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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (9 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—No has sido destruido, Tanis —lo corrigió Riverwind y, apretando los hombros del semielfo con sus poderosas manos, lo obligó a girarse hacia él con aquella firme actitud que lo caracterizaba—. Tú no sucumbiste a tu pasión como el mago. De haberlo hecho, no habrías dejado a Kitiara. La abandonaste, Tanis.

—Sí, huí como un simple ladrón —replicó Tanis con amargura—. Debí enfrentarme a ella, debí decirle la verdad sobre mí mismo. Me habría matado, y ahora vosotros estaríais a salvo. Tú y los otros compañeros habríais escapado. ¡Cuánto más fácil hubiera sido mi muerte! Pero me faltó valor, acarreándoos con mi cobardía esta terrible desgracia —añadió a la vez que se liberaba de Riverwind—. No sólo he decepcionado a mi propia alma, sino también a vosotros que sufrís las consecuencias de mis actos.

Examinó la cubierta. Berem permanecía tras el timón, aferrando la inútil rueda con aquella extraña expresión resignada. Maquesta luchaba aún por salvar su nave, sin cesar de impartir órdenes a través del ululante viento y el profundo rugido que brotaba del seno del remolino. Pero sus tripulantes, paralizados por el pánico, no obedecían. Unos lloraban, otros lanzaban imprecaciones y la mayoría contemplaban en una muda fascinación la gigantesca espiral que los arrastraba inexorablemente hacia la vasta oscuridad del sangriento océano. Tanis sintió que la mano de Riverwind tocaba su hombro. Casi enfurecido intentó desembarazarse, pero el hombre de las Llanuras se mostró inquebrantable.

—Tanis, ,hermano, elegiste avanzar por esta senda cuando, en «El Ultimo Hogar», corriste en defensa de Goldmoon. En aquella ocasión mi orgullo me indujo a rechazar tu ayuda, y de haberlo permitido ahora ambos estaríamos muertos. No nos volviste la espalda en la hora de la necesidad, y gracias a ti propagamos por el mundo la fe en los antiguos dioses. Trajimos la curación, aportamos la esperanza. ¿Recuerdas lo que nos dijo el Señor del Bosque?: «No lamentamos la pérdida de aquéllos que mueren alcanzando su destino.» Nosotros, amigo mío, hemos cumplido el nuestro. ¿Quién sabe cuántas vidas hemos salvado? ¿Quién sabe si la esperanza que hemos hecho renacer conducirá a la victoria? Al parecer, para nosotros la batalla ha concluido. Así sea. Depongamos las armas para que vengan otros a recogerlas y continuar la lucha.

—Tus palabras son hermosas, habitante de las Llanuras —lo espetó Tanis—, pero dime con sinceridad si puedes pensar en la muerte sin sentir amargura. Tienes numerosos motivos para vivir: Goldmoon, los hijos que aún no habéis engendrado,..

Un súbito espasmo de dolor cruzó el rostro de Riverwind. Desvió la cabeza para ocultarlo pero Tanis, qué lo observaba de cerca, advirtió su contracción y, de pronto, se hizo la luz en su mente. ¡También estaba destruyendo a su progenie ya concebida! El semielfo cerró los ojos, presa de un hondo desaliento.

—Goldmoon y yo decidimos no contártelo, ya tenías demasiadas preocupaciones —Riverwind suspiró—. Nuestro vástago habría nacido en otoño —balbuceó—, la época en que las hojas de los vallenwoods se tiñen de rojo y ocre como lo estaban cuando mi prometida y yo llegamos a Solace armados con la Vara de Cristal Azul. Aquel día Sturm Brightblade, el caballero, nos encontró y nos condujo a «El Ultimo Hogar»...

Tanis rompió a llorar, con unos punzantes sollozos que atravesaban su cuerpo como cuchillos. Riverwind lo rodeó con sus brazos y lo sujetó con fuerza.

—Sabemos que los vallenwoods están muertos —continuó en un susurro—, Sólo habríamos podido mostrar al hijo que esperamos tocones quemados y putrefactos. Ahora el niño verá los árboles tal como los dioses los concibieron, en un reino donde la vida se prolonga hasta la eternidad. No desesperes, amigo, hermano. Has devuelto al pueblo el conocimiento de los dioses; ahora debes conservar la fe.

Tanis apartó suavemente a Riverwind, no podía enfrentarse a la mirada de aquel hombre. Al contemplar su propia alma, la vio retorcerse como los torturados árboles de Silvanesti. ¿Fe? La había perdido. ¿Qué significaban los dioses para él? Era él quien había tomado las decisiones, quien había menospreciado los dones más valiosos de la vida, su patria elfa, el amor de Laurana. A punto había estado de dar también al traste con la amistad. Sólo la incorruptible lealtad de Riverwind, una lealtad que había entregado equivocadamente, impedía al hombre de las Llanuras reprocharle su infame acto.

El suicidio está prohibido a los elfos, que lo consideran una blasfemia por estimar la vida como el más precioso de todos los bienes. Pero Tanis espiaba el mar sanguinolento con vehemente anhelo.

Rezó para que la muerte sobreviniera con la mayor rapidez posible. «Que estas aguas teñidas de sangre se cierren sobre mi cabeza y me oculten en sus profundidades insondables. Y, si los dioses existen, si ahora me escuchan, sólo les suplico que mi ignominia no llegue nunca a oídos de Laurana. He causado ya demasiado sufrimiento.»

Mientras su alma elevaba esta plegaria, que esperaba fuese la última que pronunciara en Krynn, una sombra más oscura que las tormentosas nubes cayó sobre su conciencia. Oyó los gritos de Riverwind seguidos por un alarido de Goldmoon, pero sus voces se perdieron en el rugido del agua cuando la nave empezó a zambullirse en las entrañas del remolino. Aturdido, Tanis alzó los ojos para ver los flamígeros ojos de un Dragón Azul brillando a través de los densos nubarrones. Sobre su lomo se erguía la figura de Kitiara.

Reticentes a la idea de tener que abandonar el trofeo que había de aportarles una gloriosa victoria, Kit y Skie se abrieron camino en la tempestad y ahora el Dragón, con sus amenazadoras garras extendidas, se lanzaba en picado sobre Berem. Se diría que los pies del timonel estaban claveteados en la cubierta. En un estado de letárgica indefensión, contemplaba a su feroz agresor.

En una reacción instintiva, Tanis atravesó la agitada cubierta en el instante en que las aguas se arremolinaban en tomo a él y golpeó a Berem en el estómago. El piloto salió despedido hacia atrás, confundiéndose con la ola que en aquel momento rompía sobre sus cabezas. Tanis halló un agarradero; no sabía qué era, pero logró aferrarse a él antes que el suelo se deslizara bajo sus pies. La nave volvió a enderezarse y, cuando el semielfo levantó de nuevo la vista, Berem había desaparecido. El Dragón bramaba iracundo a escasa distancia.

Ahora era Kitiara quien elevaba poderosos gritos que se imponían a la tempestad, señalando al semielfo. La fiera mirada de Skie se centró en él. Izando los brazos como si de ese modo pudiera evitar la embestida del Dragón, Tanis contempló cómo el animal libraba una enloquecida lucha para controlar su vuelo en el continuo azote del viento.

«Quiero vivir. Vivir para olvidar estos horrores», pensó sin proponérselo el semielfo cuando las garras del Dragón se cernían sobre él.

Durante unos breves segundos se sintió suspendido en el aire mientras, al fondo, se desvanecía el mundo. Sólo era consciente de las salvajes sacudidas de su cabeza, de sus incoherentes alaridos. El Dragón y las aguas lo atacaron al unísono. No veía más que sangre...

Tika se acurrucó junto a Caramon, soslayado el temor a la muerte por la preocupación que el guerrero le causaba. Pero él no se percataba de su presencia. Sus ojos seguían absortos en el espacio, derramando lagrimones que chorreaban por sus pómulos mientras, con los puños cerrados, repetía dos palabras en una muda e inagotable letanía: «Mi hermano», «mi hermano...»

Con una lentitud agónica, de pesadilla, la nave se equilibró sobre el extremo del remolino como si incluso la madera que lo componía titubeara a causa del pánico. Maquesta se unió a su frágil cascarón en su última batalla por la vida, prestándole su propia fuerza interior, tratando de alterar las leyes de la naturaleza mediante su voluntad. Pero fue inútil. Con un estremecimiento sobrecogedor, el
Perechon
se deslizó por el ojo del ominoso torbellino.

Los listones crujieron, cayeron los mástiles y los hombres fueron despedidos entre alaridos de la resbaladiza cubierta cuando la sanguinolenta oscuridad succionó la nave hacia las profundidades de sus abiertas fauces.

Sólo aquellas dos palabras quedaron suspendidas en el aire, como un bendición.

“Mi hermano...”

5

El cronista y el mago.

Astinus de Palanthas estaba sentado en su estudio, guiando con su mano una pluma que hacía correr con trazos firmes y regulares. La clara escritura se leía sin dificultad incluso a cierta distancia. Astinus llenaba un pergamino deprisa, deteniéndose apenas para reflexionar. Al verle daba la impresión de que sus pensamientos volaban de su cabeza a la pluma y de allí se vertían sobre el papel, tan veloz era su ritmo. Sólo se interrumpía cuando hundía su punta en el tintero, pero también este movimiento se había convertido en algo tan automático como poner un punto en la «i» o una tilde en la «ñ».

La puerta se abrió con un crujido, pero Astinus no alzó la cabeza. No solía ser molestado cuando se hallaba inmerso en su trabajo. El historiador podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que eso había sucedido. Una de ellas fue durante el Cataclismo. Recordó que aquel hecho había roto su concentración, obligándole a verter unas gotas de tinta que habían arruinado una página.

Se abrió pues la puerta y una sombra oscureció su escritorio. Pero no se oyó ningún sonido, pese a que el cuerpo que proyectaba aquella sombra tomó aliento como si se dispusiera a hablar. Osciló el negro contorno, reflejando la turbación del intruso por la crasa ofensa cometida.

Es Bertrem, anotó Astinus, como anotaba todo cuando ocurría en su afán de almacenar cualquier información en los compartimentos de su mente para utilizarla en el futuro.

En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el29,
Bertrem ha entrado en mi estudio.

La pluma prosiguió su irrefrenable avance sobre el pergamino. Al llegar al final de una página, Astinus la elevó suavemente y la depositó sobre otras similares que yacían apiladas en el extremo de su escritorio. Más tarde, cuando se retirase a descansar una vez concluida su tarea, los Estetas penetrarían en el estudio con la misma devoción con que un clérigo oraría en un templo y recogerían los rollos extendidos para transportarlos a la gran biblioteca. Ya en esta estancia los diferentes frutos de su firme puño serían ordenados, clasificados y archivados en los gigantescos volúmenes titulados
Crónicas, la Historia de Krynn,
obra todos ellos de Astinus de Palanthas.

—Maestro —dijo Bertrem con voz temblorosa.
En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el 30, Bertrem ha hablado
—escribió Astinus en el texto.

—Lamento molestaros, Maestro —continuó Bertrem casi en un susurro—, pero hay un joven moribundo en vuestro umbral.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el 29, un joven ha muerto en nuestro umbral.

—Entérate de su nombre —ordenó el cronista sin levantar la vista ni detenerse en su labor—, para que pueda registrarlo. Asegúrate de la ortografía y averigua también su procedencia y su edad, si no es demasiado tarde.

—Conozco su nombre, Maestro. Se llama Raistlin, y viene de la ciudad de Solace, en la región de Abanasinia.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el28, ha muerto Raistlin de Solace.

De pronto Astinus dejó de escribir y alzó la cabeza. —¿Raistlin de Solace?

—Sí, Maestro —confirmó Bertrem, inclinándose en una reverencia. Era la primera vez que Astinus lo miraba a los ojos, pese a que había formado parte de la Orden de los, Estetas que vivía en la gran biblioteca desde hacía varias décadas—. ¿Le conocéis, Maestro? Ha solicitado permiso para veros, por eso me he tomado la libertad de interrumpiros.

—Raistlin...

Una gota de tinta se derramó sobre el papel.

— ¿Dónde está?

—En la escalera, Maestro, donde lo encontramos. Pensamos que quizá podría ayudarle una de esas criaturas que, según el rumor, tienen el don de la curación y adoran a la diosa Mishakal.

El historiador contempló la negra mancha con fastidio, y se apresuró a esparcir sobre el pergamino un puñado de fina arena para secarla antes de que emborronase las páginas que luego depositaría sobre ella. Bajando de nuevo la mirada, Astinus reanudó su trabajo.

—Ningún ser dotado con poderes curativos es capaz de sanar la enfermedad que lo aqueja —comentó el historiador con una voz que parecía provenir de los albores de Tiempo—. Pero entrad su maltrecho cuerpo y acomodadlo en una habitación.

—¡Introducirlo en la biblioteca! —exclamó Bertrem perplejo—. Maestro, nunca han sido admitidos aquí más que los miembros de nuestra Orden...

—Le veré, si tengo tiempo, cuando concluya mi jornada —continuó Astinus como si no hubiera oído las palabras del Esteta—. Si todavía vive.

La pluma surcó del papel con su proverbial celeridad.

—Sí, Maestro —farfulló Bertrem y, dando media vuelta, abandonó la estancia.

Tras cerrar la puerta del estudio el Esteta atravesó a toda prisa los fríos y silenciosos pasillos marmóreos de la antigua biblioteca, desorbitados sus ojos por la sorpresa. Su gruesa y pesada túnica barría el suelo a su paso mientras su rapada cabeza brillaba con el sudor de la carrera, poco acostumbrada a realizar tan extenuantes esfuerzos. Sus compañeros de Orden lo observaron atónitos cuando irrumpió en la entrada de la biblioteca. Una rápida mirada a través de la cristalera de la puerta le reveló que el cuerpo del joven seguía tendido en la escalera.

—He recibido órdenes de llevarlo al interior —anunció Bertrem a los otros—. Astinus verá al mago esta noche, si todavía vive.

Los Estetas, mudos de asombro, se observaron unos a otros. Todos se preguntaban qué auguraba semejante acontecimiento.

«Me estoy muriendo.»

El reconocimiento de este hecho le llenaba de amargura. Acostado en un lecho en el interior de la fría y blanca celda que le habían asignado los Estetas, Raistlin maldijo la fragilidad de su cuerpo, maldijo las Pruebas que lo habían menoscabado, y maldijo a los dioses que le habían infligido tal castigo. Lanzó imprecaciones hasta que se le agotaron las palabras y se sintió tan exhausto que no podía ni siquiera pensar, para luego inmovilizarse bajo las blancas sábanas de lino que se le antojaban mortajas mientras sentía como el corazón se agitaba en su pecho cual una ave enjaulada.

Por segunda vez en su vida, Raistlin estaba solo y asustado. Sólo en una ocasión vivió en el aislamiento: en los tres atormentadores días durante los cuales se prolongó su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. ¿Había estado solo entonces? No lo creía así, aunque sus recuerdos eran borrosos. La voz, aquella voz que le hablaba en determinados momentos y que no logró identificar pese a saber ...Siempre había relacionado la voz con la Torre. Le había ayudado en aquellas jornadas de angustia, y también más tarde. Gracias a ella había sobrevivido a su dura experiencia.

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