones. «La ciencia había adelantado mucho en esta materia».

Somoza solía aprobar moviendo la cabeza y diciendo:

—¡Mucho! ¡mucho! ¡oh, sí, la ciencia! ¡mucho!... ¡la transfusión!... ¡claro! Tenía cierto miedo a los conocimientos médicos de don Álvaro. Aquel hombre que iba a París y traía aquellos sombreros blancos y citaba a Claudio Bernard y a Pasteur... debía de saber más que él de medicina moderna... porque él, Somoza, no leía libros, ya se sabe, no tenía tiempo.

Pero la Regenta mejoraba; volvía la sangre, aunque poco a poco; los músculos se fortalecían y redondeaban... y la frialdad y la reserva no desaparecían. Don Víctor siempre el mismo para su don Álvaro; seguían las confidencias acompañadas de cerveza... pero Ana jamás se presentaba. Si don Álvaro se atrevía a preguntar por ella, don Víctor fingía no oír, o mudaba de conversación; si el otro insistía, Quintanar suspiraba y encogiendo los hombros decía:

—¡Déjela usted... estará rezando!

—¡Rezando!... Pero tanto rezar puede matarla....

—No... si... no reza... es decir... oración mental... ¿qué sé yo?... cosas de ella. Hay que dejarla.

Y suspiraba otra vez. Sí, había que dejarla. Pero a solas, don Álvaro se mesaba los rubios y finos cabellos ¡quién lo diría! se llamaba animal, bestia, bruto, como si no fuera todo lo mismo, y se decía:

—¡Me he portado como un cadete! Me ha perdido la timidez.... Debí dar el
ataque personal
una noche que la encontré a obscuras... o aquella tarde del cenador....

Pero no lo había dado.... Y ahora no había remedio. Un día llegó Ana
al extremo
de retirar la mano, que él solicitaba con la suya extendida. Buscó un pretexto con la habilidad rápida que tienen las mujeres... y... no le dio la mano. No volvió a tocarle aquellos dedos suaves. Y es más, apenas la veía.

—«¡Oh, a él, a don Álvaro Mesía le pasaba aquello! ¿Y el ridículo? ¡Qué diría Visita, qué diría Obdulia, qué diría Ronzal, qué diría el mundo entero!

»Dirían que un cura le había derrotado. ¡Aquello pedía sangre! Sí, pero esta era otra». «Si don Álvaro se figuraba al Magistral vestido de levita, acudiendo a un duelo a que él le retaba... sentía escalofríos». Se acordaba de la prueba de fuerza muscular en que el canónigo le había vencido delante de Ana misma. Aquel valor que él sentía ante una sotana, por la esperanza irreflexiva de que la mansedumbre obliga al clérigo a no devolver las bofetadas, aquel valor desaparecía pensando en los puños de don Fermín. «No había salida. No había más que acabar con él ayudando a Foja, ayudando a Glocester, a todos los enemigos del tirano eclesiástico».

Por las tardes, paseándose en el Espolón, donde ya iban quedándose a sus anchas curas y magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de los árboles frondosos del Paseo Grande, don Álvaro solía cruzarse con el Provisor; y se saludaban con grandes reverencias, pero el seglar se sentía humillado, y un rubor ligero le subía a las mejillas. Se le figuraba que todos los presentes les miraban a los dos y los comparaban, y encontraban más fuerte, más hábil, más airoso al vencedor, al cura. Don Fermín era el de siempre; arrogante en su humildad, que más quería parecer cortesía que virtud cristiana; sonriente, esbelto, armonioso al andar, enfático en el sonsonete rítmico del manteo ampuloso, pasaba desafiando el qué dirán, con imperturbable sangre fría. Solían juntarse en el Espolón los tres mejores mozos del Cabildo: el chantre, alto y corpulento; el pariente del ministro, más fino, más delgado, pero muy largo también, y don Fermín, el más elegante y poco menos alto que la dignidad. Gastaban entre los tres muchas varas de paño negro reluciente, inmaculado; eran como firmes columnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebres colgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje y de la seriedad del continente, don Álvaro adivinaba en aquel grupo una seducción para las vetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, el prestigio de la gracia, el prestigio del talento, el prestigio de la salud, de la fuerza y de la carne que medró cuanto quiso... Él se figuraba tres monjas hermosas, buenas mozas, que tuviesen además talento, gracia; se las figuraba paseando por el Espolón... y estaba seguro de que los ojos de los hombres se irían tras ellas. Pues lo mismo debía de suceder trocados los sexos. Y, en efecto, en los saludos que las señoras que todavía paseaban en el Espolón dedicaban a los tres buenos mozos del Cabildo, a las tres torres davídicas, creía ver el Presidente del Casino ocultos deseos, declaraciones inconscientes de la lascivia refinada y contrahecha.

Cada día aumentaba en don Álvaro la superstición del confesonario, cada día creía más poderosa la influencia del cura sobre la mujer que le cuenta sus culpas. Y mirando a las damas que iban y venían, unas elegantes, lujosas, otras enlutadas o con hábito humilde, todas deseando a su modo agradar, todas procurándolo, Mesía imaginaba secretos hilos invisibles que iban de faldas a faldas, de la sotana a la basquiña, del cura a la hembra.

En suma, don Álvaro tenía celos, envidia y rabia. Su materialismo subrepticio era más radical que nunca. «Nada, nada, fuerza y materia, no hay más que eso», pensaba.

Y si no fuera porque los partidos avanzados nunca son poder o lo son poco tiempo, se hubiera declarado demagogo y enemigo de la religión del Estado.

Llegó al extremo de proponer en la Junta del Casino que no se celebrara en adelante ninguna fiesta de orden religioso colgando e iluminando los balcones. Ronzal se opuso, pero el Presidente se impuso y se votó aquella abstención. ¡Había triunfado al cabo don Pompeyo Guimarán!

Don Álvaro quería que el ateo volviese al Casino, hacía falta aquel refuerzo a los que se empeñaban en deshonrar al Magistral. Foja y Joaquinito Orgaz, que capitaneaban la partida de los murmuradores, propusieron a don Álvaro que fuera una comisión a buscar a don Pompeyo para restituirlo al Casino, «de donde nunca debió haber salido». Se celebraría la
restauración
de Guimarán con una buena cena. Paco el Marquesito, que como buen aristócrata se creía obligado a ser religioso
en la forma por lo menos
, se opuso al principio a los proyectos de Foja y Orgaz, pero considerando que su amigo, su ídolo Mesía deseaba tener allí al otro para que le ayudara a desacreditar al Provisor, y considerando que iban a divertirse de veras en el
gaudeamus
de la noche, falló que debía ayudar y ayudaba a los enemigos del Magistral y se agregó a la comisión que fue a buscar a don Pompeyo.

Fueron: el señor Foja, ex-alcalde, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz.

Los recibió el señor Guimarán en su despacho, lleno de periódicos y bustos de yeso, baratos, que representaban bien o mal a Voltaire, Rousseau, Dante, Francklin y Torcuato Tasso, por el orden de colocación sobre la cornisa de los estantes, llenos de libros viejos.

Usaba don Pompeyo en casa bata de cuadros azules y blancos, en forma de tablero de damas. Acogió a los comisionados con la amabilidad que le distinguía y ocultando mal la sorpresa.

«¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querrían darle alguna broma? No lo esperaba». De todos modos el ver allí al hijo del marqués de Vegallana le inundaba el alma de alegría, aunque él no quisiera reconocerlo.

Cuando supo de lo que se trataba, por boca de Foja, tuvo que levantarse para ocultar la emoción. Sintió que la hebilla del chaleco estallaba en su espalda.

—Señores—pudo decir al cabo con voz temblorosa—si un juramento solemne no me obligara a permanecer en el ostracismo que voluntariamente me impuse hace tantos años, o mejor dicho, que me impusieron el fanatismo y la injusticia, si eso no fuera, yo volvería con mil amores al seno de aquella sociedad de la que fuí fundador con otros seis o siete amigos. ¿Y cómo no, señores, si allí corrieron los mejores días, para mí, en pláticas provechosas y amenas con el elemento más culto de la población? Allí la tolerancia solía tener su asiento; y las personas, los personajes en quien más arraigadas están ciertas ideas venerables al fin, porque son profesadas con sinceridad y vienen hasta cierto punto de abolengo, obligan por la raza, esos mismos personajes, entre los cuales cuento al papá de este joven ilustrado, a mi buen amigo y condiscípulo el excelentísimo señor marqués de Vegallana, respetaban mis opiniones, como yo las suyas. Lo que ustedes hacen ahora nunca lo agradeceré yo bastante. Pero lo principal ya se ha logrado; la libertad del pensamiento vuelve a brillar en el Casino.... Mi aspiración se ha realizado. Ahora, por lo que a mí toca, señores, debo declarar que no puedo romper un voto solemne, un juramento... y no iré con ustedes, aunque bien quisiera.

La comisión insistió, conociendo en la cara de don Pompeyo que vencerían.

Foja presentó un argumento de mucha fuerza.

—Dice usted, señor don Pompeyo, que por su gusto vendría con nosotros, se restituiría al Casino.

—¡Con mil amores! Esa es la palabra... me restituiría....

—Que únicamente le retrae el juramento....

—Eso, el juramento solemne de no poner en mi vida allí los pies.

—¿Pero qué solemnidad ni qué castañuelas? y usted dispense que me exprese así. El que jura, pone a Dios por testigo; pero usted no cree en Dios... luego usted no puede jurar.

—Perfectamente—dijo Joaquinito Orgaz; de
p
y
p
y
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y se puso en pie para hacer una pirueta flamenca.

Creía Joaquín que en casa de un ateo de profesión, de un loco, en otros términos, la buena crianza estaba de más.

Don Pompeyo se quedó mirando a Orgaz asombrado de su desfachatez, mientras consideraba el argumento de Foja.

No tenía qué contestar.

Al cabo dijo:—La verdad es... que jurar... yo no puedo jurar... pero... metafóricamente.... Además, puedo prometer por mi honor....

—Pero amigo, en aquella ocasión usted no prometió por su honor; juró usted no poner allí los pies... todo Vetusta recuerda sus palabras de usted.

Don Pompeyo sintió vapores en la cabeza al oír que todo Vetusta recordaba sus palabras.

Pero insistió, aunque más débilmente cada vez, en su negativa.

Foja guiñó el ojo al Marquesito. Empezó entonces este el ataque, y Guimarán no pudo resistir más. Se rindió.

¡El hijo de Vegallana, del primer aristócrata, venía a suplicarle que volviera al Casino! Oh, aquello era demasiado. No pudo sostener la fortaleza de su resolución.

—Después de todo—dijo—en el mero hecho de haberse restablecido la legislación que yo invocaba... ya puedo pisar sin desdoro aquel pavimento....

—Pues claro que puede usted pisar. Nada, nada; póngase usted la levita, que la cena espera.

—¿Qué cena?—Sí, señor; se ha acordado por el elemento vencedor, por los que solicitan la presencia de usted, obsequiarle con un banquete... y vamos a cenar juntos unos doce amigos....

Don Pompeyo no sabía si debía aceptar.... No le dejaron ser modesto; y corrió aturdido a ponerse la levita y el sombrero de copa alta. Estaba deslumbrado y creía sentir alrededor de su cuerpo un baño; un baño de agua rosada.

La presencia del Marquesito era el principal factor de aquella alegría. «¡Oh! al fin la aristocracia era algo, algo más que una palabra, era un elemento histórico, una grandeza positiva... podía haber nobleza y no haber Dios... ¿qué duda cabía?».

Una hora después en el comedor del Casino que ocupaba una crujía del segundo piso, no lejos de la sala de juego, se sentaban a la mesa presidida por don Pompeyo Guimarán, don Álvaro Mesía, enfrente del protagonista, y en agradable confusión después, sin pensar en preferencias de sitio, Paco Vegallana, Orgaz padre e hijo, Foja, don Frutos Redondo (que acudía a todas las cenas fuesen del partido religioso o político que fuesen), el capitán Bedoya, el coronel Fulgosio, desterrado por republicano, famoso por sus malas pulgas y buena espada, un tal Juanito Reseco, que escribía en los periódicos de Madrid y venía a Vetusta, su patria, a darse tono de vez en cuando, y además un banquero y varios jóvenes de la
bolsa
de Mesía, trasnochadores abonados del Casino.

Pocas veces comía en la fonda don Pompeyo, y como sus relaciones con los poderosos de la tierra eran muy poco íntimas, casi nunca veía una mesa bien puesta. Así le parecía digno de Baltasar aquel vulgarísimo aparato de restaurant provinciano. El mantel adamascado, más terso que fino; los platos pesados, gruesos; de blanco mate con filete de oro; las servilletas en forma de tienda de campaña dentro de las copas grandes, la fila escalonada de las destinadas a los vinos; las conchas de porcelana que ostentaban rojos pimientos, cárdena lengua de escarlata, húmedas aceitunas, pepinillos rozagantes y otros entremeses; la gravedad aristocrática de las botellas de Burdeos, que guardaban su aromático licor como un secreto; los reflejos de la luz quebrándose en el vino y en las copas vacías y en los cubiertos relucientes de plata Meneses; el centro de mesa en que se erguía un ramillete de trapo con guardia de honor de dos floreros cilíndricos con pinturas chinescas, de cuya boca salían imitaciones groseras de no se sabía qué plantas, pero que a don Pompeyo le recordaban la cabellera rubia y estoposa de alguna
miss
de circo ecuestre; las cajas de cigarros, unas de madera olorosa, otras de latón; los talleres cursis y embarazosos cargados con aceite y vinagre y con más especias que un barco de Oriente...; todo contribuía a deslumbrar al buen ateo, que contemplaba sonriendo y fascinado el conjunto claro, alegre, fresco, vivo, lleno de promesas, de la mesa aún pulcra, correcta, intacta.

Se comenzó a comer sin mucho ruido; todos se esforzaban en decir chistes. Joaquinito se burlaba del servicio y hablaba de Fornos... y de La Taurina y el Puerto, donde se cenaba
por todo lo flamenco
.

Todos comían mucho, menos don Pompeyo, a quien la emoción apretaba la garganta. Desde el segundo plato comenzó a atormentarle un cuidado. «Estoy, pensó, en el ineludible compromiso de brindar; tengo que improvisar un discurso». Y ya no comió bocado que le aprovechase. Oía hablar como quien oye llover: sonreía a derecha e izquierda, contestaba con monosílabos, pero él pensaba en su brindis; las orejas se le convertían en brasas y a veces sentía náuseas y temblor de piernas. En resumidas cuentas, estaba pasando un mal rato. Él esperaba que las cosas sucedieran así: hablaría primero don Álvaro, haría un elogio de la constancia con que él, don Pompeyo, había sostenido la idea santa de la libertad de pensamiento, y prometería en nombre de la Junta que el Casino jamás tendría religión, como no debía tenerla el Estado. Después hablarían Foja, el Marquesito y otros, abundando en las mismas ideas... y por último él, Guimarán, tendría que levantarse a...
hacer el resumen
. Y mientras comía y bebía por máquina preparaba su arenga, sin poder pasar del exordio, que quería original, sin afectación, modesto sin falsa humildad.... «Estos jóvenes... debieron haberme avisado ayer... y entonces tendría yo tiempo».

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